¿Por qué nos bautizamos?
Hola,
amigas, amigos:
El
próximo domingo celebramos los cristianos el bautismo de
Jesús, porque merece ser celebrado. Y es una buena
ocasión para preguntarnos: ¿por qué se bautizó Jesús y
por qué nos seguimos bautizando? Te ofrezco mis
reflexiones.
Jesús
se bautizó. Es un hecho históricamente seguro, y marcó
en su vida un antes y un después. Tenía unos treinta
años, y tomó una decisión determinante: dejó su aldea de
Nazaret, dejó su trabajo, dejó su familia, lo dejó todo
y se fue adonde Juan Bautista, a orillas del Jordán.
Acompañemos a Jesús camino del Jordán. Nos gustaría
penetrar en su interior y conocer sus motivos, sus
intenciones: ¿qué es lo que le empuja? ¿por qué se va?
¿qué piensa en su mente? ¿qué lleva en el corazón? De
todo eso, el Evangelio no nos dice directamente nada, no
colma nuestra curiosidad, pero sí que nos ofrece pistas,
indicios que nos permiten asomarnos a su intimidad. Y la
pista principal para conocer a Jesús en ese momento
crucial es justamente Juan Bautista. Miremos, pues, a
Juan.
Juan
fue un gran profeta. Como todos los profetas, intuía las
claves profundas de su tiempo y, en el corazón de su
tiempo, percibía la presencia callada y la promesa de
Dios. Como todos los profetas, tenía ojos penetrantes y
palabra incisiva. Era una época dura, como la nuestra:
la miseria de los campesinos y el yugo del imperio
romano eran crueles. Pero Juan veía más allá: veía que
no debían resignarse a llevar aquella carga como una
fatalidad, que la liberación era posible, que el aliento
vital de Dios era más fuerte que todas las fuerzas
opresivas, que había que renovar el corazón y el mundo,
que había que romper las cadenas y quemar en el fuego
todas las injusticias como se quema la paja.
E
invitaba apremiantemente a bautizarse en el Jordán: a
sumergirse en el agua y emerger del agua como signo del
corazón y del mundo nuevo.
Eso
era lo que proclamaba Juan, y eso fue lo que atrajo a
Jesús. El mensaje de Juan le llegó al corazón, y tanto
le llegó, que lo dejó todo y se fue adonde Juan, como
tantos otros, pidiéndole ser bautizado.
"Yo
también
-le
diría a Juan-,
yo también creo en el mundo nuevo de Dios, yo también
llevo un fuego dentro de mí, yo también he percibido el
espíritu bienhechor de Dios en el fondo de mi espíritu,
yo también he sentido el amor compasivo y poderoso de
Dios. Yo también llevo un sueño prendido en el corazón:
llevo tiempo soñando que desaparecerán todas las
injusticias y se aliviarán todos los sufrimientos,
fundiendo nuestras pobres manos con la dulce mano de
Dios. Yo también quiero ayudar al espíritu renovador de
Dios a renovar el mundo. Estoy dispuesto. Maestro,
bautízame".
Y
Juan lo introdujo en las humildes y benditas aguas del
Jordán. Y mientras se hundía y surgía en aquellas aguas,
Jesús se sintió profundamente conmovido, suavemente
ungido en su ser entero. Se le abrió el cielo en la
tierra, vislumbró el Espíritu cerniéndose enérgico y
amable sobre el universo, sintió su ser y a cada uno de
los seres enteramente envueltos en el amor de Dios. Y
salió del agua y respiró el aire de Dios a pleno pulmón.
Estaba preparado para el mundo nuevo.
Eso
fue lo esencial en el bautismo de Jesús. Luego se
complicaron mucho las cosas, las complicamos mucho. Se
relacionó el bautismo con el pecado y el pecado con la
culpa y la culpa con el perdón. El mismo Juan Bautista
bautizaba para el perdón de los pecados, razón por la
cual a los primeros cristianos les costó tanto
comprender y aceptar el bautismo de Jesús: si él no
tenía culpa alguna, ¿cómo así recibió el bautismo de
Juan que era para el perdón de los pecados?
Creo
que es una pregunta mal hecha, una pregunta formulada
desde una estrecha perspectiva moralista del pecado, de
la culpa y el perdón. A Jesús, en cambio, le traía sin
cuidado si era pecador y culpable o no lo era, o si el
bautismo era para el perdón o no lo era. A Jesús no le
importaba el pecado, sino el sufrimiento del pueblo; no
le importaba la culpa, sino el daño que nos hacemos unos
a otros queriéndolo o sin querer; Jesús no veía que Dios
tuviese nada que perdonar a nadie, como si fuera un juez
arbitrario o un señor ofendido. Jesús veía más bien que
Dios quería renovarlo y liberarlo todo, el corazón y el
mundo, con su aliento amoroso. Y es lo que significan
las aguas del bautismo.
Pero
en el s. V, la autoridad de Agustín impuso el dogma del
pecado original, y ligó el bautismo con dicho pecado
original, y todo se enredó aun mucho más. San Agustín
enseñó que todos nacemos culpables, enemigos de Dios,
condenados al infierno, y que, gracias al bautismo, Dios
nos perdona y nos hace hijas e hijos suyos. Jesús no
creía tal cosa, ni hoy resulta en modo alguno creíble.
No, no nacimos culpables, sino que nacimos en un mundo
lleno de limitaciones y heridas, y aquí seguimos
viviendo, incapaces de hacer el bien que quisiéramos y
muy capaces de causarnos unos a otros heridas que no
quisiéramos.
¡Y
cuán terribles son las heridas del mundo! Miremos a los
que mueren de hambre, miremos a los inmigrantes. ¿Por
qué nos bautizamos, pues? No nos bautizamos porque
seamos culpables desde el origen, sino porque somos
amados desde el origen y porque creemos en la gracia
original. No somos hijas e hijos de Dios porque nos
bautizamos, sino que nos bautizamos porque somos hijas e
hijos de Dios.
Nos
bautizamos porque creemos que el bien es más originario
que el mal, y porque queremos renovar el mundo en la
bondad originaria de Dios. Nos bautizamos porque creemos
en la bondad del ser humano, y esperamos un mundo mejor.
Nos bautizamos porque esta crisis económica que
padecemos la queremos resolver no desde el interés de
los más ricos sino desde el interés de los más pobres, y
porque queremos dar una salida diferente al angustioso
problema de los inmigrantes, porque no queremos que haya
ningún imperio en el mundo.
Nos
bautizamos porque creemos que todos podemos ser hermanas
y hermanos, y porque queremos que la Iglesia de Jesús
sea hogar y signo de la fraternidad universal.
En
esa fe y en esa esperanza se bautizó Jesús, y en la fe y
la esperanza de Jesús estamos bautizados nosotros, en
las aguas de la gracia original. Y prometimos y
prometemos que queremos ser en el mundo sacramento de la
gracia original, como Jesús.
José Arregi
Para orar
Bendito seas, Señor,
por
el agua de la fuente,
alegre y humilde canción de tu creación viviente;
tu
Espíritu, agua viva e interior, canta en mí:
"Yo
soy la Ternura de Dios, que crea al hombre
e
inventa el futuro de la tierra".
Bendito seas, Señor, por las aguas del Jordán,
que
relatan con su rumor el Éxodo, la Alianza
y la
entrada de tu pueblo amado en la Tierra prometida;
tu
Espíritu, guía de nuestras pascuas, canta en mí:
"Yo
soy la Nube de fuego
que
ilumina la ruta de los peregrinos".
Bendito seas, Señor, por las aguas de Caná,
que
anuncian la pasión de Jesucristo,
las
Bodas de tu Hijo que desposa a nuestra tierra;
tu
Espíritu, fuente de la verdadera alegría, canta en mí:
"Yo
soy el vino nuevo del festín del Reino".
Bendito seas, Señor,
por
el agua que brotó del costado
de tu
Hijo clavado en la cruz;
tu
Espíritu, fuerza de la humildad, canta en mí:
"Yo
soy la Herida que salva al hombre que cree".
Bendito seas, Señor,
por
las aguas del pozo de Jacob
y por
todas las aguas que brotan de la roca
en
nuestros desiertos;
tu
Espíritu, aliento del universo, canta en mí:
"Yo
soy el Agua viva que aplaca vuestra sed".
Bendito seas, Señor,
por
las aguas de mi bautismo,
por
las que me sumergiste en las aguas
de la
muerte de Jesucristo
para
resucitarme y vivir para siempre con él;
tu
Espíritu, Pentecostés de fuego, canta en mí:
"Yo
soy la Vida eterna de los hombres
que
renacen para la nueva Tierra"
Michel
Hubaut, franciscano