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LAS COSAS NO SON LO QUE PARECEN

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Jn 18, 28-40

Todo el que es de la verdad, escucha mi voz”: Palabras sabias, de exquisita hondura espiritual que, sin embargo, con demasiada frecuencia son leídas justo en el sentido opuesto. Con lo cual, quedan devaluadas y desvirtuadas, generando actitudes contrarias a las que pretendían.

Parece evidente que se trata de una afirmación radicalmente inclusiva. Por ello, cuesta trabajo entender cómo, posteriormente, se ha podido caer en reduccionismos y exclusivismos que separaban o incluso condenaban a quienes no se ajustaran a las formulaciones doctrinales dictadas y vigiladas por el magisterio oficial.

Es tal el contraste entre aquella afirmación de Jesús y lo que ha sido la práctica habitual (oficial) de la Iglesia, que reclama un análisis que ayude, por un lado, a desenmascarar la trampa y, por otro, a recuperar el sentido genuino de la expresión que estamos comentando.

En realidad, la trampa no es difícil de comprender. De hecho, se produce siempre que se absolutiza el modelo mental (o dual) de conocer. Tal absolutización –que lleva a pensar que las cosas son como nuestra mente las ve- desemboca necesariamente en la objetivación de todo lo real.

El motivo es muy simple: dado que pensar es delimitar, todo lo pensado es convertido en objeto (algo delimitado). De ese modo, el Ser se transforma en un ente, Dios en un ídolo, los humanos en individuos objetivados, la naturaleza en mero objeto para satisfacer nuestras necesidades…

Ello significa que el modelo mental, tan eficaz en el mundo de los objetos, desfigura radicalmente la realidad cuando pretende explicar aquello que no es objetivable.

Y eso es precisamente lo que ocurre con la “verdad”. Dado que la mente no puede apresarla, inevitablemente la convierte en “creencia”. Y una vez producido el equívoco, atribuye, engañosa y peligrosamente, a su creencia los rasgos de la verdad. De ese modo, quien tiene una creencia se cree automáticamente en posesión de la verdad. Ha nacido la exclusión de quienes piensan distinto, el fanatismo y el proselitismo. Todo ello desde una actitud arrogante, que pretende autojustificarse apelando nada menos que a “la verdad”.

Pero todavía podemos preguntarnos algo más: ¿cómo se explica esa tendencia tan frecuente a apropiarse la verdad? La razón hay que buscarla, a mi modo de ver, en la necesidad de seguridad. De ahí que el fanatismo esconde siempre pánico ante la inseguridad, que trata de alejar aferrándose a la idea de ser portador de una “verdad absoluta”. De ese modo, no solo cree sentirse seguro, sino que se otorga además un estatus de superioridad sobre los otros, a la vez que sacia la necesidad del ego de “tener razón”. Son demasiadas “ventajas” como para que los humanos no hayan caído y sigamos cayendo en semejante trampa.

Si venimos a lo concreto de la frase que estamos comentando, nos hacemos conscientes de la lectura equivocada que se ha hecho de ella. El razonamiento que se hacía era el siguiente: “Jesús es la verdad -«Yo soy el camino, la verdad y la vida»-; nosotros creemos en Jesús, luego nosotros tenemos la verdad. Y la prueba de que poseemos la verdad es que escuchamos a Jesús”.

En su simpleza, este silogismo parece irrebatible. Y quizás sea ese el motivo por el que ha funcionado tan eficazmente, configurando tanta rigidez mental en no pocos cristianos.

Sin embargo, es en su simpleza, donde se oculta la trampa, porque no hace otra cosa que jugar con las palabras. Una vez que reduce la “verdad” a una “creencia”, todo lo demás es mera consecuencia errónea.

Se ha confundido la verdad con el asentimiento mental a Jesús (así se entendía, generalmente, la fe), dando por supuesto que, una vez dado ese asentimiento, automáticamente uno se convertía en portador de la verdad absoluta, otorgándose una supuesta superioridad moral sobre quienes no asentían.

La realidad, sin embargo, es otra. Y las cosas parecen ser justo al revés de lo que aquella idea supone.

La clave se encuentra, precisamente, en lo que entendemos por “verdad”. Si tenemos en cuenta que, en cualquier caso, nunca puede ser un “contenido mental” –que sería solo una “idea de la verdad”, nunca la verdad misma-, se nos hace patente que debemos buscar por otro lado. En efecto, cualquier contenido mental es solo un “mapa”, más o menos acertado, pero nunca el “territorio”.

De la misma manera que nadie puede conocer el territorio sin adentrarse en él, por claros que le parezcan los mapas que posee, tampoco es posible conocer la verdad hasta que no la somos. Y a partir de aquí, se ilumina, tanto el motivo de la trampa comentada, como el camino adecuado para comprender en toda su hondura y sabiduría la afirmación de Jesús.

En cierto modo, podría decirse que la verdad no pasa tanto por la mente, cuanto por la vida; ni por el pensar de una determinada manera, cuanto por el serla.

De entrada, lo que eso requiere no es absolutizar una idea determinada, sino situarse en una actitud honesta y determinada por vivirse en verdad. Por eso, frente al fanatismo que denota encierro y estrechez, la verdad requiere apertura humilde, cuestionamiento y flexibilidad.

Y es precisamente la persona que vive esto la que, por usar las palabras de Jesús, “es de la verdad”, aunque no tenga ninguna creencia.

Finalmente, ¿qué significa “escuchar la voz” de Jesús? Al hilo de lo que vengo diciendo, no se trata del mero asentimiento mental a su figura ni a su palabra, sino más bien de reconocerse en su persona y en su mensaje.

Jesús es consciente, como todos los sabios, de vivirse en la verdad de lo que es. No porque tenga algún “contenido mental” más del que otros carezcan, no porque posea algún “mapa” más elaborado, sino porque se ha adentrado en el “territorio” de su verdadera identidad. Y, al vivirlo, al experimentarlo, lo ha conocido.

La invitación de Jesús es, por tanto, absolutamente inclusiva: toda aquella persona que, desde una actitud de búsqueda sincera y humilde, se “adentre” en la experiencia de su propia verdad, sentirá necesariamente la “sintonía” con Jesús, así como con todos aquellos que lo han vivido.

Esa “sintonía” o re-conocimiento no es algo superficial, sino que nace nada menos que del hecho de descubrir experiencialmente que el Territorio en el que nos adentramos es siempre “compartido”, que nuestra identidad de fondo –más allá del yo individual, al que la mente se aferra- es una y la misma, en la no-dualidad: no somos iguales, pero somos lo mismo. ¿Cómo no sería este reconocimiento fuente de una actitud inclusiva y amorosa hacia todos los seres, si el bien de cada uno de ellos es mi propio bien?

Desde esta experiencia, es fácil percibir la dolorosa paradoja en la que cae la persona fanática o simplemente excluyente: creyendo tener la verdad, se halla justo en la dirección opuesta a aquella que le permitiría experimentarla.

Es solo en la experiencia, donde venimos a descubrir que los criterios de verificación de la misma no son otros que la sabiduría y la compasión. Por eso, quien ha “visto”, como Jesús, hace suya para siempre la “regla de oro”: “Trata a los demás como quieres que ellos te traten a ti”.

Una breve anotación para terminar: ¿No resulta también paradójico que esa afirmación sabia y totalmente inclusiva de Jesús se lea en el día en que se celebra la fiesta de “Cristo Rey”, título que ha dado lugar a no poco fanatismo excluyente?

 

Enrique Martínez Lozano

www.enriquemartinezlozano.com

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