Haití, Dios, el mal…
y de nuevo el dilema de Epicuro
La catástrofe de Haití ha sido terrible: como un mazazo en
la conciencia del mundo, ya castigado por la crisis
económica. Por fortuna, la reacción ha sido casi
sorprendentemente buena. Se ha producido una especie de
salto cualitativo en la solidaridad mundial, tanto en los
individuos como sobre todo en los estados que, como nunca
antes, comprendieron la necesidad, en estricta justicia, de
unirse para reconstruir un país destrozado y, antes,
esquilmado (¿lo cumplirán?)
También la teología, en la casi totalidad de los artículos
publicados, supo apuntar a algo fundamental: no remitir el
problema a Dios centrándose en la catástrofe natural, sino
insistir en nuestra responsabilidad humana, en el hecho de
que, por nuestra culpa, los males causados hayan afectado
ante todo y sobre todo a los pobres. Ellos han sufrido y
sufren mayoritariamente las peores y más dolorosas
consecuencias.
Lo que se espera no es, pues, el puro lamento o la simple
compasión, sino la ayuda efectiva y la presión política.
Como es natural, personalmente también sentí deseos de
escribir algo, pues al problema del mal he dedicado una
parte importante de mi reflexión y un buen puñado de
trabajos. Por fortuna, el hecho de estar acabando un libro
al respecto, y sobre todo la reacción tan positiva que se
percibía por todas partes hicieron que me conformase con ver
y saborear el claro avance que se ha producido en las
reacciones. A pesar de todo, no me abandonaba mi vieja
sospecha de que algo faltaba.
Todo eso es verdad, pero el terremoto no lo hemos producido
nosotros, y sin él el problema habría desaparecido de raíz:
¿por qué Dios no lo ha evitado? Latet anguis in herba,
pensaba, “la víbora sigue oculta entre la hierba”.
“Misterio”, acaban respondiendo en general los artículos.
Pero ¿misterio por qué? ¿Misterio real o contradicción
producida por nuestras ideas y presupuestos? Miles de
hombres y mujeres estuvieron en Haití, renunciando al sueño
y exponiendo la vida por ayudar a las víctimas. Si en su
mano estuviera la posibilidad de evitar previamente el
terremoto, ¿habría siquiera uno solo que dejase de hacerlo?
Sin embargo, demasiados creyentes y teólogos siguen dando
por supuesto que Dios sí podría, pero que no lo hace; pero,
siendo omnipotente, eso, en definitiva, significa que no
quiere. Otros, menos, se atreven a decir que no puede; pero
entonces ¿qué “dios” es ese, y quien podrá darnos esperanza?
Epicuro lo había preguntado hace ya muchos siglos. Y, como
era de esperar, la víbora levantó la cabeza. Martín Caparrós,
en El País (07.02.2010), sin aludir al famoso dilema -tal
vez sin conocerlo siquiera- y refiriéndose primero al
terremoto de Lisboa (1755), afirma con toda crudeza:
“La existencia -la insistencia- del mal hacía que ese dios
fuera un ineficiente o un vicioso: o lo hacía a voluntad y
era el mayor canalla, o no podía evitarlo y era un perfecto
inútil”.
Y después, dando un salto, se ensaña hablando de Haití:
“Así que, a pesar del mal despendolado -a pesar de
terremotos y de hambrunas, matanzas y tsunamis-, millones
siguen arrodillándose ante un dios que lo hace o lo permite.
Y, para más inri, lo proclaman; no deja de extrañarme. Si yo
creyera que ese dios existe -si creyera que en algún lugar
del infinito pulula un ente todopoderoso que no usa su
todopoder para impedir estos desastres-, si yo creyera que
hay un dios tan hijo de puta como para matar de un golpe a
cien mil muertos de hambre, y si ese dios fuera mi dios, mi
amo, intentaría protegerlo: me pasaría la vida negándolo,
diciendo a todo el mundo que no hay tal cosa, que cómo se le
ocurre, ¿dios?, ¿un dios?, ¿eso qué significa? Frente a
desgracias como ésta, el verdadero creyente no tiene más
remedio que fingirse ateo -y, quizá, viceversa. Así que hay
que dudar de casi todo, como siempre”.
He dudado en reproducir un texto tan abrupto. Quiero pensar
que al escribir dios con minúscula y poner el condicional
-”si yo creyera que ese dios existe”- está atacando un
ídolo. En todo caso, lo afirmo yo. Y, no sin lamentar esas
expresiones que pueden herir tan brutalmente la fe de los
creyentes, quiero tomarlas como un serio y urgente aviso
para la teología.
Lo he repetido muchas veces: es preciso deshacer con rigor
crítico el dilema de Epicuro, descubriendo su trampa y
mostrando su falsedad. En tiempos de religiosidad común y
compartida, la fe en Dios podía sostenerse apoyándose en una
confianza radical que era capaz de desafiar la lógica,
porque presentía que ésta tenía que cojear por algún punto.
Eso ya no es posible en nuestra “era crítica”.
Debemos reconocerlo, si no por honestidad intelectual, al
menos porque nos lo reprochan con argumentos contundentes:
creer en un “dios” que, pudiendo, no quisiera acabar con el
mal del mundo o que, queriendo, no pudiese, resulta hoy
sencillamente imposible.
Por fortuna, la misma agudeza crítica de la modernidad abre
el camino de la respuesta. La autonomía de las leyes que
rigen el funcionamiento del mundo y las inevitables
contradicciones de la finitud, hacen que el concepto (no la
fantasía) de un mundo sin mal sea tan contradictoria como un
círculo-cuadrado.
El dilema de Epicuro tiene trampa: sustitúyase
mundo-sin-mal por círculo-cuadrado y hágase la prueba; o
pregúntese, como a veces hago en mis explicaciones, si Dios
puede o no puede dividir el aula en tres-mitades.
No es, pues, que Dios “no quiera” o “no pueda”, sino que
simplemente la pregunta carece de sentido. Dios quiere el
bien, únicamente el bien, para el bien y la felicidad nos
crea.
Hablemos humanamente: podría no haber creado el mundo, y
sabe que, si lo crea, tendrá que ser finito (si no, se
crearía a sí mismo). En consecuencia, la imperfección, la
carencia, el conflicto -el mal- lo acompañarán como una
sombra terrible.
Pero la experiencia religiosa más profunda ha intuido
siempre que si Dios ha creado, es porque valía la pena; que
Él, como Anti-mal de amor infinito, acompaña y sostiene
nuestra aventura, convocándonos a colaborar con Él en el
trabajo del amor y la justicia; y siempre, asegurando el
sentido y abriendo la esperanza.
Contra lo que en la superficie puede parecer, nada menos
“moderno” que deducir el ateísmo de la existencia del mal en
el mundo. Sería desconocer la autonomía de sus leyes y la
dignidad de nuestra libertad.
La tontería del telepredicador Pat Robertson, aclarando que
el terremoto de Haití no tiene nada que ver con las placas
tectónicas, porque es un castigo divino, ha hecho un gran
favor a la inteligencia.
En el mismo periódico Galeano lo recuerda y Jared Diamond
avisa -permítaseme recordarlo para que el humor dulcifique
un poco el horror- que “cuando el teleevangelista Pat
Robertson dice que la ira de Dios ha caído sobre ellos se
olvida que es la misma que cae sobre Italia, EEUU o Japón,
la misma ira que debería caer sobre él por ser tan
estúpido”.
Y, mantengamos el tono, también sobre nosotros, si seguimos
manteniendo teologías que dan pie a tanto malentendido.
Andrés Torres Queiruga
Religión
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