¿QUÉ MISIÓN?
Enrique Martínez LozanoMc 6, 7-13
"Misión" es una palabra que actualmente cotiza a la baja, hasta el punto de que corre el peligro de resultar inutilizable.
El motivo tiene que ver con la nueva sensibilidad que emerge a partir de la modernidad, que lleva a cuestionar radicalmente los supuestos habituales sobre los que la idea de la "misión" se sustentaba.
Nacida en una etapa mítica y, por tanto, etnocéntrica, tal idea comportaba inevitablemente un componente de "superioridad" y de proselitismo. Quienes se consideraban en posesión de la verdad –fuera filosófica, política o religiosa- se sentían en la obligación interior de ("enviados a") darla a conocer, para que también los otros accedieran a ella.
A partir de ese planteamiento, tácita y definitivamente aceptado, todo lo demás era consecuencia. Tanto el sentimiento de superioridad –con frecuencia, en forma de paternalismo-, como el afán de "convertir" a los otros proclamando que así se buscaba su bien, constituían elementos imprescindibles de aquella cosmovisión.
A medida que se iba superando el nivel mítico, empezó a chirriar cualquier idea de "superioridad". Y a partir del momento en que fuimos siendo capaces de tomar distancia del modelo mental de conocer, vinimos a reconocer que la trampa se encerraba justamente en aquel principio que se daba por supuesto: la idea misma de estar en posesión de la verdad.
Tanto las personas como los grupos poseemos diferentes "mapas", con los que tratamos de comprender el "Territorio" de lo Real. Esos mapas –no puede ser de otro modo- están formados por un conjunto de ideas, normas y creencias, que buscan apuntar más allá de sí mismas. Cuando esto se olvida y se absolutizan las creencias, se cae en un error grave y sumamente perjudicial: el de creerse en posesión de la verdad, considerando erróneos todos aquellos otros "mapas" que no coincidan con el propio.
Entre esta postura que podemos designar como "absolutismo dogmático" y el otro extremo del relativismo vulgar, empezamos a ser cada día más conscientes de que nuestro modo de conocer siempre es relativo, por cuanto se halla situado dentro de unas determinadas coordenadas espaciotemporales. Si a eso añadimos que la Verdad no se puede pensar –por cuanto no es un "objeto" delimitable-, nos dejaremos conducir a una actitud humilde. En ella, no renunciamos al espíritu crítico, pero no caemos tampoco en la prepotencia arrogante de quien se identifica con los resultados –siempre pobres- de la propia razón.
Nuestro espíritu crítico nos hará ver que no todos los mapas son iguales, que hay afirmaciones más ciertas que otras y modos de actuar más positivos que otros. Pero todo eso no nos ahorrará el esfuerzo de la búsqueda ni la flexibilidad para tomar distancia de nuestros propios mapas, abriéndonos a la Verdad que los trasciende.
En todo este camino, que habrá de estar marcado por el encuentro y el diálogo, así como por el respeto y la valoración del otro diferente –la diferencia no tiene por qué ser fuente de inseguridad, como ocurría en el nivel mítico, sino aporte enriquecedor-, me parece que podremos empezar a ponernos de acuerdo en dos indicadores.
El primero de ellos, que ya ha quedado insinuado, podría formularse de este modo: la Verdad no puede ser pensada ni encerrada o reducida a una creencia –"el Tao que puede ser expresado no es el verdadero Tao"-; solo podemos conocerla cuando la somos. No se trata, por tanto, de tener la verdad –algo inaccesible a nuestra mente-, sino de ser Verdad. Y únicamente cuando la somos, es cuando la conocemos.
Evidentemente, este camino es mucho más honesto, exigente y humilde. Ya no me veo a mí mismo como alguien que –con un más o menos disimulado sentimiento de superioridad- se cree en posesión de la Verdad, sino como aquel que va descubriendo que solo en la medida en que tome distancia de su propio ego, podrá abrirse al Territorio que trasciende la mente y la perspectiva egoica.
No solo eso. Al salir de la identificación con el propio yo, emergerá la Identidad compartida y, con ella, el Amor y la valoración hacia todos los seres.
También desde esta perspectiva, se hace patente que la apertura a la Verdad pasa por ir respondiendo adecuadamente a la pregunta primera: "¿quién soy yo?". Las respuestas inadecuadas o "incompletas" a la misma, que nos llevan a identificarnos con determinados objetos (cuerpo, mente, afectividad, experiencias, creencias...) nos mantendrán sumidos en la ignorancia, la confusión y el sufrimiento. Solo la respuesta adecuada –soy aquello que no puede ser observado, lo que no es "objeto"- hará posible la sabiduría y la liberación.
Hablaba también de un segundo indicador para el camino. Se trata, a mi modo de ver, de la posibilidad de compartir un "mínimo común denominador", en el que todos, más allá de los "mapas" de cada cual, podamos encontrarnos.
Ese mínimo me parece que no puede ser otro que el cuidado de la Vida –de toda vida- y el Amor a todos los seres. De modo que cualquier "mapa" pueda ser sometido a este test.
Me parece claro que todas las tradiciones espirituales han planteado, de un modo u otro, este "doble indicador", aunque posteriormente las "formas" adoptadas históricamente lo hayan podido oscurecer.
Si venimos al texto del evangelio que leemos hoy, reconocemos esa misma intuición original, antes de lo que fuera la "práctica" concreta de aquellas primeras comunidades. El horizonte del envío no es otro que el de favorecer la vida. La "autoridad sobre los espíritus inmundos" no es otra cosa que el compromiso a favor de la vida y de las personas, frente a aquellas fuerzas que tienden a doblegar y a dañar.
Desde esta perspectiva, la "misión" puede reencontrar su sentido. Enviados a favor de la Vida, por el camino de ser, que nos conducirá a la experiencia de nuestra verdadera identidad, una Identidad que percibiremos compartida y no-dual. Será esta experiencia la que hará posible que modifiquemos nuestros patrones de comportamiento, en la línea que pone de relieve el siguiente relato.
Un antropólogo que estudiaba los hábitos y costumbres de una tribu en África, que siempre estaba rodeado de niños de la tribu, decidió hacer algo divertido entre ellos; consiguieron una buena cantidad de caramelos en la ciudad y los pusieron a todos en una canasta decorada con cinta y otros adornos, y luego dejaron la canasta debajo de un árbol.
Luego llamó a los niños y propuso un juego: que cuando él dijese "ahora", ellos deberían correr hasta aquel árbol y el primero que llegase a la canasta sería el ganador, y tendría derecho a comerse todos los caramelos él solo.
Los niños fueron colocados en fila, esperando la señal acordada.
Cuando dijo "¡Ahora!", todos los niños se tomaron de las manos y salieron corriendo juntos hacia la canasta. Llegaron juntos, y comenzaron a dividir los caramelos, y sentados en el suelo, los comieron felices.
El antropólogo fue a su encuentro y les preguntó indignado por qué habían ido todos juntos, si solo uno pudo haber tenido toda la canasta.
Entonces, los niños respondieron: ¡¡¡UBUNTU!!! ¿Cómo uno de nosotros podría ser feliz si todos los otros estuviesen tristes?
UBUNTU significa: "¡Yo soy porque nosotros somos!".
Enrique Martínez Lozano