PARÁBOLA
DEL VIENTO
El
Antiguo Testamento hablaba también de Dios con
expresiones que se referían a Él con respeto, por
alusiones. Hablaban de la “Sabiduría” como si fuera un
personaje diferente de Dios. Hablan de “el Ángel de
Yahvé”, para mostrar su presencia o su poder, sin
nombrarle directamente. Y hablaban, muchas veces, de “El
Viento”. El viento de Dios (“la Ruaj”) el aliento de
Dios, que era capaz convertir en viviente el muñeco de
barro, de retener el mar, de suscitar jefes y profetas.
Viento que arrastra, aliento que vivifica, hermosa
imagen de la presencia y de la acción de Dios.
Los
evangelistas muestran muchas veces a Jesús arrastrado,
empujado, lleno del Viento de Dios. El Viento de Dios lo
arrastra al desierto, el viento de Dios le saca de
Nazaret para lanzarlo a predicar y curar. Jesús es el
hombre lleno del Aliento de Dios, continuamente
arrastrado, animado por el Espíritu, por el Viento de
Dios.
Y
es una hermosa profesión de fe. Porque al Viento no se
le ve, pero se le siente. Una hermosa profesión de fe en
que Dios sí está presente, y activo, pero de una manera
muy concreta: alentando, empujando. Hay concepciones de
Dios que parecen imaginarlo en tres situaciones: Al
principio, como Creador –después, como ausente– al
final, como Juez. Para Israel, y para Jesús, está
continuamente presente como Viento, que inspira,
alienta, refresca, empuja, arrastra.
Creo en el Viento de Dios puede ser una manifestación de
confianza y también la expresión de una experiencia
personal. Otras muchas parábolas de la naturaleza son
semejantes a ésta: el agua, la luz, la sal, y muchas
otras. Y todas significarían lo mismo. Sin agua no se
puede vivir; sin luz no podemos ni movernos; sin sal
todo es insípido. Con Dios hay vida y frescura y
fecundidad; con Dios hay sentido y acierto; con Dios
todo tiene sabor, su sabor. Y la mejor de todas, el
Viento. Me imagino a Jesús navegando a vela por el Lago
Genesaret, sintiéndose llevado por el Viento de Dios.
Situar al Viento –traducido del griego como “Espíritu”–
como un personaje más de la Tríada Santísima lo aleja de
nosotros y lo hace incomprensible. Y –también aquí– nos
hace diferentes de Jesús. Si Jesús se dejaba llevar del
Viento, yo también tengo que dejarme llevar del Viento.
Y hay Viento, mi trabajo consiste en desplegar las
velas. Pero si el Espíritu Santo es una paloma posada en
el trono entre el Dios Padre y el Dios Hijo, todo se
hace lejano y misterioso: lo único que exige es adorar y
acatar el misterio.
Abbá – Hijo – Viento, son tres metáforas maravillosas.
No hablan de cómo es Dios por dentro, sino de cómo se
porta con nosotros, de cómo nos sentimos para con él, de
cómo está en el mundo.
La
Trinidad son tres parábolas de Jesús que definen
estupendamente la relación de Dios con nosotros y de
nosotros con Dios. Si las transformamos en metafísica
corremos el peligro de que pierdan casi todo su
significado.
José Enrique Galarreta