UN NUEVO CREDO
Creo en
el Dios liberado del Vaticano y de todas las religiones
existentes y por existir. El Dios que antecede a todos
los bautismos, preexiste antes que los sacramentos y
desborda todas las doctrinas religiosas. Libre de los
teólogos, se derrama gratuitamente en el corazón de
todos, creyentes y ateos, buenos y malos, de los que se
creen salvados y de los que se creen hijos de la
perdición, y también de los que son indiferentes a los
abismos misteriosos del más allá de la muerte.
Creo en
el Dios que no tiene religión, creador del Universo,
donador de la vida y de la fe, presente en plenitud en
la naturaleza y en los seres humanos. Dios orfebre de
cada ínfimo eslabón de las partículas elementales, desde
la refinada arquitectura del cerebro humano hasta el
sofisticado entrelazado del trío de cuarqs.
Creo en
el Dios que se hace sacramento en todo lo que acerca,
atrae, enlaza y une: el amor. Todo amor es Dios y Dios
es lo real. En tratándose de Dios, dice bellamente Rumi,
no se trata del sediento que busca el agua sino del
agua que busca al sediento. Basta con manifestar la sed
y el agua mana.
Creo en
el Dios que se hace refracción en la historia humana y
rescata todas las víctimas de todo poder capaz de hacer
sufrir al otro. Creo en teofanías permanentes y en el
espejo del alma que me hace ver a Otro que no soy yo.
Creo en el Dios que, como el calor del sol, siento en la
piel, aunque sin conseguir contemplar o agarrar el astro
que me calienta.
Creo en el Dios de la fe de Jesús, Dios que se hace niño
en el vientre vacío de la mendiga y se acuesta en la
hamaca para descansar de los desmanes del mundo. El Dios
del arca de Noé, de los caballos de fuego de Elías, de
la ballena de Jonás. El Dios que sobrepasa nuestra fe,
disiente de nuestros juicios y se ríe de nuestras
pretensiones; que se enfada con nuestros sermones
moralistas y se divierte cuando nuestro arrebato
profiere blasfemias.
Creo en
el Dios que, en mi infancia, plantó una acacia en cada
estrella y, en mi juventud, se asomó cuando me vio besar
a mi primera enamorada. Dios fiestero y juerguista, el
que creó la luna para engalanar las noches de deleite y
las auroras para enmarcar la sinfonía pajarera de los
amaneceres.
Creo en
el Dios de los maníaco-depresivos, de las obsesiones
sicóticas, de la esquizofrenia alucinada. El Dios del
arte que desnuda lo real y hace resplandecer la belleza
preñada de densidad espiritual. Dios bailarín que, sobre
la punta de los pies, entra en silencio en el palco del
corazón y, comenzada la música, nos arrebata hasta la
saciedad.
Creo en el Dios del estupor de María, del camino laboral
de las hormigas y del bostezo sideral de los agujeros
negros. Dios despojado, montado en un borrico, sin
piedra donde reclinar la cabeza, aterrorizado de su
propia debilidad.
Creo en
el Dios que se esconde en el reverso de la razón atea,
que observa el empeño de los científicos por descifrarle
su juego, que se encanta con la liturgia amorosa de
cuerpos excretando jugos para embriagar espíritus.
Creo en
el Dios intangible al odio más cruel, a las diatribas
explosivas, al corazón hediondo de aquellos que se
alimentan con la muerte ajena. Dios, misericordioso, se
agacha hasta nuestra pequeñez, suplica un suave masaje y
pide arrullos, exhausto ante la profusión de idioteces
humanas.
Creo,
sobre todo, que Dios cree en mí, en cada uno de
nosotros, en todos los seres engendrados por el misterio
abismal de tres personas unidas por el amor y cuya
suficiencia desbordó en esta Creación sustentada, en
todo su esplendor, por el hilo frágil de nuestro acto de
fe.
Frei
Betto