díez-Alegría era distinto:
El grito profético de una sonrisa
Ya
se han ido los tres José Marías, que con humor el
canónigo biblista González Ruiz llamaba “la trinidad”:
“El padre es obviamente José María de Llanos –decía–; el
verbo es José María Díez-Alegría, porque no para de
hablar; y yo soy el espíritu, porque viajo
continuamente”.
Los tres publicaron libros en aquella colección polémica
de Descleé, “El credo que da sentido a mi vida”. Los
tres fueron catalizadores libres y despiertos de un
cristianismo de vanguardia en plenas sombras del
tardofranquismo.
Pero sin duda el que armó mayor escándalo mediático fue
el de Díez-Alegría, Yo creo en la esperanza, quizás por
dos razones obvias para entonces, por considerar a Marx
un profeta, y por lo de siempre, por hablar de
sexualidad, perenne tabú eclesial de aquella España,
donde además sus dos hermanos eran nada menos que
tenientes generales de Franco.
Porque, a decir verdad, la mayoría de los doscientos mil
lectores que compraron aquel libro se perdían en el
laberinto conceptual de este erudito profesor de ética
de la Gregoriana.
Escribir en El Ciervo sobre el cristiano Díez-Alegría es
un desafío, porque además de tenerle como colaborador
frecuente, le dedicó un gran número monográfico (el 524)
en 1994 titulado “José María Díez-Alegría, 83 años de
esperanza” con el elogio de destacadas firmas.
El
pasado 25 de junio se nos ha ido el hombre, al menos de
esta dimensión, pero nos queda el profeta, el maestro,
el teólogo, el escritor libre. Por eso para conocerle
hay que remitir más que nunca a sus escritos.
Un pensamiento sobre todo es un hombre. Sus ojos
serenamente azules y su perenne sonrisa, como el que
está a gusto dentro de su ser, eran sus mejores
credenciales. Adelantaban la figura de un hombre libre,
de lengua suelta y valiente para proclamar lo que sentía
en conciencia.
Una libertad no sólo para él: “Escribe lo que te dé la
gana”, me dijo cuando inicié su biografía (Un jesuita
sin papeles: la aventura de una conciencia, Temas de
Hoy, 2005) con una afirmación insólita en cualquier
entrevistado.
Todos los amigos de Alegría coincidimos en que tratar
con él era, además de un placer, relacionarse con una
rara avis en los tiempos que vivimos. Frente a los
clichés preestablecidos de intelectual petulante, “cura
comunista” y enfant terrible, el padre Díez-Alegría era
un hombre sencillo, que como buen profesor matizaba con
exquisitez académica y al que además ni los más finos
inquisidores han conseguido hallarle la más mínima
herejía o heterodoxia.
Pero sobre todo era un hombre de fe, que se ha
identificado con los pobres y marginados del Evangelio
de Jesús. Un creyente de frontera que yo diría modélico,
catalizador de una forma de entender la fe en nuestro
tiempo. Incluso un hombre piadoso, devoto de María de
Nazaret, a la que seguía rezando el rosario diariamente,
y sobre todo un hombre de esperanza.
En
el trato se distinguía por ser cercano, excelente
conversador, amigo de sus amigos y que nunca perdió el
sentido del humor, que veía como una forma de amor.
Quería a la Iglesia en su sentido más original de
koinonía, comunidad que pretende seguir a Jesús, pero no
infantilmente, sino como hijo adulto y crítico,
purificándola de la ganga que arrastra por los siglos;
semper reformanda, una Iglesia madre y santa, pero
también casta meretrix, como la llamaban los antiguos,
que necesita hijos rompedores y críticos como José
María.
Como profesor y pedagogo, dimensión que supo mantener
siempre, no sólo cuando enseñaba ética y ciencias
sociales, supo expresar su pensamiento sin pelos en la
lengua y sin miedo, pero al mismo tiempo con tolerancia,
respetando el pluralismo y el modo de pensar de los
demás; con rigor de pensamiento y coherencia entre lo
que ha dicho y lo que ha puesto en práctica toda su
vida.
Alegría era además un gran jesuita. Quiero subrayar esto
porque es verdad. Él estaba jurídicamente fuera de la
Compañía de Jesús, pero siguió viviendo hasta su muerte
como tal. Con un concepto dinámico de pertenencia, donde
los hombres y el amor hacia ellos es algo más importante
que la institución.
Paradójicamente, el padre Arrupe, antagonista en un
periodo muy a pesar de ambos, también ponía a la persona
por encima de lo institucional. De aquí que me haya
resultado apasionante seguir el obligado enfrentamiento
entre ellos –como biógrafo de los dos–, cuando en el
fondo estaban mucho más cerca de lo que parece.
“Lo que menos me gustaría es que Díez-Alegría dejara la
Compañía en tiempos del padre Arrupe”, le dijo el propio
general, que, presionado por Pablo VI, tuvo que
exclaustrarlo aunque, con rara dispensa: permitirle
hasta su muerte vivir en casas de la Compañía.
Y por último, Alegría fue un hombre que se adelantó a su
tiempo. Por eso Alegría nunca dejó de ser joven, porque
perforaba siempre los acontecimientos hasta tocar lo más
nuclear de la vida, aunque esto le costara aparecer como
inconformista y revolucionario. Esa valentía le permitió
convertirse en uno de esos hombres “bisagra” que
contribuyeron a que las puertas de este país y más en
concreto los creyentes se abrieran a la transición
democrática.
Por todo ello nadie puede negar que José María
Díez-Alegría ha sido al mismo tiempo valiente y
sencillo, creyente y crítico, rebelde y fiel, cordial y
contundente, afable y molesto, demoledor y constructivo,
anti institucional y eclesial, poeta e intelectual,
humorista y comprometido, no marxista y anti
antimarxista, obediente y desobediente, intelectual y
asequible, erudito y popular, maduro y enfant terrible,
no jesuita y jesuita (aunque sin papeles), y sobre todo
y en una palabra, un hombre bueno.
En
su obra se pronuncia contra un cristianismo
ontológico-cultual (es decir de misa y doctrina) y
defiende un cristianismo comprometido y profético.
“Yo hago ver cómo la esencia de la religión es el amor
al prójimo como sacramento del amor de Dios, el amor al
prójimo como dialéctica del espíritu de justicia”. En
ese sentido acepta que Marx puede ser un profeta: “Me ha
llevado a redescubrir a Jesucristo y el sentido de su
mensaje”, se atrevió a afirmar.
Critica en consecuencia la concepción de propiedad
privada tal como la ha defendido la Iglesia, y se apunta
a una esperanza histórica que se traduce en la lucha por
la justicia afirmando sin rodeos que el cristianismo tal
como se ha vivido hasta ahora es una religión falsa.
Ni
los padres de la Iglesia, ni siquiera la tradición
escolástica, según Alegría, defienden que la propiedad
privada sea un derecho natural. “Como dice San Juan
Crisóstomo, “el rico o es ladrón o heredero de ladrón”.
Por tanto la Iglesia, que ha traicionado a Jesús, no
debe empujar a decisiones políticas, sino predicar el
Evangelio y dejar libertad de elección al cristiano en
estas opciones.
Otro punto que escandalizó sobremanera fue su postura en
materia de moral sexual. Su frase “el celibato puede ser
una fábrica de locos” y “estoy a punto de cumplir
sesenta años y no he tenido ninguna aventura amorosa.
Tal vez se deba a que soy un poco estúpido en cuestiones
de mujeres”, pusieron los pelos de punta a los
bienpensantes de la época.
Calificará la postura de muchos moralistas católicos de
“totalitaria” por sus imposiciones. Defenderá un
celibato opcional para los sacerdotes de rito latino. En
fin un pensamiento que tiene resonancias especiales en
estos tiempos de “pederastia”: “Es una cosa para
volverse loco, porque la dimensión sexual es algo que
está en las entretelas del ser humano”.
Aunque en diversas ocasiones se manifiesta contra la
sexualidad como mera explotación o goce y defiende su
dignidad. Tampoco ve sentido a una fecundidad
indiscriminada: “No necesitamos muchos hijos, sino
verdaderos frutos y signos del amor”.
En otra cuestión de fresca actualidad fueron duras sus
palabras contra el neoliberalismo económico y el
economicismo puro y duro.
Respecto al terrorismo decía que “es intolerable; pero
para solucionarlo lo que hay que hacer es aumentar la
justicia”. Y añadía: “Estamos lejos de la verdadera paz.
La actual política armamentista es un escándalo”.
Pero sobre todo fue un gran hombre de fe. “Reafirmo que
mi fe en la resurrección se refiere con toda rotundidad
y con íntimo gozo a Jesús. Se refiere también con fuerza
a los pobres y marginados injustamente oprimidos”.
Cuando un día le pregunté si tenía miedo a la muerte, me
dijo: “No. Tengo esperanza de encontrarme con Dios. Pero
creo que mi vida ha tenido mucho sentido tal como es y
no me preocupa la muerte, incluso como puro descanso”.
¿Y si no te encuentras a Dios?, insistí. José María
respondió con una frase de un jesuita francés: “Pues me
honro en haber creído en Dios, pues si no existe,
debería existir”.
Hasta en su adiós, rodeado de jesuitas y gente del Pozo,
estuvieron presentes su fe, su piedad, su buen humor.
“No quiero llegar a los cien años, para que vengan a
verme como el mono de un circo”, decía.
El
superior de la casa de Alcalá donde falleció, Enrique
Climent, relató la visita del obispo de Alcalá, Reig Pla,
prelado no precisamente de su cuerda: “Visitó esta casa
y le llevé a la habitación de José María; el obispo tomó
sus manos y le saltaron las lágrimas cuando él le dijo:
Espero encontrarme pronto en la casa del Padre”.
En
esa confianza se nos fue: “Sabemos que Dios no tiene
manos, pero estamos en las manos de Dios”, había escrito
en su Credo, “porque su amor nos envuelve”.
Pedro Miguel Lamet S.J.
El Ciervo