Desconcertante y bendita Simone Weil
Hola amigas y amigos:
El pasado 3 de febrero se cumplieron cien años [101 en 2010]
del nacimiento de Simone Weil, una de las grandes mujeres
del siglo XX, compañera de clase de otra gran Simone, la de
Beauvoir (ésta era la segunda de la clase; aquélla, la
primera).
Es una figura imposible de clasificar: profesora de
filosofía y obrera de fábrica, pensadora de gran talla y
peón del campo, intelectual escritora y sindicalista
marxista, pacifista y brigadista voluntaria en la guerra
civil española (hasta que, de pura torpe, el aceite
hirviendo de una sartén le quemó la pierna y tuvo que ser
repatriada)... Y mística. Profundamente mística, pero sin
religión alguna. Bueno, sí, enteramente identificada con el
cristianismo, pero sin iglesia ni bautismo. Todo ello a la
vez.
Y todo ello en una vida bien breve, pues murió a los 34 años
en Londres, en 1942, por negarse a comer más de lo que
comían sus compatriotas franceses en la zona ocupada por los
nazis. En pocos años consumió su vida, o la consumó. Una
palabra la define: solidaridad. Solidaridad con los últimos
hasta el extremo. Es una inmensa santa laica que no necesita
canonización.
Había nacido en París en 1909, en una familia judía
burguesa. Fue educada "en el más absoluto agnosticismo",
según escribe ella misma. Pero no fue malo ese agnosticismo
para su mística.
Era extraordinariamente inteligente. A los 21 años ya es
catedrática de Filosofía en el instituto de Le Puy, pero
combina la enseñanza con la lucha sindical. Las noches las
dedica a leer y escribir. Distribuye su salario entre los
parados, quedándose únicamente con el equivalente al
subsidio mínimo de paro, una miseria en aquel tiempo (mucho
más que en el nuestro).
Pero quiere compartir la suerte de los más desdichados, y
deja el instituto para trabajar en una fábrica como peón
fresador. Allí se siente esclava entre esclavos. Desde
entonces, dice, "me he considerado siempre como esclava".
Sufría fortísimos dolores de cabeza que a veces le impedían
el trabajo intelectual, y llegó a pensar en quitarse la
vida. No quería vivir si no podía ayudar.
Con "el alma y el cuerpo en pedazos", debe dejar la fábrica
y volver a la enseñanza. Pero antes hace un viaje a Portugal
con sus padres, para recuperarse. Allí, en un miserable
pueblecito de pescadores que cantan su dolor y su fe durante
una procesión, se le hace patente, como una revelación: el
cristianismo es la "religión de los esclavos", la religión
de los últimos.
"La desdicha de los otros entró en mi carne y en mi alma",
escribirá en su breve autobiografía. En otro escrito dirá: "Amar
a alguien es preguntarle: ¿qué te duele?".
Un instinto poderoso, sublime y oscuro a la vez, la empujaba
a compartir todas las desdichas. Ella quiere ser la última,
la más desdichada.
Bien a su pesar, tuvo que dejar la Francia ocupada y
embarcarse para Nueva York, a donde ya habían huido sus
padres. Era el 1942, tenía 33 años. Poco antes de embarcar,
escribe a su amigo sacerdote J.M. Perrin: "Lo que yo llamo
buen puerto, como usted sabe, es la cruz".
No pudo soportar la comodidad de Nueva York, mientras su
país se extenuaba bajo la ocupación y el hambre (de todos
modos, "si se hubiera quedado en los EEUU, probablemente se
hubiera hecho negra", comentó luego una amiga). Viaja, pues,
a Londres, pensando en volver a su país. Quería ser lanzada
en paracaídas en plena zona ocupada de Francia, para
compartir la lucha y el destino de los suyos. Pero no pudo
ser, y unos meses después moría en Londres, de tuberculosis
e inanición solidaria.
Un irresistible impulso le atrajo siempre al campo de los
vencidos. "Cuantas veces pienso en la crucifixión de Cristo,
cometo el pecado de envidia", afirma en su autobiografía, y
se lo debemos creer, aunque no le podamos entender. Ella era
así.
¿Era masoquista? Hay quien lo ha apuntado. La psicología de
Simone Weil debía de ser, ciertamente compleja, y no carente
de sombras. Pero, si uno se mira, se extraña bien poco, y la
quiere más, y uno mismo se quiere más.
"Queridísima e irritante Simone" la llamó José Jiménez
Lozano. Su figura no resulta muy seductora. Impresiona, pero
tal vez no atrae, al menos de primeras. Es fácil admirarla,
no lo es tanto quererla. ¿Será porque no se dejó querer
suficientemente, ni supo quererse, ni gustó de caricias?
Sin meterme a psicólogo, me gustaría que su extraordinaria
inteligencia fuera más dulce, su radicalidad más humana, su
lucidez más flexible. Pero la grandeza no consiste en ser
perfectos, sino en modelar una humilde obra con esta humilde
arcilla que somos. Simone hizo una gran obra con su barro
herido.
Para ello tuvo su secreto, que nunca ocultó. Su secreto fue
Jesús de Nazaret, el hermano herido. Fue el amor inspirador
de Simone Weil.
Lo descubrió a los 27 años en Portugal, en aquella procesión
de pescadoras y pescadores miserables.
Lo descubrió a los 28 años en Asís, en la Porciúncula de
Francisco, el Poverello, mucho más jovial y luminoso éste,
pero igualmente enamorado de Jesús pobre y crucificado.
"En 1937 pasé en Asís dos días maravillosos. Allí, sola en
la pequeña capilla románica del s. XII de Santa María degli
Angeli, incomparable maravilla de pureza, donde tan a menudo
rezó san Francisco, algo más fuerte que yo me obligó, por
vez primera en mi vida, a ponerme de rodillas".
Lo descubrió un año más tarde, durante sus estancia de diez
días en el monasterio de Solesmes, mientras seguía los
oficios de semana santa, entre intensos dolores de cabeza
("cada sonido me dañaba como si fuera un golpe"), haciendo
extremos esfuerzos de atención para abstraerse de su dolor y
"encontrar una alegría pura y perfecta en la insólita
belleza del canto y las palabras".
"En el transcurso de estos oficios, el pensamiento de la
pasión de Cristo entró dentro de mí de una vez para
siempre".
Y lo descubrió, sobre todo, unes meses después, mientras
recitaba el poema Love (Amor), de George Herbert, uno
de los poetas metafísicos ingleses del s. XVII de los que
había tenido noticia en Solesmes gracias a un joven católico
inglés; había aprendido de memoria ese poema y solía
recitarlo durante sus agudas crisis de jaqueca; lo hacía por
estética y como terapia de atención: "poniendo en él toda mi
atención y abriendo mi alma a la ternura que encierra". Pues
bien: "Fue en el curso de una de esas recitaciones cuando
Cristo mismo descendió y me tomó". Era noviembre de 1938.
Su amor por Jesús era profundo y sin fisura, como todo en
ella. Pero su cristología no era muy ortodoxa que se diga.
Le gustaba llamar Krishna a Jesús. Diónysos y Osiris eran
también para ella "en cierto sentido el propio Cristo".
Escribe: "Cada vez que un hombre de corazón puro ha invocado
a Osiris, Diónysos, Krishna, Buda, el Tao, etc., el Hijo de
Dios ha respondido enviándole el Espíritu Santo".
Nunca renunció a pensar de manera libre. No le importaron
los dogmas. Y nunca quiso ser bautizada. ¿Y por qué? Porque
quería seguir siendo ella, seguir siendo libre, seguir
siendo fiel a Cristo. Se sentía absolutamente cristiana, eso
sí, discípula y amiga de Jesús, pero la Iglesia no era para
ella cristianismo encarnado, sino un sistema totalitario.
Y, entre todos los obstáculos que impedían a la Iglesia
encarnar el cristianismo, había "un obstáculo absolutamente
infranqueable", a saber, estas dos palabras que la Iglesia
usaba entonces y sigue usando: anathema sit (la
fórmula de condena con la que terminan las definiciones
dogmáticas: "El que lo niegue, sea anatema").
Ella prefería ser anatema con todos los anatematizados que
pertenecer a una Iglesia que anatematiza. Por eso no se
bautizó (aunque hay quien sostiene que una amiga que le
acompañaba en el hospital la bautizó con el agua del grifo
poco antes de morir). Estaba convencida de que Dios le
prohibía bautizarse y entrar en la Iglesia, y ella siempre
puso en obra todas sus convicciones y nunca hizo nada en
contra de su convicción.
Se dice que Pablo VI la hubiera canonizado gustosamente si
hubiera sido bautizada: ¿no debió canonizarla también,
precisamente, por no haberse querido bautizar, por haber
sido hasta el fin fiel a sí misma y a Dios?
Santa Simone, desconcertante y bendita, camina con nosotros,
aunque nos sea imposible caminar contigo.
José Arregi
Para orar
El poema
"Love" que recitaba Simone Weil
El Amor me acogió, mas mi alma se apartaba,
culpable de polvo y de pecado.
Pero el Amor que todo lo ve, observando
mi entrada vacilante,
se acercó hasta mí, preguntándome con dulzura:
"¿Hay algo que eches en falta?"
"Un invitado
-
respondí-
digno de encontrarse aquí".
"Tú serás ese invitado", dijo el Amor.
"¿Yo, el malvado, el ingrato? ¡Ah, mi amado,
si no puedo mirarte!"
El amor tomó mi mano y replicó sonriente:
"¿Quién ha hecho esos ojos sino yo?"
"Es cierto, Señor, pero yo los ensucié; deja que mi
vergüenza
vaya donde se merece".
"¿Y no sabes
-
dijo el Amor-
quién ha tomado sobre sí la culpa?"
"¡Mi Amado! Entonces, podré quedarme..."
"Siéntate
-
dijo el Amor-
y degusta mis manjares".
Así que me senté y comí.
George Herbert