Cristofobia episcopal
El cardenal Cañizares en su calidad de arzobispo de Toledo
y primado de España, posición reforzada con su nombramiento
como presidente de la Congregación del Culto Divino y de la
Disciplina de los Sacramen-tos, ha hecho un rotundo
diagnóstico sobre nuestra sociedad: “Está muy enferma”.
¿Síntomas? Dos concretos: el rechazo de la Mesa del Congreso
a colocar una placa de la Madre Maravillas, elevada a los
altares por Juan Pablo II, en el Congreso de los Diputados,
y la sentencia que ordena la retirada de los crucifijos del
colegio público Macías Picabea, de Valladolid. ¿Nombre de la
enfermedad? “Cristofobia, que, en definitiva, es odio a sí
mismo”.
Desconozco qué pensarán los politólogos, sociólogos y
psicólogos sociales de semejante diagnóstico. Sospecho que
no lo van a compartir. Yo me distancio totalmente de él
apoyándome en testimonios no precisamente apologéticos del
cristianismo. En el entorno intelectual, cultural y social
en que me muevo, no percibo por ninguna parte la citada
cristofobia. Más bien lo contrario: Jesús de Nazaret se
salva de todas las críticas dirigidas a las religiones e
incluso a Dios.
De él nadie habla mal. Hasta los más encarnizados enemigos
del cristianismo muestran aprecio, reconocimiento y respeto
hacia su persona. ¿Un ejemplo? El filósofo Federico
Nietzsche, que define al Nazareno como “espíritu libre”, que
“cree únicamente en la vida y en lo viviente” y “se halla
fuera de toda metafísica, religión, historia o ciencia”, se
rebela contra todo privilegio, no acepta diferencias entre
nativos y foráneos y defiende derechos iguales para todas
las personas.
Creyentes de las diferentes religiones y no creyentes de
las distintas ideologías coinciden en reconocer su talla
humana, sus valores éticos, su compromiso con los excluidos
y su enseñanza, al tiempo que establecen una clara
diferencia entre él y los cristianos o el clero.
El consenso es total. Gandhi elogia el Sermón de la Montaña
y dice que ejerció en él “la misma fascinación que la
Bagavadgita”, pero distingue entre Cristo y los cristianos:
“Me gusta Cristo, no los cristianos”.
De ese parecer es Einstein, crítico de la religión y
respetuoso con la doctrina de Jesús de Nazaret: “Si se
separan del cristianismo tal como lo enseñaba Jesucristo
todas las adiciones posteriores, en especial las del clero,
nos quedaríamos con una doctrina capaz de curar a la
humanidad de todos sus males sociales”.
La radical humanidad, sinceridad y verdad de Jesús,
liberada de los dogmas, es lo que más atrae a cristianos y
no cristianos. Jesús es “lo más selecto de la humanidad”,
para el heterodoxo Loisy; “el colmo de la sinceridad y de la
verdad”, para el renacentista Erasmo de Rotterdam.
Pasolini dice no creer que Cristo sea Hijo de Dios, pero
afirma que “en Él la humanidad es tan alta, vigorosa, ideal,
que llega más allá de los términos habituales de lo humano”.
Tampoco Camus cree en la resurrección, pero, dice, “no
ocultaré la emoción que siento ante Cristo y su enseñanza”.
Recuerda cómo Jesús perdona a la mujer “pecadora” y le
contrapone a los dirigentes religiosos de ayer y de hoy que
no absuelven a nadie.
Los ilustrados de ayer y de hoy reconocen a Jesús de
Nazaret como “maestro de moral”, interpretan el reino de
Dios predicado por él como revolución moral y “perfecta
república de los espíritus” (Leibniz),
identifican al cristianismo como religión del prójimo y del
corazón y creen que su núcleo es la ética del amor. Sirva el
testimonio de Johann W. Goethe: “Me inclino ante Jesucristo
como la revelación divina del principio supremo de
moralidad”.
El Jesús del romanticismo es, en expresión luminosa de René
Wellek, “el poeta del espíritu” y su vida “el más
maravilloso de los poemas” (Oscar Wilde).
¿Y la retirada de los crucifijos y la negativa
parlamentaria a colocar la placa de Santa Maravillas en el
edificio del Congreso de los Diputados? Me parecen dos
medidas que van en la buena dirección hacia el Estado laico
y que nada tienen de cristofobia.
Si algún síntoma de dicha enfermedad hubiere hoy habría que
buscarlo en la propia jerarquía eclesiástica con sus
reiteradas condenas contra libros que presentan una imagen
de Cristo más creíble y cercana al Jesús de los Evangelios.
Con esas censuras los obispos están condenando al Cristo
liberador.
Juan
José Tamayo