Emocionada y solemne despedida en la colegiata madrileña de San Isidro al que fuera, durante más de 26 años (de 1972 a 1998), auxiliar de Madrid y obispo de facto (que no de iure) de Vallecas, con el cardenal Tarancón al mando del arzobispado de la capital y de la Iglesia española. Despedida emotiva, con más de 30 obispos y unos cien curas. Y el templo repleto de gente, su gente, el pueblo sencillo y llano, al que dedicó su vida, con una entrega total, el llamado 'obispo rojo de Vallecas'.
Un calificativo con el que no están de acuerdo algunos de los presentes en su funeral. Sentado a mi lado, Gabriel Rosón, periodista de 84 años, que fue amigo y acompañó al Iniesta líder de la Iglesia de Vallecas y referencia progresista de la Iglesia española. "Siempre fue un hombre de pensamiento libre, por eso no encaja con ese estereotipo periodístico", explica el compañero jubilado.
Y, como queriendo justificarlo bien, Rosón ("nada tengo que ver con el que fuera ministro en la Transición") explica que Iniesta siempre fue un gran contemplativo en la acción. "Era un místico de categoría. Un hombre con una experiencia mística profunda y, por eso, desde ahí, nunca tuvo miedo de comprometerse en defensa de los más débiles".
Un compromiso valiente en la entonces humilde barriada de Vallecas, símbolo del progresismo político y eclesial de la Transición y del tardofranquismo, donde el obispo llegó a organizar la famosa 'Asamblea de Vallecas'. Una asamblea eclesial con miras profundamente renovadoras y que el Gobierno abortó por 'comunista'.
La etiqueta que se colocaba entonces, como un sambenito descalificador, a los curas que, al son del Concilio, pedían una Iglesia encarnada en la realidad, samaritana y comprometida con los más pobres.
Era la Iglesia del postconcilio, abanderada por el cardenal Tarancón en España y de la que monseñor Iniesta se convirtió (o le convirtieron las autoridades franquistas con su persecución) en un icono, en un referente de una Iglesia que, desde la cúpula a las bases, pedía renovación, democracia, cambio y primavera eclesial y social.
A pesar de ser estigmatizado como 'comunista', monseñor Iniesta nunca perdió la paz ni la alegría. Como recuerda Gabriel Rosón, "recibía los palos como los burros y seguía caminando. No lo paraban ni lo desanimaban".
Homilía solemne
En clave más eclesiástica, el oficiante del funeral, monseñor Osoro, arzobispo de Madrid, reconoció en Don Alberto "una vida gastada por el servicio a Dios, a la Iglesia y al pueblo". Porque siempre "vivió apasionadamente con palabras y obras que el Señor le acompañaba y él se dejaba acompañar". E insistía, como el periodista amigo, en la clave de la oración, como "parte de su existencia".
La oración era la medicina que curaba todos sus males y el reconstituyente que le daba fuerza para la acción. Pequeño, menudo, su cuerpo frágil despedía energía. Como venida de lo Alto. Y rezumaba "ternura", que sabía irradiar allá por donde iba.
Quizás por eso dejó huella en el pueblo sencillo. El propio Osoro contaba, en el homilía, que esa misma tarde se encontró con una señora mayor, que le dijo, llorando: "He conocido el Evangelio con Don Alberto. Él me lo explicó en Vallecas".
Y es que Alberto Iniesta era progresista más que 'rojo' y, sobre todo, un enamorado del Concilio. Y por eso, quiso ser obispo de todos, aunque con una predilección especial por los más pobres. Como reconocía monseñor Osoro, "Don Alberto amó a todos, a pesar de que hay momento en la vida que amar es complicado, sobre todo cuando la fe se ideologiza".
Un obispo orante y de los pobres, que amó a todos y despidió ternura. Un Francisco antes de Francisco, al que el Papa Bergoglio, en un telegrama leído al final del funeral, reconocía "su ejemplar celo y entrega pastoral al servicio de la Iglesia".
Funeral en la colegiata de San Isidro
El funeral pudo ser en Vallecas, su diócesis de adopción. Pero también pegaba bien en la colegiata de San Isidro, donde está enterrado su gran valedor y amigo, el cardenal Tarancón. Allí, muy cerca uno del otro, van a descansar los dos grandes artífices de la Transición eclesial española.
El féretro ante el altar con sus "arreos episcopales": estola y casulla blancas sobre el ataúd, junto al Evangeliario abierto. En el suelo, sobre un cojín, su pequeña mitra blanca y su báculo. Al lado, en el primer bando de la iglesia, su familia más cercana.
Arropándolo en su despedida, decenas de curas. Entre ellos, su amigo y compañero de tantas batallas, el teólogo Juan de Dios Martín Velasco. Y decenas de obispos, también. Dos que compartieron con Iniesta aquella época dorada taranconiana en Madrid: monseñor Oliver y el cardenal Estepa. Y otros muchos. Entre ellos, los cardenales Amigo y Blázquez; los arzobispos Del Rio, castrense, Herráez de Burgos, Pérez de Pamplona, Rodríguez de Toledo o Martínez de Granada.
Mezclados con la gente, dos personajes públicos que compartieron muchos momentos delicados con el entonces obispo de Vallecas: el que fuera ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa, y el ex presidente de las Cortes, José Bono.
A la entrada, antes de iniciarse el funeral, los restos mortales de monseñor Iniesta se colocaron en una capilla lateral. Dentro de un féretro al descubierto. Como una pasita en el ataúd. Los años (hoy cumpliría 93) lo consumieron, aunque siempre fue poca cosa. Por allí pasaba la gente para darle la última despedida. Unos rezaban. Otros susurraban palabras de adiós. Un cura de Vallecas, de los tiempos de la gloriosa asamblea, decía con orgullo: "Fue el icono de la Iglesia popular".
José Manuel Vidal
El Mundo