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¿Iglesia guardería?

 

 

Hay dos tendencias muy claras: una iglesia que se mueve, camina, y quiere vivir por Espíritu. Otra que, sin negar el Espíritu -¡faltaría más!- se mueve y camina encorsetada por el Derecho Canónico.

 

La primera, iglesia del Espíritu, es muy peligrosa. Porque el Espíritu sopla por donde quiere, y sin avisar. El Espíritu, como el soplo del aire, es por definición, difícil de gobernar. Al Espíritu hay que encajonarlo en moldes sociales. Hay que situarlo en un organigrama más amplio. Una Iglesia sólo con el Espíritu, sería un desastre carismático.

 

Siempre hubo muchos intentos deseosos de dejarse llevar del Espíritu. Pero nadie encontró un termómetro para indicar claramente qué es el Espíritu, dónde está y a dónde lleva. Tras el estandarte del Espíritu pueden camuflarse ‘hippies’ de todo colorido, revolucionarios con ‘bazookas’ y vagos maleantes.

 

La segunda iglesia. En el otro extremo está la Iglesia organizada y gobernada por el llamado Derecho Canónico. ¡La Ley! La ley siempre está clara. La ley lo tiene todo pensado. La ley es universal. La ley es seguridad. Aunque no se diga porque resulta feo, la ley salva.

 

Entre esos dos extremos cada vez menos influyentes, crece una inmensa mayoría, cada vez más numerosa, que actuamos con un presunto sentido común evangélico. Es decir con libertad propia de hijos de Dios que desean actuar con Fe de adultos.

 

Fe que presupone honestidad consigo mismos, para evitar el auto engaño; respeto a los catecúmenos para no escandalizarlos; prudencia y astucia para evitar choques improductivos con los inspectores de la ley; y en continua apertura al Espíritu, conscientes de que Él nos irá guiando hacia la verdad total.

 

Debería quedar ya muy claro que una Iglesia dominada por la Ley, no es la iglesia de Jesús. Debería estar ya muy claro que Pedro no fue nunca, no debió ni debe ser nunca, seudónimo o sucedáneo de la Torá.

 

Y debería quedar también claro que el Espíritu no es insensato ni actúa al margen de la realidad humana.

 

Un ejemplo concreto.

 

El Concilio dio un paso transformador incorporando al gobierno de la Iglesia el concepto de colegialidad. Es decir, que el Espíritu actúa no sólo en Roma y desde Roma. Su voz grita como un gemido en toda la iglesia y, por tanto, para ser fiel al Espíritu hay que oír a toda la Iglesia, incluida Roma. Era quizá el mayor éxito del Concilio. De ahí que aquel pronunciamiento se acogiera con una atronadora ovación.

 

Un clamor de los obispos, sobre todo sudamericanos y tercer mundo fue el problema del celibato de los sacerdotes. Todos querían que se tratara este urgente y sangrante asunto por todo el Concilio. No se discutía el celibato de los religiosos, sino el celibato de los curas llamados seculares. El asunto era vital y masivo. Un anhelo universal proveniente de la iglesia, de toda la Iglesia.

 

Es preciso superar el espíritu jurídico de la ley del celibato y mostrar claramente su dimensión apostólica, como la definió san Pablo”. Así hablaba en el Aula conciliar, 18 de Nov 1964, Sergio Méndez Arceo, obispo de Cuernavaca (México)

 

Pues bien. Después de haber proclamado a los cuatro vientos la colegialidad, Pablo VI con miedo de niño, asustado por el poder de la Curia romana, pidió al secretario del Concilio, Cardenal Pericle Felici, que prohibiera se tratase el asunto del celibato. ¡Y no se trató!

 

Terminado el Concilio, el 24 de junio de 1967, sin consultar ni dialogar con los obispos, Pablo VI promulga una encíclica “Sacerdotalis caelibatus” defendiendo el celibato.

 

El concilio era la totalidad de la Iglesia reunida. En el Concilio se respiraba, a pesar de todo, el aire del Espíritu. En él se había proclamado la maravillosa inspiración de la colegialidad. Sin embargo, el papa y su curia (la nomenclatura) acallaron al Espíritu.

 

La obligación de crecer.

 

Los Concilios pasan, los Papas mueren, pero queda la Curia. Queda el sistema. Es decir, nadie puede con la nueva Torá: el poder establecido. Ahí radica el cáncer.

 

En consecuencia, nuestra anemia espiritual no puede esperar nada ni de la Curia, ni de los papas, ni de la Ley. Salir de nuestra anemia exige superar el infantilismo. Una iglesia de niños creyentes no es la iglesia de Jesús.

 

Nadie. ¡Oiga claro! No culpemos más a nadie por seguir siendo niños. Nosotros tenemos la obligación de crecer. Asumir el vértigo de ser adultos.

 

Prudentes, pero adultos. Hermanos respetuosos, pero adultos. Católicos, pero adultos. Somos nosotros los responsables de nosotros mismos. No es justo echar la culpa a los demás de nuestros infantilismos. Tirar las muletas y echar andar.

 

El poder querrá siempre que sigamos siendo niños. Desea y necesita tanto nuestra puerilidad que invoca a cualquier escritura, mal estudiada, para propagarla. E invocará al mismo Dios para que permanezcamos inmaduros. Es fácil manejar y manipular a los niños. ¡Que se lo pregunten al Escrivá de Balaguer!

 

La plenitud es nuestra meta. Nacimos para ser adultos, libres y responsables. La madurez es cosa nuestra. La madurez no es una pastilla que se traga. La madurez se consigue. Nadie te la regala ni te la concede.

 

Y la madurez en la fe es un riesgo que sólo nosotros tendremos que asumir. No es el último curso de una carrera. Se suda ejerciendo la libertad. Se la juega uno en el filo de muchas navajas. Pero es posible si somos honestos ante Dios y ante nuestra conciencia.

 

No exijamos tanto a Roma ni a nuestro Obispo. No esperemos tanto de Roma ni de nuestro Obispo. Seamos hombres, mujeres libres, adultos dispuestos a correr la aventura de creer y seguir a Jesús.

 

El Espíritu de Jesús nos irá guiando hacia la verdad toda”. “No temáis”

 

 

 

Luís Alemán