Los estigmas de la Iglesia
Va siendo tiempo de que la Iglesia católica se sacuda sus
ancestrales polillas, se comporte como un ente realmente
moral, y tire por la borda algunos de sus más caros errores
y un número significativo de nefastos desatinos.
En primer lugar, debe hacerlo a la luz de ciertas
aberraciones históricas cometidas, tales como los miles de
crímenes impunemente perpetrados en España y en América por
la “Santa” Inquisición en nombre de la fe.
Los desmentidos que tanto la ciencia como el más elemental
humanismo han hecho de algunos de sus dogmas más retrógrados
es otra área gris en donde la Iglesia haría bien en permitir
que entren la luz y un poco de aire puro. Me refiero no sólo
a la pastoril anécdota del Jardín del Edén en la que se basa
toda la fábula creacionista, sino, más concretamente, a la
supuesta “infalibilidad del Papa”: ¿Cuántas veces no se han
equivocado los Papas, tanto en materia teológica –que a
menudo no es más que una construcción humana– como en
asuntos terrenales? Recordemos sólo el tristemente célebre
caso de Galileo, quien tuvo que abjurar de su sabiduría por
salvar la vida durante la Inquisición.
También son gravísimos desaciertos el impedimento de
matrimonio para los sacerdotes; el estigma insostenible
contra el divorcio por más que éste se realice por causas
ineludibles y por tanto justificables; la absurda
prohibición del uso de preservativos en las relaciones
sexuales; y la prohibición a ultranza, sin discusión, del
aborto y la eutanasia.
Los católicos del mundo ya estamos hartos de tanta
irracionalidad e intolerancia que no miden consecuencias al
observar con ojos miopes la inmensidad del bosque de la
humanidad por estar contemplando la supuesta salvación del
alma de algunos árboles venidos a menos.
Es preciso lavar en público los trapos sucios del
autoritarismo recalcitrante, del encubrimiento y la
hipocresía, poniendo finalmente la casa de la sensatez en
orden.
Como sabemos, en el mundo hay gran cantidad de curas
supuestamente “célibes” que o son viciosamente pedófilos o
afectos al dulce encanto de las faldas, y quienes no solo no
son castigados por las autoridades eclesiásticas por sus
hechos aberrantes, sino que para colmo suelen ser
protegidos. La verdad es que el Vaticano lleva demasiado
tiempo causando gran sufrimiento y angustia, inútilmente, a
millones de buenos católicos del mundo por su pésimo manejo
de estos temas vitales.
En cuanto a la absurda castidad exigida a los sacerdotes
católicos, no olvidemos que varios de los apóstoles eran
casados y que sería muy difícil que el mismísimo Jesús no
tuviera las tentaciones de rigor (Dios creó la naturaleza
humana con esa disposición) en cuanto a las muy naturales
relaciones sexuales. En este sentido, siempre se ha
especulado que el Nazareno probablemente tuvo una hermosa
relación monógama con María Magdalena, acaso la más fiel de
sus discípulos; y, por qué no, que hasta pudieron haber
procreado. Porque, al fin y al cabo, junto con la naturaleza
divina de Jesús él era también un ser humano. ¿O acaso sólo
en materia sexual no lo era?
Cada vez son más los católicos que abandonan su religión:
fieles creyentes que han venido luchando con dignidad por
preservar su fe, pero doctrinalmente obstaculizados y
acosados a diario por sistemáticos empecinamientos rígidos y
sometidos a ostracismos inmerecidos. Se supone, por ejemplo,
que los divorciados no pueden recibir la comunión, aunque
muchos lo hacemos sin cargo de conciencia. Se trata de
prohibiciones enervantes que, por supuesto, no vienen de
Dios sino de los caprichos inventados por hombres que
pretenden hablar en su nombre.
Cualquier persona inteligente sabe que muchas de las
enseñanzas que de la Biblia se desprenden no dejan de ser,
más que conclusiones literales del significado real e
indiscutible de esos hechos, formas alegóricas de
entenderlos y proyectarlos moralmente en nuestra propia
vida. Pero nada hay en ellos que aluda o siquiera sugiera
las prohibiciones ridículas que la Iglesia nos impone.
Aunque por supuesto en la vida misma y en la religión la fe
es la clave de esa enigmática facultad de ciegamente creer,
nada nos impide razonar; incluso sobre asuntos relativos a
la fe. Debemos, por tanto, tener esa libertad. La de pensar.
Para eso nos dio Dios el intelecto.
Una Iglesia a menudo esclerótica, archimillonaria, pero
paradójicamente huérfana de humanismo en su tratamiento
práctico de los temas mencionados, no es lo que queremos hoy
los verdaderos católicos. ¿Para qué nos sirve una
institución renuente al cambio, que muy poco tiene de la
generosidad y espíritu de sacrificio de ese Jesús que no
sólo abominó de los mercaderes en el templo y de los
prepotentes que ostentaban en su época el poder, sino que
terminó dando la vida por nosotros?
Enrique
Jaramillo Levi
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