Libertad religiosa,
sin favores ni rechazos
Cuando el Concilio Vaticano II votó el 19 de noviembre de
1965 la
Declaración sobre la libertad religiosa, la
minoría opuesta que votó en contra (249 frente a 1954 votos
positivos) contaba entre sus filas con el episcopado español
de la era del nacional catolicismo, así como con los
polacos.
El documento conocido por su título
Dignitatis humanae
marcó un hito decisivo, giro de ciento ochenta grados, en la
historia de las relaciones de la iglesia con los estados y
con las otras religiones. Se pasaba, como acuñó Roger
Garaudy, «del anatema al diálogo» y
de
la intolerancia dogmática a la convivencia democrática.
Pero, al mismo tiempo que se celebraba entonces la
publicación de esa declaración, había que reconocer
obviamente que llegaba con siglos de retraso. Tres décadas
después, con motivo del nuevo milenio, el Papa Juan Pablo II
admitiría la necesidad de pedir perdón desde una
memoria histórica
terapéutica, reconociendo los errores e
injusticias de un pasado oscuro que va desde las cruzadas a
los anatemas decimonónicos, pasando por las inquisiciones
modernas.
Cuando la iglesia pedía a mitad del siglo pasado que se
respetase la libertad religiosa tenía que encajar el golpe
de las acusaciones de incoherencia y contradicción. ¿Cómo
exigir libertad religiosa en países donde se encontraba en
situación minoritaria y a la vez firmar concordatos y
acuerdos de privilegio para la iglesia en países donde, al
menos sociológicamente, todavía parecía ser mayoritaria?.
Hoy día la situación ha cambiado mucho a nivel
internacional, pero sigue siendo paradójico el contraste
entre posturas como las del Episcopado japonés y la de la
cúpula de la Conferencia Epìscopal Española.
Ya le gustaría al gobierno del partido conservador japonés
(que trata de modificar la Constitución para abrir paso a la
ideología nacional-sintoísta) tener como interlocutoras a
algunas
mitras españolas nostálgicas de nacional-catolicismo.
Felizmente no es así en el país del sol naciente. Tanto el
Episcopado católico como buena parte de dirigentes budistas
apoyan que se mantenga estricta la
separación de Estado e iglesias o religiones,
y defienden la
igualdad de trato
para éstas en un marco de libertad
religiosa.
Los obispos japoneses denunciaron en 1980, como contraria a
la separación de Estado e iglesias, la propuesta de
nacionalizar el santuario de Yasukuni (en Tokyo), en el que
están entronizados criminales de guerra y que es símbolo
emblemático de la ideología nacional-sintoísta de
pre-guerra.
En marzo de 2007 el Episcopado japonés publicaba por
unanimidad una carta pastoral insistiendo en la separación
de iglesia y Estado, postura que fue apoyada por el Vaticano
a través del nuncio: «Ustedes, el Episcopado japonés, han
expuesto con toda claridad el principio de la separación de
Iglesia y Estado, no sólo para Japón sino también para otros
países», escribía monseñor Alberto Bottari de Castello. Esta
postura ha sido confirmada en la visita de los obispos
japoneses ad limina del pasado noviembre por Benedicto XVI.
El pasado 30 de mayo se constituyó una asociación, presidida
por el obispo Tani, para defender el artículo 20 de la
Constitución, en el que se garantiza que
el
Estado no privilegiará a ninguna religión.
Este artículo es el que el actual gobierno intenta
sutilmente cambiar, escudándose en la cultura y costumbres,
el fomento del patriotismo o la mayoría sociológica de una
tradición popular.
Para quienes estamos implicados en Japón en el diálogo
interreligioso y en la
convivencia ciudadana en contexto de pluralidad y laicidad,
resulta desconcertante leer noticias de prensa sobre las
añoranzas de privilegios por parte de instancias
eclesiásticas españolas.
Vistos desde Japón, resultan chocantes e incomprensibles
comportamientos como los siguientes:
·
el juramento de su cargo por el presidente del gobierno y
sus ministros ante la Biblia y el crucifijo;
·
la ofrenda anual oficial a Santiago;
·
la celebración de una misa, en vez de un funeral
interreligioso, por víctimas de terrorismo pertenecientes a
otras confesiones religiosas;
·
la oposición epìscopal a la Educación para la Ciudadanía;
·
el desfile de militares en procesiones de Semana Santa o la
presidencia de políticos en las mismas procesiones;
·
la exaltación de símbolos emblemáticos de compromiso entre
el trono y el altar;
·
y un etcétera no precisamente corto...
En cambio, en Universidades y colegios católicos de Japón,
aunque ofrezcamos sin coaccionar a nadie la posibilidad de
participar libremente en actos religiosos y tengamos
oratorios y centros de pastoral en el campus,
no
se nos ocurriría colocar el crucifijo en las aulas...
En el caso de España habrá que recomendar al electorado
católico, cualquiera que sea el partido en que milite, la
relectura de la Declaración
Dignitatis humanae,
del Concilio Vaticano II, para que apoyen los esfuerzos
legislativos de revisar la libertad religiosa en términos
jurídicos de igualdad.
Eso supondrá
revisar los acuerdos Iglesia-Estado, hoy ya anacrónicos.
La iglesia debe renunciar a la nostalgia de poder y ha de
aprender a participar en la sociedad civil, plural y
democrática en condiciones de igualdad, sin favores de
privilegio, ni rechazos de exclusión.
Juan Masiá
La Verdad,
de Murcia