PRIMEROS Y ÚLTIMOS
Enrique Martínez LozanoMc 9, 30-37
Por tres veces, Marcos pone en boca de Jesús el anuncio de su muerte-resurrección. Y por tres veces queda patente el contraste radical entre el camino tomado por Jesús y el que quieren tomar los discípulos.
Jesús habla de "entrega"; los discípulos de "ser el más importante". No es extraño que, a lo largo de su escrito, Marcos se refiera a estos como "ciegos" y "sordos", porque no ven ni entienden.
La clave radica en las palabras del maestro de Nazaret, que aparecerán en el capítulo siguiente: "Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos" (Marcos 10,42-45).
Parece claro que actitudes tan diametralmente divergentes solo se explican desde la diferente percepción que uno y otros tienen de su propia identidad.
Los discípulos representan la postura del "yo" (o ego). Al identificarse con el yo, como si constituyera su identidad, no pueden hacer otra cosa que vivir para él: para alimentarlo, sostenerlo y auparlo por encima de cualquier otra cosa.
La identificación con el yo no puede conducir sino a una vida egocentrada, en la que todo gira en torno a los intereses del propio yo. Desde esos intereses es desde donde se mira y se juzga todo; desde ellos también, se actúa y se organiza la propia existencia.
Ahora bien, dado que el yo es inconsistente y vacío –es solo una "ficción óptica de la conciencia", como dijera Einstein-, la persona que se identifica con él se ve embarcada en un camino interminable de voracidad, insaciabilidad e insatisfacción. Y ello por la dinámica propia de esa falsa identificación con esa cosa llamada "yo", que nunca tiene bastante, por la sencilla razón de que es un vacío sin fondo.
La consecuencia no puede ser otra que la frustración y el sufrimiento inútil, dando lugar a lo que algún psicólogo ha llamado la "noria hedonista": porque la búsqueda del placer a toda costa no hace sino incrementar el sufrimiento.
La causa, sin embargo, es la inconsciencia o ignorancia de quienes somos. El desconocimiento de nuestra verdadera identidad hace que nos tomemos por lo que no somos, y vivamos equivocadamente, generando sufrimiento. Se trata de la ignorancia básica, que nos hace tomar como "real" lo que solo es un "sueño", y nos lleva a creer que es una "ilusión" lo auténticamente Real.
Cada vez con mayor precisión, los neurocientíficos empiezan a explicarnos el origen neurobiológico de aquella identificación: las intenciones físicas y mentales de evitar el dolor y acercarse a lo placentero toman la forma de secuencias de acción hacia estados mentales que van generando de modo implícito la experiencia de "agencia", es decir, de un "yo" que es el autor de sus acciones y, asociada a ella, la experiencia de ser una entidad física y mental separada y diferente del entorno. Es lo que afirma el reconocido neurólogo norteamericano, de origen portugués, Antonio Damasio, cuando escribe que, como resultado del proceso evolutivo, el ser humano llega a generar automáticamente el sentido de que es el propietario de la "película del cerebro".
Como consecuencia del propio funcionamiento cerebral, terminamos confundiéndonos con lo que la mente nos dice que somos. Lo que ocurre, sin embargo, es que –como ha titulado uno de sus libros el doctor Francisco Rubia- "el cerebro nos engaña".
La mente no puede saber quiénes somos, por la sencilla razón de que ella es únicamente una parte, un "objeto" dentro de lo que somos. Si nos ceñimos a ella, lo que sucede es que nuestra capacidad de ver se ve constreñida a sus estrechos límites.
Para "ver" (despertar), es necesario justamente acallar la mente. Deja caer todo lo que son objetos mentales y emocionales –pensamientos, sentimientos, emociones, reacciones, afectos...-, y pregúntate qué queda. Mientras puedas nombrarlo, sigue siendo un objeto más. Aquello que permanece siempre, que puede ser vivido, pero no nombrado ni pensado, Eso es tu verdadera identidad: la pura Consciencia de ser, que se expresa como "Yo Soy".
Así es como se percibe Jesús, un hombre desidentificado de su ego, que se reconoce como Consciencia transpersonal, una identidad atemporal e ilimitada, que le lleva a decir, por ejemplo: "Antes de que Abraham naciese, Yo Soy" (Juan 8,58).
Desde esa percepción, cae cualquier idea o creencia de ser un "yo separado". La egocentración se transforma en sentimiento y experiencia de Unidad. Del "yo apropiador" se pasa a reconocerse como "cauce" o "canal" a través del cual fluye lo que somos en profundidad... Se abre camino la Sabiduría y la Compasión.
Si lo característico del yo es la apropiación –"ser el más importante"-, lo distintivo de Yo Soy es el servicio. Y así podemos entender adecuadamente por qué Jesús presenta a Dios como "Gracia". En la "parábola en acción" que constituye el relato del lavatorio de los pies (Juan 13,1-15), Jesús se sitúa como "esclavo", al servicio de todos. Y, en ese mismo gesto, muestra a Dios como Servicio y Cuidado.
Tal imagen rompe los esquemas que las personas religiosas han podido hacerse sobre Dios, en el sentido de que, según Jesús, Dios no crea para que le sirvamos, sino para servirnos. Dios, según Jesús, es Servidor. Podemos comprender que él mismo se identifique de ese modo.
A partir de ahí, la discusión sobre "el más importante" aparece fuera de lugar. Para quien ha visto, como Jesús, el "primero" es "el último y el servidor de todos".
Y eso es lo que quiere expresar la imagen del niño, puesto "en medio", en el centro. En la Palestina del siglo I, el niño simbolizaba a quien no contaba en absoluto –menos aún si era niña-, al último de todos. Pues bien, en la inversión radical que se produce en cuanto reconocemos el engaño de identificarnos con el yo, los primeros son los últimos... Y esos últimos son figura de Jesús... y de "quien me ha enviado".
Enrique Martínez Lozano