LAS RELIGIONES REZAGADAS
“El mundo tiene prisa, y se acerca a su fin”. Esto dijo el
arzobispo Wulfstan en un sermón pronunciado en York en 1014.
O sea, hace casi mil años, ya había clérigos amenazando con
desastres inminentes.
Lo que pasa ahora es que la rapidez y profundidad de los
cambios se ha acelerado hasta tal punto, que casi todo el
mundo está desconcertado. En los últimos 30 años, la
sociedad ha cambiado más que en los 300 años anteriores. Y
nadie sabe en qué va a terminar todo esto.
Así las cosas, lo primero que conviene tener presente es que
los cambios que estamos viviendo ahora son los más rápidos y
profundos que se han producido en la historia de la
humanidad. Porque son cambios globales, que afectan a todo
el mundo y a todos los ámbitos de la vida.
Ahora bien, cuando en la sociedad y en la cultura se
producen procesos de cambio, son las instituciones
religiosas las que más lentamente asumen tales cambios.
Cuando la historia avanza tan velozmente, las religiones se
quedan rezagadas. Lo cual es comprensible. Porque las
religiones se basan en revelaciones, tradiciones, ritos
ceremoniales, usos y costumbres, que tienen su origen en
tiempos remotos, y que los creyentes asumen y hacen suyos
hasta tal punto que modificar eso es inevitablemente lento y
complicado.
De donde resulta que, en este momento, las religiones
producen la impresión de “cosas de otros tiempos”, que poco
a nada tienen que ver con lo que está pasando y estamos
viviendo ahora. Si a eso se añade que, con frecuencia y en
muchas cosas, las religiones mandan y prohíben lo que a
mucha gente le parece inútil, anticuado, incómodo o
insoportable, ya tenemos una de las razones (no la única)
más fuertes de lo que está pasando. Porque todo esto, como
es lógico, afecta a nuestra Iglesia más de lo que
imaginamos.
Por eso yo me resisto a explicar los conflictos entre la
Iglesia y el Gobierno echando mano de argumentos que no
tocan el fondo del problema. Decir que los obispos son de
derechas, que no son ni tan inteligentes ni tan buenas
personas como deberían ser y cosas parecidas, todo eso
seguramente tiene su parte de verdad. Pero el problema no
está básicamente en nada de eso. ¿Por qué?
Cuando la Iglesia es vista por mucha gente como una cosa
trasnochada, en las ideas que propone, en el lenguaje que
usa, en las ceremonias que organiza, en las normas que
impone y hasta en las vestimentas y oropeles que con
frecuencia usa, y si además muchos ciudadanos ven que todo
eso no sirve sino para complicarles la vida más de lo que ya
está complicada, entonces pasa lo que tiene que pasar: las
iglesias se van quedando cada día más vacías, los seminarios
y conventos más solos, los recursos económicos escasean, la
presencia social de la religión se hace problemática y así
sucesivamente.
La consecuencia de todo esto es que los dirigentes
religiosos y sus feligreses más incondicionales se ven
arrinconados y pueden tener la impresión de que no se les
quiere o están en peligro. La salida, entonces, son los
comportamientos fundamentalistas.
El fundamentalismo, en efecto, es “tradición acorralada” (A.
Giddens). Y el que se siente amenazado, se agarra a un clavo
ardiendo. Y si el “clavo”, en lugar de arder, da dinero,
aporta privilegios y lleva fieles incondicionales a los
templos, ya tenemos la mejor explicación de lo que están
haciendo los obispos españoles precisamente en estos días.
Con un matiz que es fundamental. Los obispos hacen lo que
estamos viendo porque están plenamente convencidos y seguros
de que es eso lo que tienen que hacer, aunque tengan que
pagarlo a costa de impopularidad y otros inconvenientes
importantes. Pero tienen la fundada esperanza de que los
resultados de las próximas elecciones les favorezcan y así
les ayuden a salir de la penosa situación en que la Iglesia
se ve metida.
A mí me parece que, por el camino del integrismo religioso y
la restauración de la Iglesia anterior al Vaticano II, esta
Iglesia no va a ninguna parte. Porque el problema no está en
recuperar la Iglesia de los tiempos de Pío XII, sino en
volver a la Iglesia de los orígenes, la que nació del
Evangelio y nos ha transmitido la memoria de Jesús. Eso, y
no otra cosa, es lo que muchos cristianos echamos de menos
en la Iglesia.
Los problemas de la familia, de lo que se enseña o se deja
de enseñar en la escuela, el aborto, la eutanasia, los
homosexuales, la derecha o la izquierda, todo esto puede
tener la importancia que tenga. Pero mil veces más
importante que todo eso es vivir como Jesús nos dijo que
tenemos que vivir. Sin embargo, ahí está el problema.
Lo que está pasando estos días con el libro, que ha escrito
J. A. Pagola sobre Jesús, es elocuente. No puede ser casual
que un libro sobre Jesús haya vendido 40.000 ejemplares en
pocas semanas. Pero resulta que un libro, que tanto interesa
a la gente, es sospechoso para los obispos. Es evidente que
la gran mayoría de los creyentes va en una dirección y los
obispos en otra.
Sin olvidar una cosa que es fundamental: Roma está
perfectamente enterada de todo esto. Y no solamente lo
consiente, sino que lo justifica y lo fomenta. Porque la
cuna del fundamentalismo católico no está en Madrid, sino en
Roma. El papa diciendo misa en latín y de espaldas al pueblo
es todo un símbolo.
En vez de recuperar el retraso histórico y cultural que
lleva la Iglesia, su cabeza visible retrocede hasta el
siglo VIII, que fue cuando empezó la misa de cara a la pared
y dicha en una lengua que la gente ya empezaba a no
entender.
Termino: dejemos a los políticos y a los obispos que anden a
la greña según les convenga. Y vamos a tomar más en serio el
Evangelio y la memoria de Jesús. Sólo por ahí puede venir la
solución a la penosa situación que estamos padeciendo.
José M. Castillo
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