TEOLOGÍA     

                             
                              

 

                             cristianos siglo veintiuno
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PARÁBOLA DEL VIENTO

 

 

El Antiguo Testamento hablaba también de Dios con expresiones que se referían a Él con respeto, por alusiones. Hablaban de la “Sabiduría” como si fuera un personaje diferente de Dios. Hablan de “el Ángel de Yahvé”, para mostrar su presencia o su poder, sin nombrarle directamente. Y hablaban, muchas veces, de “El Viento”. El viento de Dios (“la Ruaj”) el aliento de Dios, que era capaz convertir en viviente el muñeco de barro, de retener el mar, de suscitar jefes y profetas. Viento que arrastra, aliento que vivifica, hermosa imagen de la presencia y de la acción de Dios.

 

Los evangelistas muestran muchas veces a Jesús arrastrado, empujado, lleno del Viento de Dios. El Viento de Dios lo arrastra al desierto, el viento de Dios le saca de Nazaret para lanzarlo a predicar y curar. Jesús es el hombre lleno del Aliento de Dios, continuamente arrastrado, animado por el Espíritu, por el Viento de Dios.

 

Y es una hermosa profesión de fe. Porque al Viento no se le ve, pero se le siente. Una hermosa profesión de fe en que Dios sí está presente, y activo, pero de una manera muy concreta: alentando, empujando. Hay concepciones de Dios que parecen imaginarlo en tres situaciones: Al principio, como Creador –después, como ausente– al final, como Juez. Para Israel, y para Jesús, está continuamente presente como Viento, que inspira, alienta, refresca, empuja, arrastra.

 

Creo en el Viento de Dios puede ser una manifestación de confianza y también la expresión de una experiencia personal. Otras muchas parábolas de la naturaleza son semejantes a ésta: el agua, la luz, la sal, y muchas otras. Y todas significarían lo mismo. Sin agua no se puede vivir; sin luz no podemos ni movernos; sin sal todo es insípido. Con Dios hay vida y frescura y fecundidad; con Dios hay sentido y acierto; con Dios todo tiene sabor, su sabor.  Y la mejor de todas, el Viento. Me imagino a Jesús navegando a vela por el Lago Genesaret, sintiéndose llevado por el Viento de Dios.

 

Situar al Viento –traducido del griego como “Espíritu”– como un personaje más de la Tríada Santísima lo aleja de nosotros y lo hace incomprensible. Y –también aquí– nos hace diferentes de Jesús. Si Jesús se dejaba llevar del Viento, yo también tengo que dejarme llevar del Viento. Y hay Viento, mi trabajo consiste en desplegar las velas. Pero si el Espíritu Santo es una paloma posada en el trono entre el Dios Padre y el Dios Hijo, todo se hace lejano y misterioso: lo único que exige es adorar y acatar el misterio.

 

Abbá – Hijo – Viento, son tres metáforas maravillosas. No hablan de cómo es Dios por dentro, sino de cómo se porta con nosotros, de cómo nos sentimos para con él, de cómo está en el mundo.

 

La Trinidad son tres parábolas de Jesús que definen estupendamente la relación de Dios con nosotros y de nosotros con Dios. Si las transformamos en metafísica corremos el peligro de que pierdan casi todo su significado.

 

 

José Enrique Galarreta