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¿EN QUÉ "DIOS" CREEMOS?

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Mt 11, 02-11

Nos hallamos ante un texto cargado de contenido histórico y teológico, que despliega una amplia variedad de perspectivas, algunas de las cuales encierran una gran sabiduría espiritual.

No sería extraño que la pregunta inicial, "¿eres tú el que ha de venir...?", reflejara lo que fue la disputa histórica entre los discípulos de Juan y los de Jesús, acerca del mesianismo de este último: ¿Es Jesús el Mesías esperado por nuestro pueblo?

Mateo pone en boca de Juan, encarcelado por Herodes, una pregunta que, más bien, pertenecería a sus discípulos, algunas décadas más tarde.

Indudablemente, el modo de hacer del Maestro de Nazaret no respondía a la idea mesiánica que había fraguado en el imaginario colectivo judío. Más bien, había roto las expectativas y, lo que era más grave, parecía hablar de un Dios "diferente". ¿Sería el Mesías?

La respuesta de la comunidad cristiana toma dos direcciones: la palabra de los profetas y las propias obras de Jesús.

Recordemos, en primer lugar, los textos proféticos que se hallan detrás de la contestación que se pone en labios de Jesús:

"Entonces [en los tiempos mesiánicos], se despegarán los ojos de los ciegos, y las orejas de los sordos se abrirán. Entonces saltará el inválido como ciervo, y la lengua del mudo lanzará gritos de júbilo" (Isaías 35,5-6).

"Oirán aquel día los sordos..., los ojos de los ciegos verán, los pobres volverán a alegrarse en Yhwh, y los hombres más pobres en el Santo de Israel se regocijarán" (Isaías 29,18-19).

"El espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido Yhwh. Me ha enviado a anunciar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los presos la libertad..." (Isaías 61,1).

En la práctica de Jesús –afirma Mateo- se cumplen las más genuinas expectativas mesiánicas, tal como las habían anunciado los profetas.

Pero, quizás, lo que más nos interesa radica precisamente en la respuesta ofrecida por Jesús, con la que se autentifica la verdad de su mensaje. En nuestro lenguaje, podríamos plantearlo de este modo: ¿Cuál es el criterio de verdad de una propuesta o un camino espiritual?

La respuesta sólo puede ser ésta: que nos hace crecer en amor compasivo, que se expresa como servicio eficaz a favor de la vida.

Con otras palabras: ¿por qué sabemos que Jesús es el Mesías? Porque "pasó por la vida haciendo el bien" (Libro de los Hechos 10,38).

No hay signo más palpable de Dios que la bondad. Lo realmente divino no es el poder, ni los milagros, ni demostraciones de fuerzo..., sino el Amor.

Lo que ocurre es que esta respuesta remueve las ideas de Dios que suele tener la gente religiosa.

El propio Juan hablaba de un dios que, como recordábamos la semana pasada, como quien pone el hacha sobre la base de un árbol, está presto para acabar con quien no da fruto.

Jesús, por el contrario, hablará de un Dios que es Amor y acogida incondicional, en forma de compasión.

Juan insistía en el "pecado" y en la necesidad de convertirse para escapar de la amenaza.

Jesús, por el contrario, habla más bien de la necesidad de las personas que es necesario socorrer.

En definitiva, la persona religiosa –porque así lo ha enseñado la propia religión- se imagina a Dios como un gran Señor, celoso de sus propios intereses, a los que hay que privilegiar por encima de cualquier otra cosa.

En consecuencia –y aun sin pretenderlo- plantea la relación Dios / hombre en clave de rivalidad: tenemos que negar nuestros intereses para obedecer o someternos a los intereses de Dios. Este sería el dios de la religión y, también, el del Bautista.

Jesús nos muestra a un Dios "diferente": el que no tiene otro "interés" que nuestro bien. Porque no es un ser separado, al modo como ha tendido a imaginarlo y proyectarlo la mente humana –tantas veces hemos hecho un dios a nuestra medida...-, sino el Misterio que, constituyéndonos en lo más íntimo, es la Mismidad de todo lo que es.

Hasta el punto de que, como Jesús, podemos decir: "El Padre y yo somos uno" (evangelio de Juan 10,30); o "quien me ve a mí, ha visto al Padre" (evangelio de Juan 14,9).

A este contraste se refieren precisamente las palabras, a primera vista desconcertantes:

"Dichoso el que no se sienta defraudado por mí".

Es una bienaventuranza –de las cincuenta y cuatro que encontramos en el Nuevo Testamento-, ante la que el lector podría preguntarse: ¿Cómo alguien podría escandalizarse del hecho de que Jesús haga el bien a los más necesitados? Pero no se refiere a eso, sino, más bien, a la cuestión polémica que se hallaba en juego: ¿en qué "Dios" creemos?

La autoridad religiosa tenía una "idea" muy clara acerca de Dios, y acerca de lo que él deseaba. Esa idea, sin embargo, chocó frontalmente con el mensaje de Jesús, hasta el punto de que éste sería condenado por "blasfemo" (evangelio de Marcos 14,64).

La hondura espiritual de este texto radica precisamente aquí. No basta decirse religioso, ni tampoco creer en Dios; la cuestión decisiva es ésta: ¿en qué Dios creemos?

Cada vez somos más conscientes de que la palabra "Dios" no es Dios, y que alguien no está necesariamente más cerca de Dios porque lo nombre más veces.

La buena noticia de Jesús, así como su práctica –incluido el mismo conflicto en el que desembocó-, tendría que hacernos lúcidos para evitar cualquier trampa religiosa que consiste en absolutizar el nombre (Dios), olvidando el modo de ver, pensar y actuar que percibimos en Jesús.

Entonces podremos entender y sentir la verdad de la bienaventuranza: somos dichosos en la medida en que reconocemos el Misterio-Dios en la Bondad que se traduce en servicio a favor de la vida.

Ello requiere que nos dejemos remover en las ideas adquiridas sobre Dios, creciendo en lucidez –para ver qué es lo que ponemos dentro de ese nombre- y en coherencia –no sólo para no usarlo a nuestro servicio, sino para reconocerlo en todos los seres-.

El texto termina con lo que podemos considerar la imagen que los primeros cristianos tenían del Bautista. Para ellos, su rasgo más característico era el de ser "precursor" de Jesús, queriendo resolver así la cuestión suscitada por los bautistas, que afirmaban la superioridad de su maestro frente al nazareno.

El retrato de Juan, por lo demás, es sumamente elogioso. Se destaca en él su integridad y se le reconoce como el mayor de los profetas –"el mayor de los nacidos de mujer"-. Sin embargo, Mateo tiene mucho interés en subrayar la diferencia de calidad que supone seguir a Jesús: "el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él". ¿Cómo entender estas palabras?

No, ciertamente, en clave de comparación –típicamente mítica, propia del grupo que, anclado en el etnocentrismo, se cree en posesión de "la verdad"-, sino de "invitación": está "en el reino de los cielos" quien ha hecho de la bondad, como Jesús, el centro de su vida. Ese es, sin duda, y cualquiera que sea su religión o su increencia, "el más grande".

 

Enrique Martínez Lozano

www.enriquemartinezlozano.com

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