MÚSICA DE RÉQUIEM POR COMAYAGUA
Todavía
hoy oímos los gritos de los prisioneros atrapados por
las llamas, o quizás no lo escuchemos ya, silenciados
por nuestras ajetreadas vidas en mil cosas mucho más
importantes que el dolor que creemos merecido de los que
pagan una condena.
“Están
ahí por algo”. Sí, están ahí porque quizás ya nacieron
para eso, o quizás no haya ninguna diferencia entre
ellos y nosotros salvo “aquel día”, “aquel error”,
“aquella decisión mal tomada”, “la mala suerte”… Nuestra
fragilidad, esa que nos constituye, la mostramos todos
sin remedio en uno u otro momento de la vida, solo que
en alguno, la fragilidad se paga a un precio muy
elevado.
Hay
quienes estornudan más fuerte y se les escucha más y
todos giramos la cabeza para mirarlos, como si nosotros
no lo hiciéramos habitualmente. Son los pobladores de
tantas prisiones del mundo. Ellos hacen evidente el
fracaso de nuestra justicia, de nuestros mecanismos
sociales con los delincuentes, hasta de nuestra cordura,
incluso de nuestra conciencia.
Esta
semana pasada ponían en libertad a un español que ha
pasado más de cuarenta años entre rejas sin cometer
delitos de sangre (y aunque los hubiera cometido). Entró
en prisión con veintitantos y ha salido con más de
sesenta. ¿Alguien puede justificarme ese disparate? ¡Qué
digo, disparate!, ese sinsentido, ese fracaso. ¿Qué ha
hecho más de cuarenta años en prisión? ¿Se ha
rehabilitado? ¿Ha aprendido a ser mejor? ¿Ha ganado en
calidad humana? ¿Está más capacitado para vivir en
sociedad? ¿Ha generado beneficios de algún tipo?
Qué
irónico que los medios de comunicación lo den como
noticia, como si hubiera aparecido en el cielo un ave
exótica. Deberían maquillarlo como hacen con los
escándalos de “la gente guapa” o rica o real, para que
no se enterara la ciudadanía de que el sistema
penitenciario es un fraude. Sí, fraude, porque lo
pagamos entre todos y nos sale carísimo y no sirve para
nada más que para encerrar el dolor: no remedia ni eso.
Es el
dinero peor gastado, más desaprovechado, que menos
beneficios aporta a la sociedad, a ellos mismos o a sus
familiares. Si ese dinero generara trabajo de forma
habitual en los centros penitenciarios, aprender un
oficio, plantar árboles, un huerto… hacer algo. Pero no,
el castigo es la ociosidad absoluta; el privilegio, el
trabajo para una mínima minoría a quienes permiten hacer
algo, algún taller, alguna manualidad.
Así es
también en Honduras y mucho peor, como en tantos otros
muchos países en los que las cárceles añaden al absurdo
de su existencia las crueldades del subdesarrollo: el
hacinamiento, las bandas, las mafias, las extorsiones,
los abusos, la crueldad, el olvido, la desesperanza y
hasta el inmovilismo cuando se da un incendio.
Hablan de
más de trescientos muertos y no se mencionan a los
heridos. ¡Cuánto dolor! ¡Qué larga tuvo que ser su
agonía hasta que llegó la muerte! ¡Cuánto desconsuelo
para sus familiares!
El cielo
se llenó de luto y sólo Dios ha sido capaz de enjugar
las lágrimas que derramarían, de curar las llagas, de
poner rostro a los cadáveres calcinados y recordar los
nombres uno a uno de los que pronto olvidaremos, de
tomarlos en sus brazos con cuidado y ternura, y
acompañar sus muertes habiendo acompañado cada momento
de sus pobres vidas.
No puede
ser cierta tanta desventura, ha de haber Uno que dé
sentido a tanto sinsentido y que cure las lepras de hoy
como hizo con las de antaño, ha de ser más grande la
misericordia y el amor que tanto dolor para tantos que
quedan en los márgenes de nuestra historia. No podemos
olvidar que quizás una cuarta parte de la humanidad
estamos creando la desestructura que genera el desastre
en los otros cuartos restantes y nos horrorizamos de las
salpicaduras de la crisis que nos llega y que ellos
están hartos de aguantar.
La
oscuridad y el silencio de la noche de Comayagua
volvieron a ser como en el Gólgota los testigos más
fieles de los ajusticiados. La tierra tembló de
desconsuelo como antes lo hiciera y las mujeres fueron
las que se agolparon junto a las rejas, como las otras
mujeres junto a la cruz. Solo la noche guarda sus gritos
a Dios, a todos nosotros.
Quizás es
que el periodo de gestación de los humanos es demasiado
corto y no da para que terminemos de ser aquello a lo
que estamos llamados. Tal vez necesitemos los 22 meses
de gestación de los elefantes para no herirnos entre si
o herir a la tierra como hacemos con tanta frecuencia.
Matilde
Gastalver