La base de la Iglesia
En
Junio de 1962, en el Vaticano, hay una actividad febril.
Dentro de cuatro meses se va a jugar un gran “partido de
fútbol”.
El
campo de juego es la Basílica de S. Pedro. Cientos de
obreros: carpinteros, pintores, ebanistas, tapizadores
preparan gradas y asientos para más de tres mil
asistentes.
Se
conoce el nombre del árbitro: Juan XXIII. Extraído de la
tradición. Humilde y pacífico. Creyente en el Espíritu y
en la Iglesia.
Fue
Monseñor Roberts, antiguo Arzobispo de Bombay el
inventor de esta comparación.
Uno
de los equipos jugaba en casa. Eran los dueños del
Campo. Ellos hicieron las reglas. Escogieron las
ponencias. Tenían preparados, ya, los decretos. Eran,
ellos, la Iglesia del Vaticano. Y por tanto los
católicos.
El
capitán de ese equipo local era el Cardenal Ottaviani
(antecesor en el cargo de Ratzinger).
En
los visitantes prolifera una multitud de unos 2.500
obispos: 300 de América del Sur, unos 50 de raza negra,
y unos 150 de raza amarilla.
Al
echar una mirada atrás, es imprescindible un recuerdo
agradecido al episcopado holandés, austriaco y alemán.
Ellos salvaron el Concilio. Y junto a ellos, el grupo de
teólogos franceses que llegaban al Concilio con las
heridas sangrantes de tantas tarascadas de los Ottaviani
romanos. Yves Congar perseguido y silenciado por Roma,
pensó incluso en el suicidio.
Empieza el partido. 12 de Octubre, 1962.
Habla el árbitro:
“Llegan a mis oídos ciertas insinuaciones que emanan de hombres de
ardiente celo, sin duda, pero carentes de amplitud de
espíritu, de discreción y de mesura, que no ven en los
tiempos modernos más que prevaricación y ruinas.
Se comportan como si no hubiesen aprendido nada de la historia, que es,
no obstante, maestra de la vida. Como si en los tiempos
pasados hubiesen triunfado plenamente el pensamiento y
vida cristianos y la justa libertad religiosa.
Nos parece necesario manifestar nuestro desacuerdo con esos profetas de
la desgracia que siempre están anunciando calamidades, y
casi la inminencia del fin del mundo”.
Saca el balón el equipo local
Monseñor Felici, secretario del Concilio reparte juego.
Hay que votar a los 160 miembros de las ponencias. Para
ello hay que escoger entre las listas cerradas
propuestas por el equipo local.
Liénart, del equipo visitante, Cardenal de París que
viene de una iglesia desgarrada y perseguida por el
santo oficio, se levanta ante el silencio del público y
dice:
“No estamos dispuestos a aceptar las listas de candidatos
confeccionadas antes de empezar el Concilio. Pedimos un
tiempo para conocernos y saludarnos.”
Cardenal Alfrins, Arzobispo de Colonia, se une al
Cardenal Lienart, y subraya que no ha habido cardenales
en las comisiones preparatorias (con lo cual el Cardenal
Ottaviani llevaba siempre las de ganar.)
La
Basílica de Pedro se venía abajo ante la tormenta de
aplausos.
Consecuencias.
Seguiremos con el tema de las iglesias de base. Pero
queda claro algo evidente:
·
El
Vaticano siempre quiso dominar la Iglesia de Jesús. Casi
nunca lo consiguió.
·
Al
menos en el Vaticano II se enfrentaron dos iglesias.
Ninguna ganó. Pero ninguna perdió.
·
Ni
siquiera Juan Pablo II ha podido eliminar a la otra
iglesia.
·
Cuanto más poder ejerzan los vaticanistas, más
proliferaran las comunidades de base.
·
No es
bueno el poder porque mata la vida. No es bueno el
descontrol – la falta de comunión entre las iglesias -
porque separa.
·
El
mundo necesita que los creyentes tengamos una fe, un
rito para compartir la mesa del hambre y del pan, y un
mismo amor al hermano. En eso reconocerán al Señor.
·
Procura rezar el Padrenuestro, y comer en la mesa de la
Basílica de Pedro, pero si los Ottaviani te
lo hacen imposible, incorpórate a una comunidad anónima,
en la que encuentres hermanos, pan y a Jesús.