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LA FE DE LOS ATEOS Y EL ATEÍSMO DE LOS CREYENTES

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"Ni son todos los que están, ni están todos los que son". Este antiguo dicho resume muy bien lo que se vive, con bastante frecuencia, en las religiones.

El hecho es que la correcta relación con Dios y la correcta relación con la religión no son la misma cosa. Ni esas dos cosas son vasos comunicantes que necesariamente están siempre a la misma altura.

De sobra sabemos que hay personas meticulosamente observantes de normas, prácticas y rituales relacionados con la religiosidad, pero que, al mismo tiempo, dejan mucho que desear en cuanto se refiere a su comportamiento ético en asuntos que son determinantes en la vida ciudadana, profesional o simplemente en sus relaciones con los demás.

Como igualmente sabemos que hay gente, mucha gente, que son ciudadanos o profesionales ejemplares, y no quieren saber ni palabra de la religión.

Pues bien, como es lógico, en todos estos casos entra en juego de lleno el problema de la fe. Lo que, en definitiva, equivale a preguntarse: ¿en qué consiste la fe y la creencia? O dicho de otra manera: ¿en qué consiste el ateísmo y de quién se puede afirmar que es ateo?

Estas preguntas no son de ahora. Es conocida la colección de textos de autores antiguos que, hace más de un siglo, recopiló A. Harnack sobre el reproche de ateos que se les hizo a los cristianos durante los tres primeros siglos.

(Der Worwurf des Atheismus in den drei ersten Jarhhunderten: TU 13 (1905) 8-16).

Y es que, como explicaré más adelante, creencia y ateísmo son dos formas de pensar y de vivir que dan pie para que, siendo realidades contrapuestas, sin embargo se puedan interferir, y hasta confundir, resultando extremadamente difícil (por no decir imposible) delimitarlas con tal precisión, que cada cosa se ponga exactamente en su sitio.

Estamos, pues, ante un asunto tan complicado, que E. Bloch escribió un amplio estudio sobre El ateísmo en el cristianismo, en el que hizo esta atrevida afirmación:

"Sólo un ateo puede ser un buen cristiano y sólo un cristiano puede ser un buen ateo."

Y es que, para Bloch, el ateísmo es nuestra porción mejor, el coraje moral de vivir, de trascendernos sin Trascendencia, no en el sentido suave, que firmarían D. Bonhoeffer o P. Tillich, del "aunque Dios no existiera", sino incluso en su formulación más radical: "no creo que Dios exista".

Pero, ni la hipótesis ni la afirmación, me impiden ser buena persona, sino todo lo contrario:

"La realidad es tan seria para mí, que soy una persona responsable, no porque creo o espero en Dios, sino precisamente porque ni creo en él, ni espero nada de él".

¿Representa esto el ateísmo más radical o, por el contrario, es esto la fe en Dios (sin reconocerlo como tal) más radical que puede darse en este mundo?

He aquí la pregunta que sirve de punto de partida a la reflexión que me propongo exponer aquí.

 

¿Cómo entendemos la fe?

El Catecismo de la Iglesia católica enseña que "la fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios". Pero añade enseguida: "es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado".

Dicho de forma más sencilla, esto significa que, a juicio de la Iglesia, la fe consiste en la relación con Dios que se realiza mediante la obediencia de nuestro entendimiento a las verdades reveladas y enseñadas por la misma Iglesia. Por tanto, creer consiste en un "acto religioso", que supone ante todo el "sometimiento de la razón" a lo que enseña la Iglesia.

Como es evidente, esta forma de entender la fe supone una "sacralización" (la fe como acto "religioso") y una "racionalización" (la fe como acto del "entendimiento"), que están afirmando que una persona tiene fe sólo cuando cumple estas dos condiciones:

1. es una persona religiosa
2. que somete su entendimiento a las enseñanzas que le impone la Iglesia.

Así, la fe es presentada como "religiosidad" y "creencias".

La larga historia que explica cómo, desde la vida del Jesús terreno se ha llegado hasta las preocupaciones de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, ha sido bien analizada.

(cf. J. Auer, Was heisst glauben?: MthZ 13 (1962) 235-255)

En esta historia fue importante el influjo del gnosticismo, que derivó el significado de la fe hacia una "ordenación de "verdades", cosa que ya aparece en Clemente de Alejandría (Strom., VII, c. 10, 55-57) y se acentúa luego con san Agustín, cuyas fórmulas "crede ut intelligas" y sobre todo "intellige, ut credas" (De praed. sant., 2, 5) sitúan la fe en la inteligencia.

Más tarde, en el s. XI, el padre de la gran escolástica, Anselmo de Canterbury, le puso como subtítulo a su Proslogion la fórmula que resultó ser la "definición de la teología": "fides quaerens intellectum", la fe en busca de su inteligibilidad. O sea, "fe" igual a "inteligencia de verdades".

Por eso nada tiene de extraño que Tomás de Aquino expusiera el concepto de fe sobre el fondo del concepto aristotélico de ciencia.

(J. Trütsch: Myst. Sal., I/2, 908-910).

Pues bien, a partir de estos planteamientos, en la Constitución dogmática Dei Filius, sobre la fe católica, del concilio Vaticano I (en 1870), se dice:

"La Iglesia católica profesa (que la fe) es una virtud por la que creemos ser verdadero lo que por Dios ha sido revelado" (cap. III, 1. DH 3008).

Así, para el Magisterio de la Iglesia, quedó definitivamente claro que "lo que se cree" (fides quae) es más importante y decisivo que "cómo se cree" (fides qua) y, por tanto, más determinante que "cómo se vive" todo aquello en lo que se cree. Lo cual quiere decir que la fe se separó de la vida y quedó localizada en las verdades que se aceptan y que el Magisterio Jerárquico controla.

De esta manera, y llevando las cosas hasta el límite, se puede ser un "creyente intachable" y, al mismo tiempo, ser también un "ciudadano indeseable". Cosa que, por lo demás, sucede no raras veces.

Desde el momento en que son muchos los cristianos que entienden y viven así la fe, el problema de la fe de los ateos y del ateísmo de los creyentes se planteó de forma inevitable.

Y son muchas, muchísimas, las personas que no tienen este problema resuelto. Porque son muchas las personas que no aceptan las verdades de la fe, pero viven en plena coherencia con su propia humanidad.

Como igualmente abundan también los que aceptan al pie de la letra las verdades que enseña el Magisterio eclesiástico, pero igualmente aceptan y hasta fomentan apetencias y formas de conducta que son profundamente inhumanas.


La fe de los "ateos", según los evangelios

Una de las mayores sorpresas, que uno se lleva cuando lee con atención los evangelios sinópticos, es que, en ellos, el tema de la fe y de la falta de fe se presenta de tal forma, que todo el asunto de las creencias se nos descoloca.

Y se nos descoloca hasta el extremo de que, según Jesús, resulta que tienen fe aquellos de quienes un teólogo de ahora jamás diría que son creyentes, mientras que, por el contrario, no tienen fe (o apenas la tienen) los hombres de los que los mejores consejeros teológicos del Vaticano nos dirían que son el "cimiento" sobre el que se edifica la comunidad de los creyentes (Ef 2, 20).

Empezando por los que tienen fe, los evangelios aseguran que el hombre con más fe, que encontró Jesús, fue el comandante pagano de una centuria que estaba al servicio de Herodes (Mt 8, 5 par).

Flavio Josefo informa que Herodes contaba con este tipo de militares (Ant., 18, 113 s). Hombres que tenían al Emperador por un verdadero Dios, ipse deus, como dicen las Églogas de Calpurnio Sícolo (1, 42-47; 63, 84-85).

Pues bien, de un militar, que estaba obligado a tomar en serio estas creencias (cf. P. Grimal, La civilización romana, Barcelona, Paidós, 2007, 88), Jesús dijo:

"Os aseguro que en ningún israelita he encontrado tanta fe" (Mt 8, 10).

Jesús califica como fe, no las ideas o las prácticas religiosas, sino "el comportamiento de una persona" (Ulrich Luz). Y pondera esa fe hasta la admiración. ¿Por qué? Sencillamente, porque aquel hombre era tan buena persona que no soportaba el sufrimiento de un niño. Y se fiaba plenamente de Jesús. Eso es todo.

Esta situación se repite en el caso de la mujer fenicia de Siria, que era pagana (Mc 7, 26). Esta mujer le pide a Jesús la curación de su hija. Y lo hace con extrema paciencia y humildad (Mt 15, 21-27). La respuesta de Jesús fue inmediata:

"¡Qué grande es tu fe, mujer!" (Mt 15, 28).

De nuevo, Jesús califica de "fe grande", no las creencias, sino la conducta tan profundamente humana de aquella mujer. Lo mismo se repite en el caso de la curación del leproso samaritano, que fue purificado de la lepra junto a nueve judíos (Lc 17, 11-19).

Los judíos eran los que creían y practicaban la religión "verdadera". Por eso acuden a los sacerdotes para cumplir con las normas religiosas y con eso se ven como los religiosos observantes cabales.

El samaritano, por el contrario, como no creía ni en la pretendida religión verdadera, ni se sentía obligado a observar las normas establecidas, vio que lo único que tenía que hacer era portarse bien con quien lo había curado y expresarle el debido agradecimiento (Lc 17, 15-16).

La respuesta de Jesús fue elocuente: "tu fe te ha salvado" (Lc 17, 19). Lo que no cuadra con las teorías teológicas "oficiales" sobre la fe. Porque, como es sabido, los samaritanos del tiempo de Jesús eran tenidos como herejes impuros (Lc 9, 52; Jn 4, 9; 8, 48; cf. X. Léon-Dufour).

Y es que, en los evangelios, cuando Jesús habla de la "salvación" que es fruto de la fe, utiliza la fórmula: "tu fe te ha salvado"

(Mc 5, 34; Mt 9, 22; Lc 8, 48; cf. Mc 10, 52; Mt 8, 10. 13; 9, 30; 15, 28; Lc 7, 9; 17, 19; 18, 42).

Se trata de la salvación de situaciones humanas de sufrimiento. Lo cual quiere decir que, para Jesús, la fe no está vinculada a unas verdades que se creen o a unas prácticas religiosas que se observan. La fe, para los evangelios, se relaciona directamente con una forma de vivir, que puede no tener relación directa con la religión, sino con la ejemplaridad de la persona.

Esto exactamente es lo que dicen los tres sinópticos cuando presentan el enfrentamiento final de Jesús con los sumos sacerdotes y los senadores del pueblo (Mt 21, 23; Mc 11, 27; Lc 20, 1).

En este enfrentamiento se afirma que los supremos dirigentes religiosos "no creyeron" (oùk episteúsate) (Mt 21, 25 b par), mientras que el "pueblo" (óchlos) es el que aceptó la forma de vida que representaba Juan Bautista (Mt 21, 26 par).

Y a renglón seguido, el evangelio de Mateo lleva hasta el extremo de la provocación todo este asunto, al decir que fueron los hombres de la religión los que "no creyeron" al Bautista, en contraste escandaloso con los publicanos y las prostitutas que fueron los que le "creyeron" (Mt 21, 32).

 

El ateísmo de los "creyentes"

Cuando Mateo se atreve a poner en boca de Jesús la asombrosa afirmación según la cual los "escandalosos" publicanos y las "despreciadas" prostitutas entran antes que los "ejemplares" sacerdotes en el Reino de Dios (Mt 21, 31 b), el texto evangélico introduce admirablemente el enorme problema que representa para las religiones (para la católica en concreto), lo que aquí estoy señalando como ateísmo de los "creyentes".

No se trata de una exageración. Lo más chocante, al explicar este espinoso asunto, es que los evangelios sinópticos, cuando hablan de los discípulos y apóstoles en su relación con la fe, siempre ponen en cuestión esta relación.

A veces, Jesús califica a los que creían estar más cerca de él como "no creyentes" (apistoi) (Mc 4, 40; cf. Mt 17, 17).

Porque tenían una fe tan insignificante (oligopistía), que venía a ser como un grano de mostaza, es decir, prácticamente nada, lo menos que se podía tener (Mt 17, 20).

Y hay casos en los que rotundamente se dice que aquellos discípulos sencillamente "no tenían fe" (apisteo) (Lc 24, 11) o que eran "lentos para creer" (Lc 24, 25).

Pero lo más frecuente es que los evangelios califican a los discípulos y apóstoles como hombres de "poca fe" o de una fe tan escasa, que es lo mínimo que podían tener (oligopistoi) (Mt 8, 26; 14, 31; 16, 8; Lc 12, 28; cf. V. 22).

Advirtiendo además que la oligopistía, aplicada a quienes se creían seguidores de Jesús, no se refiere propiamente al rechazo de la fe, sino a la escasez, falta de firmeza o incluso carencia en esa fe (G. Barth: DENT, vol. II, 519).

Mención aparte merece el caso de Pedro. Este hombre, el primero siempre en las listas de los apóstoles, fue reprendido por Jesús a causa de su exigua fe (Mt 14, 31). Y el mismo Jesús le llegó a decir que había rezado por él para que no le llegara a faltar la fe (Lc 22, 32), cosa que desgraciadamente debió ocurrir, ya que el propio Jesús añadió enseguida: "Y tú, cuando te conviertas" (Lc 22, 32), es decir, cuando vuelvas de tu descarrío (cf. M. Zerwick), "afianza a tus hermanos", lo que parece indicar claramente que los demás apóstoles también fallaron a la fe.

(J. M. Castillo, Los pobres y la teología, Bilbao, Desclée, 1998, 213).

A la vista de estos datos, puede parecer excesivo, injusto y hasta una cosa sin sentido hablar de "ateísmo" refiriéndonos a hombres que acompañaban habitualmente a Jesús, como era el caso de sus discípulos. A lo sumo, se podría decir de aquellos hombres que no eran "buenos discípulos". Pero, ¿"ateos"?

En principio, al menos, no hay que llevarse las manos a la cabeza. De sobra sabemos que en la vida se encuentra uno cantidad de personas, que pertenecen a grupos religiosos o que están integrados en la Iglesia, pero de tal manera que, si se conoce la intimidad de esas personas, se lleva uno la enorme sorpresa de que las convicciones determinantes de su vida no son los principios constitutivos de la fe.

Son gente cuya imagen pública parece que va por los caminos de la fe, pero sin embargo lo decisivo en sus vidas no tiene que ver nada con la fe. Y me temo que esto es más frecuente de lo que imaginamos. ¿Cómo se explica este hecho?

 

De "lo original" de la fe a la fe "oficial" de la Iglesia

En la literatura clásica, la fe, pistis, significaba confianza en los demás (hombres o dioses).

(Hesíodo, Op. 372; Sófocles, Oed. Tyr. 1445).

Era, pues, una actitud de profundo respeto y credibilidad ante el otro (Sófocles, Oed. Col. 611), es decir, concederle crédito (Demóstenes, 36, 57) y garantía (Esquilo, Frg. 394).

Por el contrario, la falta de fe, apistía, era la desconfianza (Teognis, 831) o deslealtad (Sófocles, Oed. Col. 611).

En la época helenística, es de destacar la idea estoica de la pistis, que expresa la fidelidad del hombre a su opción moral, que le lleva a la fidelidad hacia los demás (Epicteto, II, 4, 1-3; II, 22).

Como se ve, en el origen histórico de la pistis (la fe), lo específico no son ni las ideas, ni las verdades, sino que siempre dice relación al comportamiento humano ante los otros: confianza, fidelidad, credibilidad, lealtad, respeto.

En el judaísmo tardío (el que tenía más presencia social y religiosa en tiempo de Jesús), el concepto de "hombre de fe" ('anssê 'amanah) es, en la literatura rabínica, el que se caracteriza por un determinado comportamiento, que va unido a la fidelidad y es, por eso, el signo distintivo más importante de la justicia (O. Michel: DTNT, vol. II, 178).

Pues bien, si esto es lo que se pensaba de la fe cuando Jesús andaba por el mundo, resulta comprensible que los evangelios sinópticos se refieran a la fe como antes he indicado: se puede afirmar que el hombre, que tenía más fe que nadie, era un militar romano. Y por la misma razón se puede asegurar que los discípulos no tenían fe. Por lo visto, el centurión se fiaba a ciegas de Jesús, mientras que los discípulos y apóstoles dudaban de él o no estaban seguros de que la forma de vivir de Jesús fuera la adecuada para el Mesías.

El ejemplo más claro, a este respecto, es el enfrentamiento que tuvo Pedro con Jesús a renglón seguido de su confesión sobre el mesianismo de Cristo (Mc 8, 27-30 par). El enfrentamiento fue tan fuerte que Jesús le dijo a Pedro que era un "Satanás" (Mc 8, 31-33 par). Pedro no acababa de creer porque no estaba de acuerdo con la forma de vivir que llevaba Jesús. Y, sin embargo, eso es tener fe: vivir de acuerdo con los valores que asumió y vivió Jesús.

Así las cosas, ¿qué ocurrió? Más de treinta años antes de redactarse los evangelios, Pablo de Tarso empezó a publicar sus cartas y a difundir sus ideas sobre la fe. Para Pablo, la fe es la fuerza que nos salva. Pero no se trata, como en los evangelios, de la salvación del sufrimiento humano en esta vida ("tu fe te ha salvado"), sino de la salvación del pecado y de la condenación en la otra vida.

Es la tesis que Pablo resume en Rom 3, 21-31, cuya idea central es ésta: Dios "justifica" (perdona y salva) al hombre pecador "por la fe, independientemente de la observancia de la ley" (Rom 3, 28).

Con diversas fórmulas, Pablo repite esta idea con una frecuencia que llama la atención.

(Rom 1, 17; 3, 22. 25. 26. 30; 4, 16; 5, 1, etc; Gal 2, 16. 20; 3, 7. 9-12, etc; Ef 2, 8; 3, 12...)

Sin duda, era una idea clavada en la teología de Pablo, como idea-eje de su pensamiento religioso. Así, la fe quedó orientada hacia el "más allá", a la "otra vida", a realidades intangibles que nadie puede saber (y menos demostrar) si son o no son verdad, como sí sabemos y demostramos que es verdad el sufrimiento que padece un enfermo o el desprecio que soporta un mendigo.

El fondo del problema está en que Pablo no conoció al Jesús terreno. Pablo sólo conoció al Resucitado, cosa que él repite varias veces (Gal 1, 11-16; 1 Cor 9, 1; 15, 8; 2 Cor 4, 6).

Es más, Pablo afirma que el Cristo "según la carne" no le interesa (2 Cor 5, 16).

Pablo no menciona, ni se preocupa, por los conflictos que tuvo Jesús con los dirigentes religiosos de su pueblo. Pablo, por tanto, no da indicios de que le interesara saber las razones por las que Jesús fue ejecutado en una cruz. Pablo estaba convencido de que quien tomó la decisión de la muerte en cruz de Jesús no fue la autoridad humana de los sacerdotes del templo, sino que fue la autoridad divina del Padre del cielo: Cristo "murió por nosotros según las Escrituras" (1 Cor 15, 1-3).

Porque fue Dios quien "no perdonó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros" (Rom 8, 32). O sea, Jesús fue un hombre programado por Dios para sufrir y cuya tarea central no fue la liberación profética ante los poderes de este mundo, sino la obediencia victimaria ante la implacable decisión de un Dios justiciero.

Ahora bien, un Dios así es duro de tragar. Y el proyecto de ese Dios, más duro aún. Pero el hecho es que la teología cristiana nos presenta así a Dios y lo que Dios quiere. Es una cuestión central en la fe de los cristianos. Eso es lo que los cristianos tenemos que aceptar.

De donde resulta que, desde el punto de vista de lo que puede aceptar la mente del común de los mortales, la fe puede ser vista, no como una virtud, sino como un vicio, un fallo del aparato cognitivo.

(J. Mosterín, Los cristianos, Madrid, Alianza, 2010, 68-69).

Porque, si la fe consiste en aceptar lo que acabo de explicar, entonces la fe es creer, aceptar como verdadero, lo que no podemos ver ni comprobar, ni demostrar en modo alguno, creer lo absurdo, creer lo increíble, creer que el mejor Padre quiere y espera de nosotros, sus fieles, el dolor, el sufrimiento, el fracaso y la muerte.

Con el agravante de que todo eso tiene que ser visto, aceptado y vivido como un bien, como un regalo de la "bondad de Dios".

Y, lo que es más complicado, todo eso se nos presenta de forma que el que no lo acepta es "ateo", "hereje", "infiel", "culpable", "pecador", que merece la condena eterna...

Porque esto es lo más complicado de la fe de los creyentes: que tienen que someter su mente y las convicciones más decisivas de su vida a una autoridad, la autoridad jerárquica del papa y de los obispos, que están convencidos de tener el derecho y el deber de obligar, de someter, las mentes de sus fieles a aceptar todo lo dicho, sin dudarlo de verdad, sin discutirlo en serio.

Porque el papa y los obispos se nos presentan como la autoridad que representa y expresa, en este mundo, la autoridad absoluta de Dios.

 

La situación actual de la fe

No parece exagerado afirmar que la fe cristiana no se vio jamás en una situación tan confusa y tan problemática como la que estamos viviendo en nuestro tiempo.

El papa y los obispos explican el abandono creciente de la fe y de las prácticas religiosas, que va aumentando en los países más ricos, por el laicismo, el relativismo, el hedonismo y, por supuesto, el anticlericalismo y la persecución religiosa que soporta la Iglesia y el hecho religioso en general.

Al echar mano de esta explicación, el papa y los obispos culpan a los ateos y a los hombres sin religión de los males y las crisis que aquejan a la religión. Pero, fuera de muy contadas excepciones, no reconocen su propia responsabilidad en la creciente y preocupante crisis religiosa que estamos viviendo en los países de cultura occidental.

Y conste que, cuando hablo de la responsabilidad de los jerarcas eclesiásticos, no me refiero primordialmente a cuestiones de moralidad (escándalos en asuntos de economía, de abusos sexuales...), sino a problemas doctrinales.

Y esto, en un sentido muy concreto, a saber: el Magisterio Eclesiástico sigue presentando la fe cristiana como un asunto puramente doctrinal.

El comportamiento de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe es "ejemplar" en este asunto. Tener fe es cuestión de obediencia y sumisión. Es, ante todo, sometimiento de la razón a muchas cosas indemostrables e incluso contradictorias, no sólo con los postulados de la ciencia, sino incluso con el sentido común.

Es, además, obediencia a no pocas cosas que impone la Jerarquía eclesiástica, y cosas además que entran en conflicto con derechos fundamentales de todo ser humano, como es el caso de la aplicación, dentro de la Iglesia, de los derechos humanos.

Y tener fe es también practicar sumisamente un conjunto de rituales y normas religiosas que provienen de tiempos inmemoriales y que, a duras penas, entienden y explican los estudiosos y eruditos en esas cuestiones que cada día interesan a menos gente.

Pues bien, desde el momento en que la autoridad eclesiástica entiende, enseña y defiende con rigor la fe tal y como acabo de indicar, sucede lo que estamos viendo a todas horas:

la fe cristiana se ha separado de la vida, se ha alejado de la vida y, con demasiada frecuencia, no tiene nada que ver con la vida que lleva la mayoría de la gente, empezando (tantas veces) por la gente "religiosa", y acabando (con frecuencia) en el caso de tantas y tantas personas, que no quieren saber nada de la fe de la Iglesia, pero resulta que son ciudadanos ejemplares y buenas personas a carta cabal.

Así las cosas, nada tiene de extraño que haya "creyentes", que viven de espaldas al Evangelio de Jesucristo. De la misma manera que hay "ateos", "agnósticos", "anticlericales"..., que son gente cabal.

Por tanto, el conflicto está servido. Al plantear este conflicto, no he pretendido, ni atacar a la Iglesia, ni poner en duda el Evangelio, ni desautorizar a san Pablo. Sólo he pretendido una cosa: poner en evidencia que la fe cristiana, tal como se nos presenta y se nos enseña, es una "fe hipotecada" por problemas de fondo muy serios. Problemas que la cultura de nuestro tiempo no acepta ni soporta.

Lo cual quiere decir que, mientras no levantemos esa hipoteca, seguirá habiendo personas que se ven como ateos, pero que tienen tanta fe como el centurión romano de Cafarnaúm.

De la misma manera que seguirá habiendo creyentes, y hasta defensores de la fe, que creen de verdad en su poder, en su imagen pública y en su seguridad económica. Porque ésos, y no otros, son los principios determinantes de su vida. A fin de cuentas, nuestras creencias son nuestras convicciones. Y nuestras convicciones se verifican en lo que hacemos o dejamos de hacer.

 

José M. Castillo

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