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CARTA ABIERTA A MARÍA DE NAZARETH

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Querida Ima:

Me dirijo a ti, María, en estos términos –"ima", mamá en arameo - porque así mis palabras te repicarán a gloria como cuando las escuchabas de labios de tu hijo Jesús cuando era niño. Y también porque me la repican igualmente a mí desde que él pronunció las suyas nombrándome coheredero de su postrero legado: "mujer, aquí tienes a tu hijo", y a Juan: "aquí tienes a tu madre".

Quisiera referirme hoy en ésta, a algunos asuntos que la doctrina de la Iglesia oficial llama dogmas. Dogmas que como católico me obliga a mantener, y que considerados desde el sentido común –¿también aquí "el menos común de los sentidos"?- me tienen espiritualmente flipado: y nada que ver todo esto con aquello de "la religión, opio del pueblo". ¿O quizás sí?

Con la declaración de tu Inmaculada Concepción para preservarte de un pecado original mal entendido siento que me han alejado de ti, creatura humana como yo, para elevarte a una gracia que todos –la calcita, la rosa, el salmón, la lagartija, el ruiseñor, el oso panda- nos ha sido dada por amorosa creación divina. Pienso que nada añade a ello el saludo de Gabriel en tu Anunciación, las calurosas palabras de tu prima Isabel, o la supuesta revelación de tu identidad a Bernardette Soubirous.

Lo de tu Virginidad perpetua antes, durante y después del parto -aunque en mi calidad de hombre varón me afecta menos- sí que me repele un tanto más. En el dogma anterior la ofensa era al espíritu, en éste es a la carne.

Inteligible sería que los Santos Padres, tan devotos tuyos, y el concilio de Letrán de 649, tan eco de sus doctrinas, llegara a declararlas de fe. Pero incomprensible, que en nuestros días se siga defendiendo, como si el conocimiento de la Historia de las Religiones estuviera vetado en el foro de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en otros tiempos llamada Inquisición: Attis, Buda, Dinisio, Heracles, Krishna, Mitras, Osiris, Zoroastro, y tantos otros, te han precedido en la virginidad de sus respectivas madres según dicha Historia.

Estoy convencido que la primera en desaprobarlo fuiste tú, judía convencida, en cuya cultura la virginidad no era en absoluto un timbre de gloria. (Casi como hoy, aunque por razones muy diferentes). Y estoy seguro también que te hizo mucha gracia aquello de "como el rayo de sol por el cristal, sin romperlo ni mancharlo", que escribió en su catecismo el Padre Ripalda.

Un tercer dogma –y en éste sí que siento que te arrancan de mi naturaleza más humana- es el de haber sido "asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial". Y esto, "divinamente revelado" en pleno siglo XX, en el que las comunicaciones no tienen ya fronteras, salvo en el Vaticano.

Es cierto que la tradición así lo afirma, pero la tradición no puede estar ajena a la inexorable ley de la evolución natural de las creencias –como de todas las cosas-, sujetas siempre al rigor de una exégesis iluminada no sólo por la fe sino también por la razón que, al menos en mi opinión, también me la dio Dios.

Sobre el primer dogma -el de tu Maternidad Divina- proclamado en Éfeso, y según el cual "si alguno no confesare que el Emmanuel (Cristo) es verdaderamente Dios, y que por tanto, la Santísima Virgen es Madre de Dios, porque parió según la carne al Verbo de Dios hecho carne, sea anatema", poco más hay que añadir a lo anteriormente dicho. Cirilo salvó los muebles de Roma sobornando a las autoridades imperiales y derrotando la propuesta de Nestorio en la que se defendía que tu habías dado luz a un hombre en el que la divinidad había ido a habitar. (¿Como en ti y en mí, en principio, y en la intensidad y fuerza con que cada uno somos capaces de descubrirla y desarrollarla?)

Pero lo más grave para mí, y ofensivo para ti -"Madre de todos los hombres"-, es que todas estas entelequias dogmáticas separan a los católicos de todos los que no lo son. ¿No crees que algo gordo está fallando aquí, querida Ima?

Yo sé que tu vida estuvo siempre al margen de todas estas disquisiciones teológicas, incluso de las mías. Lo que te importó fue vivir. Y como luego hizo Jesús, del que tu fuiste crisol, descubrir en lo más profundo de tu ser el fulgor divino que también tu hijo supo, gracias a tu ejemplo, revelar en él.

En cualquier caso te admiro y te quiero, más por lo cielo que has sido en la tierra y sigues siendo, que por el cielo en que dicen que te encuentras.

Tuyo de siempre y para siempre

 

Vicente Martínez

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