Uno de los pasos importantes de la madurez humana es llegar a comer por sí mismo, sin necesidad de que nos acerquen el alimento a la boca.
El pueblo de Israel en su caminar por el desierto, después de la huida de Egipto, tuvo que descubrir por propia experiencia que la auténtica liberación no era solo la del opresor, hay otra mucho más profunda que es la de liberarnos de nosotros mismos.
Su inmadurez, reflejada en las quejas constantes a sus líderes por las dificultades del camino, era evidente también en sus reproches a un Dios que no cubría sus necesidades básicas. El desierto les ayudó a una auténtica transformación de su imagen de Dios.
Es verdad que durante un tiempo dependieron del maná que se les proporcionaba cada día y que recogían de manera gratuita, como nos lo cuenta la primera lectura de hoy. Añoraban las cebollas de Egipto, a pesar de la dura vida que tenían que soportar allí. Ante su insistencia Dios les proveyó durante un tiempo de un alimento que se les venía dado y por el que no se tenían que preocupar.
Pero llegó un momento en el que ya instalados en la tierra de Caná como fruto de su trabajo y esfuerzo pudieron comer los productos de la tierra que ellos mismos habían cultivado y trabajado: panes ácimos y semillas tostadas.
La travesía por el desierto de nuestra vida es también un aprendizaje, un proceso de madurez en el que no podemos estar siempre culpando a los otros de lo que no funciona. Llegar a alimentarme para vivir en plenitud mi llamada a ser hija de Dios supone buscar una relación con Dios que no me la dará nadie: ni la jerarquía, ni la teología, ni los grupos cristianos, se trata de una experiencia personal que se va dando día a día a través de la oración, del silencio y de la Palabra, de la lectura de la realidad desde otra perspectiva, eso sí, contrastado con la comunidad cristiana.
La parábola del evangelio nos describe la inmadurez de dos hijos que no han descubierto su identidad. El pequeño busca fuera lo que ya tenía dentro de casa, pero quiere experimentar por sí mismo hasta que reconoce que se ha equivocado de camino y ha obviado que, en su casa, había alimento en abundancia y que había dado todo por supuesto.
El mayor, tan preocupado por cumplir la ley, creyendo que así agrada al padre, no entiende que el plan de Dios no es que se cumpla su voluntad, sino que desarrolle al máximo los talentos que se le han regalado gratuitamente y, siendo feliz, pueda también hacer felices a los demás. Por eso no se alegra con la vuelta a casa de su hermano, y solo le sale el reproche a ambos por no reconocer el trabajo realizado a lo largo de su vida para ser “reconocido y valorado”.
Ninguno de los dos ha entendido la llamada a ser personas maduras que se alimentan solas, porque han encontrado la fuente en casa, y es el Dios que Jesús nos presenta, el Abba, quien tiene que explicarles que hay más que de sobra para compartir y celebrar y que el auténtico gozo está, no solo en descubrir quién soy sino en que mis hermanos lo descubran y lo disfruten de la misma manera.
Claro que esta parábola es una llamada a la conversión; pero no como nos la han intentado interpretar, la vuelta del pecado a la gracia, sino algo mucho más profundo: un encuentro con el verdadero rostro de Dios y un conocimiento personal que me lleva a cambiar mi estilo de vida. En otras palabras, apuntar a una madurez personal cuando lo que se ha practicado en la Iglesia es ser dirigidos y dependientes de la jerarquía. No podemos por más tiempo echar balones fuera, hay que asumir esa relación filial a la que estamos llamados.
Me preocupa mucho que a la vez que se nos llena la boca con la palabra “sinodalidad” y se buscan maneras de crear una Iglesia más participativa están surgiendo, sobre todo dirigidos a personas jóvenes, movimientos que no van en esa dirección de buscar una maduración personal, sino otra vez una vuelta a un infantilismo en el que las personas son felices cuando les aseguran que, si cumplen con ciertas normas se van a “salvar”, y no se tienen que preocupar más que de obedecer.
Estos días participando de un webinar de mujeres teólogas con un gran recorrido y una vida con muchas dificultades provocadas por el patriarcado, constataba una vez más que la institución no quiere que las cosas cambien, sino mantener unas estructuras que siguen siendo opresoras y que no ayudan a las personas a conseguir la madurez plena. Temen perder el poder, el control que han tenido siempre e intentan acomodar el evangelio a sus intereses. Por eso tanta gente queda tirada en el camino.
Para poder aclamar como el salmista: “Gustad y ved que bueno es el Señor” desde lo más profundo del corazón, supone querer hacer experiencia de ese Dios vivo que actúa en la historia, en mi historia. Dar razón de esa verdad me llevará por caminos por donde quizá no encontraré a mucha gente ya que supone mucho esfuerzo, tenacidad y resiliencia, pero tendré la certeza de que el Dios que me guía me llevará a la madurez humana y espiritual a la que estoy llamada.
Carmen Notario