LA UTOPÍA DEL REINO
Somos una
mezcla explosiva de realidad y utopía,
sueño de
futuro impreciso
en un
presente inacabado.
Utopía es
fijar la mirada en algo sin lugar. Posible o imposible,
realizable o irrealizable, pero no situable. Fuera de nuestro
mapa. El utópico vive junto a la locura.
El
evangelio es una utopía. La iglesia de Jesús es una utopía. La
tierra prometida es una utopía. El mundo en el que vivan juntos
corderos y lobos es una utopía. La eucaristía es alimento para
una utopía.
El
cristiano es un hombre que sueña, como Jesús, en la utopía.
Trabaja por la utopía, genera utopías, siembra utopías, aunque
acabe, con frecuencia, destrozado por la realidad.
Sin
utopías seríamos simples animales. Estamos condenados al hambre
de la perfección. Si un político no vive en la utopía, es un
mero comerciante. Si un cristiano no siente la herida de la
utopía es un simple pagano. Si un joven no es utópico es ya un
viejo. Si un viejo no es utópico es que ya está muerto.
La utopía:
he ahí una de las grandes raíces de la profunda insatisfacción
humana.
Con la
perspectiva de un Dios Padre, oteando desde la última colina,
esa tensión es soportable en la esperanza. Sin un Dios bueno,
allá al final, esto no hay quien lo aguante.
Estar
siempre en camino, estar haciéndose siempre. Ese
sueño de verse terminado, esa angustia de inestabilidad, esa
locura por lo absoluto es fuente de amargura, de miedo, del
ridículo humano.
Al buscar
desesperadamente dogmas, buscamos lo absoluto, anhelamos metas,
fingimos seguridades imposibles. A las que nos aferramos hoy, y
que nos convierten, al día siguiente, en payasos. Todo por
querer transformar la vulgar realidad en la utopía atrapada.
Esto
quiere decir que el conocimiento filosófico, ni el teológico,
ni siquiera el científico, han llegado, en nada, a ninguna
estación final. El hombre no lo sabe todo de algo. No ha
conquistado nada del todo. La raza humana no está en situación
de haber vencido, por completo, en ninguna de sus batallas. Los
dueños, ya sean religiosos, políticos, científicos o filósofos,
al absolutizar y dogmatizar sus conquistas, corren el riesgo de
que el tiempo se mofe de ellos.
Pero no
aprendemos. Vamos de triunfo en triunfo, de dogma en dogma hasta
la derrota final. Y es que nuestra situación, transida de
espacio y tiempo, es una mezcla explosiva de realidad y utopía,
sueño de futuro impreciso en un presente inacabado.
He ahí un
argumento definitivo para la humildad. El antídoto a cualquier
despotismo, papanatismo o vendedor ambulante de pócimas mágicas.
Caminar
con nuestra ignorancia y nuestra pobreza a cuestas nos hace más
humanos, más hermanos, más dialogantes, más abiertos al único
Absoluto.
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