Taizé, peregrinación y encuentro
Una vez
más he cumplido con mi peregrinación anual a Taizé, ese
oasis de paz y concordia ecuménica hecha posible mediante la
acogida fraterna exenta de imposiciones doctrinales, el
trabajo desinteresado, la vida sencilla y austera y una
plegaria en común centrada en el canto y en el silencio.
Quienquiera que allí vaya podrá respirar esa atmósfera de
abierta fraternidad que lleva a la cumbre de la
espiritualidad inherente a la humana natura. Da igual el
credo que se profese o incluso el no credo, porque el camino
está abierto a quien lo quiera transitar.
Siempre
mis estancias en ese bendito lugar han comportado intensas
experiencias emocionales que han dejado huellas reconocibles
en mi memoria. Piedras apiladas al azar entre las muchas que
una a una han ido edificando la estructura de mi pobre
persona. Brisa que vivifica y renueva. Viento que arrastra y
lleva lejos el polvo de viejos caminos recorridos en el
extravío de búsquedas infructuosas.
Aunque
pensado para jóvenes, Taizé es un lugar reconfortante para
quienes, adultos ya, amamos la vida austera, la música, la
paz, la fraternidad y el silencio, entendido éste en el más
estricto sentido interno, ya que el entorno de gente joven
es un permanente gorjeo que no da reposo a los tímpanos
excepto durante las plegarias y el descanso nocturno.
Somos
muchas las personas que año tras año llevamos a cabo ese
peregrinaje. Procedentes de diversos países, hablando
diversas lenguas que la Comunidad de Taizé tiene buen
cuidado en recoger y usar fraternalmente en las plegarias,
compartimos unos días de búsqueda interior favorecida por el
silencio y la cálida compañía. El gesto amical, la ayuda
espontánea a cualquier esfuerzo que alguien realice y la
buena disposición para el entendimiento constituyen el
lenguaje mayormente usado, el que sirve para comunicar las
buenas intenciones que anidan en el corazón de quienes se
encuentran y para difundir los principios de solidaridad que
animan sus almas.
Expresión
a la vez de Buena Nueva cristiana y de sabiduría humana
común a las más variadas culturas, Taizé ofrece todos los
ingredientes para un encuentro con la propia persona, para
ejercitarse en la bondad, para hallar formas de acercamiento
humano por encima de intereses, creencias e identidades.
Frente a
una civilización ruidosa y frenéticamente activa, allí se
encuentra tiempo para el silencio, la meditación y el goce
de la paz del alma. Frente a la primitiva agresividad que
heredamos de nuestros antepasados primates, eufemísticamente
denominada ahora “competencia”, que rige como principio de
vida en nuestra civilización occidental cristiana,
individualista y egocéntrica, sin otros valores que el
bienestar material y el éxito personal sinónimo de fracaso
ajeno, allí se encuentra colaboración y solidaridad a
raudales.
Bien
podemos decir que Taizé es singular por cuanto acabamos de
ver y por bastantes cosas más. Pese a ello, no es un lugar
donde se produzcan milagros, ni creo que nadie vaya allí a
buscarlos. Cada cual llega con su propio bagaje de
creencias, certezas, convicciones, afectos... No parece que
nadie vaya allí con la intención de cuestionar sus propias
seguridades sino de afianzarlas, de adquirir más de lo
mismo. Y no obstante, el contraste entre el modo de vida que
allí se sigue y el que tenemos en nuestros respectivos
entornos cotidianos es una buena invitación a cuestionarnos
en profundidad lo que pensamos, lo que creemos, lo que
hacemos, cómo vivimos y cómo nos relacionamos con el resto
del mundo, algo a lo que no está dispuesta la mayor parte de
la población creyente y no creyente de nuestro opulento
mundo occidental.
El mundo
está plagado de injusticia; la opulencia del mundo rico la
están pagando con sufrimiento y miseria millones de seres
humanos en el mundo pobre; nuestra forma de vida está al
borde de agotar los recursos del planeta; pero la mayor
parte de la gente le sigue el juego a la ambición
capitalista y aun las buenas personas creyentes viven sin
analizar su forma de vida a la luz del evangelio ni de la
más elemental ética.
La
espiritualidad cristiana está tan centrada en el culto y en
el goce íntimo de la relación personal con Dios que ni por
asomo invita a sus fieles a pensar que con nuestra forma
acomodada de vivir estemos atizando el infierno en que viven
la mayor parte de los seres humanos. Con los ojos puestos en
el más allá y en el «Cordero de Dios que quieta los pecados
del mundo», esperan que sus almas sean acogidas en la gloria
por los siglos de los siglos con solo seguir las enseñanzas
de la Santa Madre Iglesia, que para nada se opone a que
otros paguen el gasto. ¿Para que marearse si la esperanza en
un más allá feliz nos permite seguir viviendo con el mundo
por montera? Bendita santidad que acepta tener esclavos con
tal de no verlos y puede comer carne tranquilamente porque
manos ajenas sacrifican las reses.
Cada año
mi estancia en Taizé estimula mi reflexión y renueva mis
inquietudes religiosas y políticas. En esta ocasión me he
ocupado en contemplar ese bello lugar desde diversas
perspectivas, (educativa, religiosa, política, social...)
las cuales me propongo compartir en sucesivos escritos con
quienes leen esta página. Talvez mis puntos de vista no
coincidan con los de quienes me lean, pero para eso está el
diálogo y el sitio previsto para comentarios.
Hasta
pronto, pues, si nada me lo impide.
PepCastelló
http://lahoradelgrillo.blogspot.com/