Carta a mi Obispo Antonio María Rouco
Madrid, 11 de abril de 2007
Muy Sr. mío:
Con el corazón de pascua, pero algo agitada porque
últimamente mis amigos ateos están muy interesados
en los “ecos de sociedad” de nuestra Iglesia y también porque,
como usted, ando preocupada por la marcha de nuestra
familia religiosa, le comparto algunos de mis
temores.
Soy de la generación que conocí a un Dios lejano,
controlado por los expertos, que manipulaba
conciencias, atemorizaba al personal y nos dividía
en buenos y malos. Ese Dios que olía a incienso, a
confesionario, a reclinatorio, a oscurantismo, a
indulgencias, a velo y devocionario, a lejanía, a
ojo controlador, a sacrificios para conseguir la
santidad y a convertir el cuerpo y al sexo opuesto
en enemigo mortal.
Más tarde tuve la suerte de descubrir al Dios de
Jesús, sencillo, sin oropeles ni distancias, que
llamaba a unos a dejarlo todo y a seguirle, en la
vida religiosa y a otros a seguirle en la vida
familiar, pero que invitaba a todos a la igualdad, a
la fraternidad y a la felicidad. Este Dios que nos
unía, se volvía cercano, rompía distancias, púlpitos
y oropeles democratizaba la vida y nos puso en
marcha hacia la construcción del Reino de Dios, es
decir, la gran familia humana.
Toda mi juventud estuvo dinamizada por ese Espíritu
de Dios que nos invitaba a ser luz del mundo y sal
de la tierra y nos impulsaba a ser adultos, maduros
y a vivir la pasión por la Vida en abundancia, con
una preferencia clara por los pobres y los
necesitados.
Todo esto lo íbamos descubriendo junto a “curas y
monjas” que habían hecho una opción radical por
entregar su vida a Dios y nos contagiábamos juntos
del estilo de vivir de Jesús, de la vivencia de la
oración y la celebración en nuestras vidas, como
alimento fundamental para mantenernos coherentes y
creyentes.
Formábamos comunidades y dinamizábamos las
parroquias y los barrios, nos comprometíamos en la
vida pastoral y social y aprendimos a tratar a Dios
de tú y a sentirnos personas habitadas, en vez de
hablarle de vuecencia y de adorarle en los altares.
Procurábamos que donde estuviéramos hiciéramos
presente a Dios y que en los demás también le
viéramos a El.
El Concilio Vaticano II fue el motor de este cambio
que veíamos coincidía absolutamente con el mensaje
del evangelio, por lo que fueron tiempos de ilusión,
de aseguramiento en la fe, de opciones y compromisos
fuertes con la iglesia y con la sociedad. En el
trabajo, en el ocio y en el entorno procuramos ser
levadura en la masa y ayudar a la gente a
apasionarse por Jesús y su mensaje y a sentir a Dios
como el motor de sus vidas. En nuestras familias se
vivió la fe con pasión, siempre acompañados por esos
religiosos que caminaban con nosotros al unísono, en
igualdad y cercanía, enriqueciéndonos mutuamente
social y espiritualmente.
Nuestros hijos gozaron el privilegio de una fe
fuerte, compartida con la comunidad cristiana,
celebrada y orada en la parroquia, con unas
catequesis cuidadas, (no recuerdo si eran
homologadas o no), vividas de forma que los adultos
fuéramos contando a los niños y jóvenes lo que
representaba Dios en nuestra vida, como tesoro y
como fermento y así han ido pasando los años.
Estos chicos se han ido haciendo mayores y resulta
que la iglesia que les queda no les sirve porque han
desaparecido los aires frescos de aquel concilio y
han resucitado los sagrarios dorados, los barrotes
alrededor del altar, las genuflexiones, las
exposiciones del Santísimo, las palabras
complicadas, la lejanía de los “sacerdotes”, (que
vuelven a vestirse distintos y a gustar ser tratados
de usted), los PERDONAATUPUEBLO-SEÑOR, ese que está
eternamente enojado y que nada tiene que ver con el
Padre del hijo pródigo…
Y
no les sirve, ni nos sirve esta iglesia, porque no
coincide con el Jesús del evangelio, ese que se
juntaba con todo tipo de gente, que era un hombre
normal y corriente, que sólo se diferenciaba en su
manera de amar, que se acercaba a los distintos, que
celebró una cena con sus amigos, y así les enseñó
cómo había que tratarse; porque comer juntos es
señal de igualdad y de cercanía. Además, les
demostró cómo tenían que servir a los demás,
lavándoles los pies, para que quedara bien claro
que, el que quiera ser el primero, no tenga que ser
el que más títulos tenga, ni más efectos especiales
lleve puestos, ni marque más distancias…
Porque Jesús hablaba el lenguaje de los sencillos y
le entendía todo el mundo, utilizando parábolas, que
es lo que comprenden los niños y los adultos y no
hay que tener estudios para acoger su mensaje, pero
en cambio cuando en nuestra sociedad se oye hablar a
mi iglesia, utiliza palabras frías, doctas,
condenatorias, lejanas y sus modos son principescos,
con exceso de pompa y glamour y eso le aleja de la
gente sencilla, de los que buscan a Dios Padre, ese
que nos quiere a todos como somos, que tiene un gran
sueño para cada ser humano, sea pecador o no,
frecuente su compañía o le desconozca, disfrute de
saberse habitado o no haya oído en la vida hablar de
El.
Yo estoy, igual que usted, el pastor del rebaño al
que pertenezco, preocupada por las ovejas alejadas,
por las que no conocen a Dios, por las que le buscan
en todos los sucedáneos y por las que creen que El
es alguien que sólo quiere pillarnos en falta, nos
infantiliza y nos convierte en borregos que no
piensan.
Yo también siento dolor por los que creen que a Dios
hay que hacerle como a mi Caja de Ahorros, que si le
presto dinero, me regala un juego de sartenes… y por
eso le repiten rutinariamente palabras para atesorar
méritos, sin saber que Dios solo es una gran
historia de amor gratuito, pronunciada en individual
y en general, un Amor que nos envuelve a todos y nos
dinamiza para ser cada uno el mejor ser humano
posible y además hermano de todos los demás;
simplemente eso, sin tener que adorarle en estatuas,
ni comprarle con oraciones prefabricadas que se
convierten en beneficios posteriores.
Yo le propongo, como oveja de su rebaño, que nos
deje a las 99, que estamos seguras y salga corriendo
a buscar a la que está perdida, a la que anda por
ahí creyendo que Dios está en los ídolos del dinero,
el trabajo, el poder, el prestigio o el “que siempre
se ha hecho así”… También podría organizarnos y
darnos pistas a las ovejas para que, con
misericordia infinita, sepamos acoger a la perdida,
a la preferida de Dios, a la que sufre, de forma que
nunca condenemos a los que viven de forma diferente,
como los separados, los homosexuales, los “recasados”,
los…
No nos conocemos, aunque le nombro a usted con mucha
frecuencia, cada vez que pedimos en las eucaristías
por nuestro obispo Antonio María, y entonces
aprovecho para decirle a Dios que abra sus ojos de
buen pastor, para que vea con empatía a sus ovejas
del año 2007, como son y como sienten, diferentes a
las de generaciones anteriores, para que no les eche
la bronca, cual madrastra regañona, sino que le haga
brotar ternura y comprensión para hablarles como la
madre que acoge a todos sus hijos, pero, de reojo,
presta más atención a los más pachuchos.
Sé que andan las altas jerarquías trajinando con el
tema de si se comulgó con rosquillas o si se celebró
en vaqueros. Yo no sé muy bien cómo iría vestido
Jesús en la última cena, pero seguro que El no le
dio mucha importancia… se fijaba en otros detalles,…
ni siquiera en si el pan era de trigo o no, porque
entonces no podía tener amigos celiacos, ya que aún
no se había descubierto la alergia al gluten pero,
estoy segura de que, si El anduviera camuflado en
sus reuniones, minimizaría esas pequeñas cosas que
se han producido en un barrio en el que se celebra
la fe entre pobres y marginados y pondría más
énfasis en frenar el conservadurismo que se ha
despertado, la recuperación de oros, pompas y
rutinas litúrgicas, la vuelta a canciones obsoletas,
que hoy no dicen nada, la rigidez de formas que
alejan y aburren a tantas personas.
El nos haría ser sensibles a la trágica indiferencia
religiosa que estamos provocando y a la huída de los
que no encuentran su sitio entre nosotros, para que
generosamente saliéramos a su encuentro a llevarles
la buena noticia liberadora y plenificante de
saberse hijos de Dios, amados hasta el extremo.
Aunque siento pudor al escribirle esta carta, lo
hago desde el sentido de la responsabilidad, porque
me siento iglesia y porque creo que es algo que
vamos construyendo entre todos, con la ayuda de
Dios, que va trabajando en lo secreto y ha
conseguido que después de dos mil años sigamos
sintiéndonos sus hijos.
Desde hoy oraré con más cariño por su tarea
pastoral, con el deseo de que unos y otros
aprovechemos las dificultades para crecer, sin
perder energía en resentimientos ni reproches sino
dejando fluir la positividad, la bondad y el
espíritu conciliador de Jesús que nos impulsa a
aportar cada uno lo mejor que tengamos para
construir esta familia de los hijos de Dios.
Un saludo
Mari Patxi Ayerra,
una cristiana de Madrid
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