LA IGLESIA, SACRAMENTO DE SALVACIÓN
Capítulo 3
Símbolo y cultura
Es fundamental tener presente que los símbolos son siempre
manifestaciones de la cultura.
Es decir, no parece aceptable la propuesta de C. G. Jung
según el cual existen símbolos arquetípicos o primordiales,
que serían comunes a todas las culturas e incluso estarían
por encima de éstas.
Es decir, según esta teoría, habría símbolos “naturales”,
que por eso mismo serían inherentes a la naturaleza humana.
Tales serían los símbolos relacionados con la comida o con
ciertos elementos básicos de la vida, como es el agua.
Frente a esta opinión, está la tesis, comúnmente aceptada,
que afirma que todo símbolo no es algo “natural”, sino
necesariamente “cultural”. Por más que haya, como sabemos,
símbolos que gozan de especial fuerza en todas las culturas,
como es el caso de los símbolos asociados a la alimentación
(la comida compartida) y al sexo (el abrazo, el beso, la
caricia...).
En definitiva, se trata de comprender que los símbolos más
fuertes y determinantes son los símbolos más estrechamente
ligados a la vida, bien sea en su mantenimiento
(alimentación), bien sea en su propagación y comunicación
más honda (sexo).
La teología católica debe tomar en serio esta compresión del
símbolo como hecho cultural. Y, en consecuencia, debe tomar
también en serio la consecuencia que de eso se sigue, a
saber: la urgente necesidad de acomodarse a las diferentes
culturas y no lo contrario, pretender que las culturas se
acomoden a las ideas y normas que dicta la teología de una
determinada tradición cultural, la cultura occidental y,
más en concreto, la cultura “romana”.
La experiencia histórica de la Iglesia nos tendría que haber
enseñado a dudar de la eficacia pastoral de las imposiciones
autoritarias de Roma. Por ejemplo, el fracaso de la Iglesia
en la evangelización de Asia y de su presencia en aquel
inmenso continente, a partir de los conflictos que
originaron las grandes intuiciones pastorales de los
jesuitas Ricci (1552-1610) en China y De Nobili (1577-1656)
en India.
El rechazo de Roma a los ritos chinos y malabares resultó
determinante para que el cristianismo, hasta el día de hoy,
haya sido (y siga siendo) una religión marginal precisamente
en los dos grandes países que hay apuntan a ser las grandes
potencias emergentes del futuro.
En el fondo de este penoso asunto está la pretensión
eurocéntrica de la cultura occidental. Es la pretensión que
identifica lo “europeo” con lo “natural”.
De ahí que, según esta mentalidad, existe una “ley natural”,
propia y específica de la “naturaleza humana”, que es
simplemente la recopilación de las ideas, tradiciones,
instituciones, usos y costumbres de Occidente.
En consecuencia, los rituales y tradiciones culturales de
Occidente se erigieron en rituales y tradiciones
universales, que tenía (y tienen) que ser impuestos en todo
el mundo y asimilados y vividos como propios por todas las
culturas del planeta tierra.
Por supuesto, la Iglesia no asumió esta extraña y dañina
mentalidad en los primeros siglos de su historia, por más
que los padres de la Iglesia sufrieran, en este sentido, la
influencia del pensamiento estoico, que, a través de Filón
de Alejandría, se encuentra reflejado ya, en el s. II, en
Justino y en los autores cristianos de los siglos
siguientes.
Pero nada de esto impidió que la Iglesia de los primeros
siglos aceptase una notable diversidad de liturgias. Lo que,
en el fondo, equivalía a aceptar los signos y símbolos de
culturas y tradiciones que no eran de matriz romana.
Sin embargo, la idea de una lex aeterna que, por
medio del lumen rationis naturalis (la luz de la ley
natural) tiene que ser común a todos los seres humanos,
termina por imponerse sobre todo a partir de Tomás de
Aquino, en la Prima Secundae de la Summa
Theologica.
De hecho, a partir de los siglos XII y XIII, los signos y
símbolos vigentes en la cultura romana se han querido
imponer como signos y símbolos universalmente válidos. Lo
que, en la práctica, los ha invalidado en tantas sociedades
y culturas en las que la simbología occidental de los siglos
IV y V necesita de eruditas explicaciones para ser
debidamente comprendida.
Pero, es claro, cuando un símbolo necesita ser explicado,
por los eruditos historiadores de la cultura y de la
liturgia, es que es símbolo ha dejado de ser símbolo. A un
ser humano cualquiera no hay que estarle explicando lo que
significa una mirada de cariño, un gesto de bondad o
sencillamente un beso de afecto limpio y sincero.
El signo y el símbolo, cuando son verdaderamente tales, no
necesitan ser explicados. Se imponen por sí mismos. Porque
responden a vinculaciones profundas entre las experiencias
vividas y la misma configuración del cerebro humano.
José M. Castillo
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