HACIA LA CIMA DEL
AMOR:
EL CARIÑO EN LA VEJEZ
Entre la ilusión…
Hace ya bastantes
años, me quedé impresionado por una escultura de la
civilización egipcia, conservada en el museo de El
Cairo. Se trataba de una pareja de ancianos que, con las
manos entrelazadas, se miraban mutuamente, como si fuera
la primera vez que se veían. Un símbolo impresionante,
en medio de sus formas adustas y rudimentarias, de que
el amor es posible que alcance su plenitud en el otoño
de la vida, cuando se han acumulado ya bastantes
despojos, duelos, frustraciones y soledades. Esa gozosa
constatación de que la existencia humana, a pesar de sus
inevitables limitaciones, es capaz de ofrecer un
rescoldo de ternura y afecto que nunca se apaga y
siempre calienta.
Me atrevería a decir,
incluso, que los amores más denso no nacen con las luces
del alba, cuando el sol comienza a iluminar por dentro
con una fuerza que parece trasformar el corazón. Es en
la belleza pacífica y silenciosa del atardecer, cuando
su resplandor se amortigua para que podamos contemplarlo
cara a cara; cuando las sombras primeras acarician la
naturaleza y se descubre la hermosura de todo el
paisaje, sin que nada deslumbre ni rompa su armonía.
Algunos podrán creer
que utilizamos un lenguaje demasiado romántico e
ingenuo, porque todos tenemos el peligro de idealizar
con exceso aquello que no vivimos. El matrimonio puede
convertirse en un oasis encantador para el célibe; lo
mismo que la vida celibataria aparece como un paraíso
para algunas parejas conflictivas.
…Y el realismo
No creo, sin embargo,
que sea ningún iluso. A lo largo de mi vida sacerdotal
he tenido que compartir muchas crisis, conflictos y
dificultades que han terminado en un fracaso de la
fidelidad para siempre, que un día se prometieron. Las
estadísticas más recientes constatan que, en España, más
del 50% de los matrimonios terminan en divorcio o
separación. Las cifras no invitan al optimismo. Como
conozco de cerca el malestar y dolor de otras parejas
que conservan sus apariencias externas, como si no
ocurriera nada, cunado sus corazones están muy alejados.
Algo de razón tenía Pitágoras quien, según cuentan, se
atrevió a decir: “cuando estés cansado de descansar,
cásate”.
Pero también he
vivido y constatado la experiencia contraria de un amor
que, como los buenos vinos, se van enriqueciendo con el
paso de los años. Como si todo lo anterior fuese nada
más que el preámbulo de la alegría final, como el gran
regalo que se hacen los que siempre se han amado, por
encima de todos los acontecimientos anteriores. Hay
motivos, pues, para el pesimismo o para la esperanza,
según se pretenda insistir en los fracasos frecuentes, o
en el triunfo que conduce hasta la cima.
Lo que sí resulta
cierto es que el amor no es un regalo gratuito de la
naturaleza, como si fuera un premio que ya está
conseguido, sino una obra de artesanía que exige tiempo,
empeño e ilusión. ¿Es posible, entonces, conquistar esa
meta? Solo quisiera apuntar con brevedad qué sendero hay
que elegir para subir hacia arriba. Con la conciencia,
por otra parte, de que nunca llegaremos a la cumbre
final. Bastaría caminar lo suficiente, con el esfuerzo
que toda ascensión conlleva, para contemplar desde lo
alto la vista que nos queda por detrás.
Las impurezas del
amor en sus comienzos
Una primera
constatación se impone. El amor es una de las monedas
más devaluadas en el mercado de nuestra sociedad. Se
utiliza el mismo término para aplicarlo a experiencias
muy diferentes. En todas las lenguas modernas hacer
el amor ha venido a significar cualquier tipo de
relación sexual, como si fuera el único camino para el
encuentro amoroso de dos personas, o el hecho de
tenerlas manifestara su autenticidad. Existe un engaño
que no se quiere reconocer.
El cariño de verdad
tiene otra densidad diferente y una complejidad mucho
más grande. Se trata de una experiencia bastante
contradictoria, donde coexisten cualidades antagónicas,
que revelan su verdadera naturaleza. Es a la vez fuerza
y debilidad, plenitud y vacío, dinamismo y receptividad,
liberación y dependencia, constancia y fugacidad,
entrega salvadora y egoísmo interesado, provoca grandes
ideales y causa terribles frustraciones, estimula para
la heroicidad y somete a muchas esclavitudes. Por amor
se toman las grandes decisiones y se cometen las mayores
insensateces. Estimula, impulsa, alienta, oxigena, pero
también hunde, destroza, amarga y entristece. El cariño
posee registros musicales que no siempre se integran en
una armonía.
Quiero recordar con
esto la impureza que contiene todo amor en sus
comienzos. Desde nuestras primeras experiencias
infantiles, empezamos a querer a los demás porque
necesitamos de ellos. Su origen se sustenta siempre en
una carencia o necesidad. Se busca en la persona que se
dice querer, llenar un vacío que se hace insoportable,
encontrar una respuesta a la demanda de ayuda y
protección, colmar una penuria afectiva. En este
contexto, la persona corre el peligro de ser
instrumentalizada en función de las necesidades, de ser
querida en tanto cuanto sirva de provecho, de ser
buscada por todo lo que ella ofrece. Y si el otro
responde también a las necesidades del amante, nace el
convencimiento de que se quieren con locura. A una
actitud como esta, aunque tenga gamas muy diferentes, lo
único que le queda de cariño es el nombre con que la
designamos.
El amor no es
simple enamoramiento
Por eso, un test
espléndido para medir la autenticidad y limpieza del
cariño es analizar la actitud de despojo frente a la
persona o realidad que se ama. No es posible querer de
verdad mientras no se esté dispuesto a prescindir
interiormente de ese amor, como signo de que el otro ya
no es un objeto de necesidad, sino sujeto de un deseo.
El que quiere porque no puede vivir sin esa experiencia
hará del amado un objeto que gratifica, un alimento que
colma y satisface, un alivio que serena y pacifica, pero
su cariño será todavía demasiado embrionario y
sietemesino.
Es la gran diferencia
que existe entre el simple enamoramiento, en el que
muchas parejas se quedan, y la experiencia afectiva
auténtica. El primero es epidérmico, superficial, nace
con suma facilidad, aunque a veces tarde más en
desvanecerse. Es una vivencia encantadora haber
descubierto que soy algo único y privilegiado para otra
persona. Pero el mundo afectivo se vive de forma tan
intensa que es difícil descubrir la fragilidad de sus
cimientos. Ya G. Marañón decía que “el enamoramiento es
uno de los estadios más idiotas por los que atraviesa la
humanidad”. Ortega y Gasset lo definía “como una especie
de imbecilidad transitoria” Y hasta el mismo Freud lo
consideraba como un prototipo normal de la psicosis, ya
que lo externo se diluye y desaparece.
La conclusión me
parece evidente. Cuando se está solo enamorado no
existen garantías de estabilidad permanente. Para que
surja el amor se requiere como condición indispensable
aceptar la diferencia y alteridad de la otra persona,
sabiendo que no puedo valerme de ella para colmar mis
gustos o necesidades. Un salto que requiere esfuerzo y
purificación.
No hay amor sin
sufrimiento
En otros tiempos, las
películas solían terminar con la boda feliz de los
protagonistas, después de haber superado diferentes
dificultades, como si la meta final ya estuviera
alcanzada. La vida demuestra que, a partir de ese
momento, es cuando comienza precisamente la gran
aventura. Es cierto que hay un tiempo de ilusión para
gozar la alegría de lo inédito. La llamada luna de miel
no se reduce solo al viaje de novios. Muchas parejas
recuerdan aquellos primeros años que vivieron como un
pequeño paraíso. Ninguna dificultad aparecía como
obstáculo para esa armonía que ata por dentro con la
fuerza de un amor que se consideraba indestructible. En
la escalada hacia lo imprevisto no existía miedo, porque
van los dos juntos, siendo fortaleza y aliento el uno
para el otro y, además, todavía no están cansados. Una
mirada o una caricia son suficientes para que la llama
del corazón no se apague.
Sin embargo, no todo
es tan auténtico como se trasluce en esas primeras
manifestaciones. También aquí las apariencias engañan,
encubriendo las inevitables limitaciones de todo amor
primerizo. Por ello, resulta muy comprensible que, con
el desgaste y la monotonía del tiempo, la pareja termine
abriéndose al realismo de los hechos. Tampoco la imagen
del matrimonio soñado se ajusta por completo a su verdad
más auténtica. A partir de ese momento, se comienza a
constatar las pequeñas e inevitables desarmonías en las
que nunca se habían reparado. Llega el tiempo de la
purificación para que el cariño no se marchite, como
tantas veces acontece, sino que siga adelante, por
encima de las nubes que oscurecen el horizonte.
El camino no será
nunca anclarse en el desengaño; hacer un pacto implícito
de pequeños derechos que el otro tendrá que respetar, si
desea que se respeten los suyos. Aunque ello suponga
para ambos un cierto sacrificio, que se acepta con el
deseo de evitar mayores tensiones y deterioros
posteriores. Y mucho menos, cerrar los ojos a la
realidad por el miedo a lo que pueda acontecer; o la
tentación de la fuga que se esconde como una amenaza en
esos momentos. El desempleo afectivo necesita otras
salidas y compensaciones, pues el cónyuge no responde ya
a todas las expectativas que se habían soñado. A veces,
hasta los propios hijos desempeñan el papel de elemento
compensador. Y cuando lo que debería ser fruto y
manifestación de ese cariño se convierte en el centro
afectivo de la pareja, es señal inequívoca de un amor
conyugal en decadencia.
No existen
paraísos infantiles
La maduración del
amor solo es posible, cuando se descubre que la
experiencia afectiva tiene también otras fronteras que
son necesarias para su autenticidad, y con las que no
hay más remedio que reconciliarse. Con una ingenuidad
infantil se sueña que el cariño conyugal será una
especie de nido caliente que abrigue y proteja contra el
frío, que cicatrice cualquier clase de heridas, que
colme los vacíos más profundos, que sea capaz, en una
palabra, de colmar las añoranzas de una felicidad sin
límites. Querer significa aceptar la diferencia y
alteridad de la otra persona, que impide utilizarla para
ponerla al servicio de las propias conveniencias o
necesidades. Aunque se desee comer a besos al ser amado,
como se dice con frecuencia, el amor nunca mastica ni
deglute, como si tratara de provocar una simbiosis
completa. Respeta la inevitable lejanía y separación de
quien es distinto.
Por eso, quedará
siempre sin llenar plenamente un resto que
mantiene al deseo insatisfecho, que nadie lo podrá
saciar por completo. La aceptación de ese vacío es una
señal de que se ama sin utilizar al ser querido. Quien
no renuncia a la plenitud soñada se quedará siempre a
las puertas del amor. Solo cuando se han pasado esos
pequeños desiertos que purifican, cuando los desajustes
cicatrizan con la comprensión y la ternura, se abre el
camino hacia el ascenso final.
Sin olvidar un
presupuesto anterior e indispensable. Antes de querer a
los demás como son, se ha de aprender el difícil arte de
amarse uno mismo como es, con sus límites y sombras,
incoherencias y debilidades, miedos y cobardías. Cada
día estoy más convencido de que quien no sabe amar a los
demás, no es porque se quiera demasiado a sí mismo, sino
porque no se ama aún lo suficiente. Si es verdad que el
amor engaña muchas veces, muchas más somos nosotros
quienes estamos engañados sobre la naturaleza verdadera
del amor.
Más allá de la
muerte
Cuando se llega a
estas alturas no hay que pensar en una vuelta atrás para
retroceder a los comienzos, cuando la convivencia
marchaba sin apenas dificultades. Hasta la misma libido
no se acalla por completo, pues sigue siendo el sendero
por el que dos corazones se acercan. No se necesitarán
tantas manifestaciones como antes, porque la vida les ha
enseñado nuevos caminos. Basta saberse acompañado y
sentir la caricia de una mano rugosa, pero todavía
sensible. El espíritu es capaz de resonar aún en la
debilidad del cuerpo, que sigue siendo palabra y
comunión. Las mismas cicatrices que un día sangraron son
ahora alimento de un amor que no quiso darse por
vencido. Los recuerdos permanecen casi intactos para
evocar los capítulos de una biografía que va llegando al
final.
La experiencia me ha
demostrado, aunque pueda parecer incomprensible, que, en
el momento de la viudez, –que nadie, como es lógico, la
desea- es cuando el cariño alcanza su cumbre más alta.
Solo queda la presencia de un recuerdo que lo llena
todo, en medio de la soledad. Pero ahora se espera, en
la fe, el momento del abrazo definitivo, como una cita
fijada para más adelante, de la misma manera que tantas
veces lo hicieron en cualquier esquina. La lejanía se
acorta, porque no están tan lejanos como parece.
Víctor Hugo lo había
plasmado en un bello poema, a la muerte de su mujer:
Ya hace tiempo que
aquella con quien he vivido
abandonó mi casa, Señor, por la tuya,
pero
aún estamos mezclados el uno al otro:
ella
está medio viva y yo muerto a medias.
Es el gran premio de
los que han sabido perdonarse, aunque no siempre, a lo
mejor, se hayan amado de verdad. Hoy necesitamos mucho
de estos testigos, para decir con fuerza que el cariño
tiene muy poco que ver con las caricaturas que presenta
nuestra sociedad.
Eduardo López
Azpitarte
Catedrático de
Teología Moral. Granada