Lc 2, 22-40
La purificación de la madre y la presentación del niño constituían los dos momentos del rito que estipulaba la ley mosaica –y otras similares, en otras tantas culturas-, justo cuarenta días después del parto. Tras ese tiempo –la "cuarentena"-, la mujer salía por primera vez de casa, tras haber dado a luz.
Sabemos que las culturas antiguas eran propensas a regular minuciosamente todo lo relacionado con la vida y la sexualidad: se trataba de dos dimensiones básicas, ante las que el ser humano se sentía sobrecogido. No es extraño que lo relacionado con ellas fuera campo propicio para la legislación que establecía tabúes y, en una cultura machista o patriarcal, declarara "impura" a la mujer cuando vivía algo relacionado con el sexo y el origen de la vida.
Esta práctica, legislada en la ley judía, se halla en la base del establecimiento, precisamente el día 2 de febrero –una vez que se había convenido en fechar el nacimiento el día 25 de diciembre: "Dies Natalis Solis"- de esta doble fiesta en la Iglesia católica: la purificación de María y la presentación de Jesús.
Y, como lectura adecuada para la misma, se toma este texto correspondiente al "evangelio de la infancia", de Lucas. Si todo el relato evangélico –aun sin negar un fondo histórico, nada fácil de determinar en cada caso- es catequesis, los relatos de la infancia no tienen otra finalidad que la de presentar –en clave teológica- lo que será Jesús para la comunidad de sus seguidores.
Nos hallamos, pues, en la perspectiva de Lucas, en pura teología. Desde el inicio de su escrito, el autor quiere decirnos quién es Jesús. Y para ello se sirve de la figura de dos ancianos venerables, caracterizados por su ardiente espera de la liberación del pueblo.
De ese modo, Lucas pone en labios de Simeón la palabra que, según su propia comunidad, define la identidad de Jesús: es el Salvador. No es casual: el llamado "tercer evangelio" será el que se refiera a Jesús con ese término, poniendo especial énfasis en mostrar su dimensión compasiva o misericordiosa, en particular con respecto a los pobres, los necesitados y los considerados "pecadores" por parte de la religión oficial.
"Salvación", sin embargo, es una de tantas palabras gastadas y, en cierto sentido, pervertidas por el uso excesivo e inadecuado. Los tonos mítico-heterónomo, espiritualista, individualista, perfeccionista-culpabilizador, moralista-rigorista..., con los que ha solido venir revestida, la han sacado definitivamente de nuestro vocabulario cotidiano.
Si, como sucede también con otras palabras igualmente gastadas, tuviéramos que encontrar otra que evocara su contenido, quizás podría servirnos el término "comprensión" (o incluso "consciencia").
Porque la "salvación" no es "algo" añadido a lo que somos; ni algo que hayamos de buscar "fuera" o en el futuro. Si todo es aquí y ahora, si únicamente existe el Presente y Presencia es nuestra verdadera identidad, la "salvación" (de la ignorancia, de la confusión, del sufrimiento y de la muerte) no puede consistir en otra cosa que en reconocerlo, es decir, en comprender y vivir lo que somos.
En este sentido, es claro que nos "salvamos" en la medida en que accedemos a nuestra verdadera identidad. Y esta no puede ser objeto de una "creencia" –no se halla al alcance de la mente-, sino de una experiencia: únicamente podemos conocer quiénes somos precisamente cuando lo somos.
Desde esta clave, Jesús no "viene a salvarnos" de un supuesto pecado original que nos habría hecho perder, por generaciones, la amistad de Dios. Nos salva porque reconocemos en él a alguien que ha "comprendido", que ha "visto" el Secreto último de lo Real y se ha vivido en coherencia con ello. Jesús nos salva porque nos hace de "espejo" de lo que somos todos (Enrique MARTÍNEZ, ¿Qué Dios y qué salvación? Claves para comprender el cambio religioso, Desclée De Brouwer).
Enrique Martínez Lozano