Muchas veces a lo largo de la historia, la humanidad se ha encontrado en situaciones tan graves y con un futuro tan oscuro que temía que fueran los últimos tiempos. Hasta ahora, siempre ha salido adelante y se ha visto en cada crisis el parto de un mundo nuevo, o al menos renovado. Estamos atravesando uno de esos momentos. ¿Saldremos de ella, como siempre ha sucedido, o esta vez no se trata de dolores de parto, sino de agonía?
Alguien definió la nuestra como una época apocalíptica, una época de crisis y revelación en la que no hay que tener miedo, sino conciencia y determinación para actuar, porque la historia está en gran parte en nuestras manos y, como de todos modos sigue adelante, su dirección depende de las decisiones humanas.
Hoy la situación es más compleja que nunca, porque el mundo se ha hecho pequeño, ya no existe un lugar donde una parte pueda refugiarse y buscar un nuevo comienzo. El mundo es nuestro barco, o lo manejamos en estas aguas tempestuosas de forma concertada o nos hundiremos todos. Y no sé si, en ese caso, querría estar entre los supervivientes. El mundo se ha vuelto pequeño y el hombre se ha vuelto demasiado poderoso, y si su poder no va acompañado de una sabiduría igualmente mayor, todos sabemos lo que puede pasar.
La voz más alta, también en sentido moral, y más fuerte que se ha alzado y sigue gritando para llamar a todos, sin excepción, a una acción común por el bien de todos ha sido la del Papa Francisco. Y es sin duda una voz profética, que llama a los contemporáneos a una conversión —en el sentido literal de un cambio de dirección—, a la creación de un nuevo modelo de convivencia y cooperación, al relanzamiento de un humanismo renovado que se inscriba en un marco más amplio, el de una ecología integral que considere al ser humano y sus actividades —económicas, políticas y sociales— como parte del sistema ecológico.
Cuando la niebla es muy espesa, para intentar ver algo hay que subir más alto. Para interpretar nuestros tiempos, la mirada larga, incluso larguísima, de la Historia es una herramienta preciosa. Es con esta mirada con la que habrá que leer e interpretar al Papa Francisco.
La complejidad del mundo moderno no puede entenderse sin un pensamiento capaz de concebirla situándola dentro del complejo planetario en el que vivimos hoy. De lo contrario, nos encontraríamos ciegos ante las oportunidades, inconscientes ante las catástrofes globales: ecológicas, sanitarias, nucleares; irresponsables porque continuaríamos con el automatismo de acciones, modelos y paradigmas que han permitido giros significativos en la historia de la civilización humana, pero que hoy corren el riesgo de determinar su colapso.
Relanzar el humanismo significa volver a poner de relieve su instancia original de reconocimiento del valor fundamental, intrínseco e inalienable de cada persona, hacer que ya no sea abstracto, ya no sea eurocéntrico, ya no sea antropocéntrico sino integral e integrador. En esta perspectiva, queda claro que ya no se puede hablar de humanismo cristiano por un lado y laico por otro, sino que ambos pueden converger de manera inédita en el universalismo concreto de un humanismo planetario.
El nuevo paradigma que necesitamos para construir el futuro solo puede estar hecho de cosas viejas y cosas nuevas, porque no todo se reduce a escombros para reconstruir: como hacían los antiguos, se reutilizan las mismas piedras y ladrillos para construir edificios nuevos, o como hacemos hoy, se salva lo que es bello y bueno de lo antiguo y se renueva.
Hoy estamos llamados a completar la Revolución Francesa, después de la libertad y la igualdad, protagonistas del siglo XIX y del siglo XX, la fraternidad puede convertirse en protagonista del siglo XXI y convertirse en fin sin dejar de ser medio.
Así lo creyó el Papa Francisco en aquella Encíclica del significativo título de Fratelli tutti identificando las tendencias del mundo actual que obstaculizan el desarrollo de la fraternidad universal. Una fraternidad indispensable para el futuro de la humanidad, un futuro que, como demuestran las recurrentes crisis mundiales de todo tipo —financieras, medioambientales y sanitarias—, ya no parece abordable con reacciones de emergencia.
Si la globalización se reduce a la homogeneización económica y cultural, la mirada se ciega, y en el aplanamiento general no se vislumbra ninguna salida, ningún espacio para la novedad. La realidad que debemos construir no es la esfera, observaba el Papa Francisco repetidamente en esa encíclica, sino el poliedro que representa una sociedad en la que las diferencias conviven integrándose, enriqueciéndose e iluminándose mutuamente, aunque ello implique discusiones y desconfianzas.
Desde esta perspectiva, el diálogo no es una opción entre otras, muchas, diversas opciones… sino el método auténtico y único.
La política debe recuperar su predominio sobre la economía y las finanzas, porque le corresponde tener la visión capaz de armonizar y guiar a la sociedad hacia el bien común. Para ello se necesitan políticos de gran alma, con una sólida preparación, que entiendan la política, tal y como es en su naturaleza original, una vocación alta, una de las formas más preciosas del amor, porque busca el bien común. El amor es virtud política cuando se convierte en amor social, una fuerza capaz de suscitar nuevas vías para afrontar los problemas del mundo actual y renovar profundamente desde dentro las estructuras, las organizaciones sociales y los ordenamientos jurídicos.
Sí, el Papa Francisco ha tratado de mostrar por qué la fraternidad es hoy un valor político indispensable, por qué es necesario que modele el mundo futuro en todos sus aspectos, incluidos la economía y la organización social, ampliando su mirada más allá de los últimos siglos hasta el origen de la humanidad.
La historia nos muestra qie na primera humanidad fue la de los cazadores y recolectores, en la que la relación con el ecosistema aún era equilibrada. La humanidad agrícola cambia radicalmente esta relación, iniciando la progresiva supremacía del hombre sobre el medio ambiente. Pero los hombres no son muchos y su poder es limitado, por lo que el sistema funciona y permite a la humanidad un crecimiento numérico constante.
La tercera época de la humanidad comenzó a finales del siglo XV con el descubrimiento de América y el desarrollo de la tecnología; el impacto humano sobre el medio ambiente se hizo cada vez más fuerte con la revolución industrial hasta llegar a la llamada «gran aceleración» posterior a la última posguerra. El poder humano ha crecido desmesuradamente a expensas de todo lo que representaba un obstáculo.
Podríamos encontrarnos ahora en los umbrales de una nueva humanidad y, para sobrevivir, tendrá que ser una humanidad solidaria.
Y ya no habrá lugar para esa idea de progreso, en la que aún hoy nos reconocemos, basada en la fe en un crecimiento imparable, producido por la técnica y medido exclusivamente en términos cuantitativos de renta y consumo. A esta concepción del bienestar, el Papa Francisco invitaba a contraponer la idea de los pueblos originarios de la Amazonía del buen vivir, que implica una armonía personal, familiar, comunitaria y cósmica y se manifiesta en su forma comunitaria de pensar la existencia, en la capacidad de encontrar alegría y plenitud en una vida austera y sencilla, así como en el cuidado responsable de la naturaleza que preserva los recursos para las generaciones futuras. Los pueblos aborígenes podrían ayudarnos a descubrir qué es una sobriedad feliz y, en este sentido.
Nuestro mundo occidental es víctima de una hiper-especialización, necesaria para el desarrollo de la tecnología, que nos debilita y que ha creado un modelo económico que ya no tiene en cuenta la realidad del ser humano y sus necesidades inmateriales, incapaz de pasiones, emociones, alegrías, infelicidades, creencias, miserias, miedos, esperanzas, que son el cuerpo mismo de la existencia humana. No se trata de detener el desarrollo, sino de redefinir el concepto de progreso reconociendo que la justicia social y una buena vida son elementos intrínsecos y necesarios.
¿Qué consideramos progreso? El Papa Francisco sugería que dejemos de pensar en él solo en términos materiales y cuantitativos, sino más bien como desarrollo humano integral. El espíritu humano tiene muchas más necesidades reales que su cuerpo.
En un mundo que evoluciona tan radicalmente, también el ser humano debe cambiar para sobrevivir. Hemos llegado a un punto decisivo de la evolución humana en el que la única salida se encuentra en la dirección de una pasión común y un actuar en armonía, de forma concertada. Esto es lo que hay que aprender y solo se consigue mediante el diálogo incansable, la amistad y la confianza mutua.
Tras los siglos del homo oeconomicus es el momento de dar vida a un nuevo paradigma con el que identificarnos: el homo communitarius. Volver a la idea de los bienes comunes, del bien colectivo. Y se necesita un verdadero salto evolutivo, un cambio profundo, radical y espiritual. La humanidad debe ser la del homo frater.
Gracias, Papa Franscisco, por su contribución humana y religiosa, en gestos y palabras, a esta nueva humanidad fraterna y solidaria.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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