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LA NUBE DEL NO-SABER

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Lc 9, 28-36

Un libro clásico sobre la contemplación cristiana se titula “La Nube del no-saber”. Se trata, en realidad, de dos pequeños libritos editados en un mismo volumen, que toma el nombre del primero de ellos. El título del segundo es: “El libro de la orientación particular” (puede encontrarse en varias editoriales: San Pablo, Herder, José J. de Olañeta…).

Es un libro de un autor inglés anónimo, del siglo XIV, que quiere introducir en la oración contemplativa a un discípulo. Al final, la enseñanza se reduce a un solo punto: “Déjate entrar y permanecer en la Nube del no-saber”.

Me ha venido este título –así como toda la enseñanza de los místicos cristianos acerca del “no-saber”-, al leer en el texto de Lucas que “una nube los cubrió”.

La “nube” produce susto en los discípulos pero, sin embargo, contiene palabras de revelación y de vida, que desvelan nuestra identidad más profunda: somos “el Hijo”. En la “nube”, nos dirán los místicos, es donde realmente podemos ver.

Si todo lo humano –por ser profundo- es necesariamente paradójico, eso vale todavía más cuando queremos referirnos directamente al Misterio. Se hablará entonces de “rayo de tiniebla” (Pseudo Dionisio), de “soledad sonora”, “música callada” o “noche amable más que el alborada” (san Juan de la Cruz)…

La nube, por tanto, es siempre luminosa. Es cerradamente oscura para la mente, que en ella se pierde. Pero justamente por eso, cuando la mente se rinde y se silencia, emerge otra sabiduría que nos pone en contacto con nuestra verdad más profunda, con el misterio de Lo que es.

Decía que los místicos cristianos han insistido en la sabiduría del “no-saber” como medio de llegar realmente a “saber” (otra paradoja). Si traducimos “no-saber” por “no-pensar”, quizás podamos comprenderlo mejor.

En efecto, cuando aprendemos a acallar la mente, es posible la visión: “Entréme donde no supe, / y quedéme no sabiendo, / toda ciencia trascendiendo”, proclama el místico de Fontiveros.

La identificación con la mente constituye un velo opaco que nos mantiene en la ignorancia y la oscuridad. Porque, sin otra referencia que ella, tendemos a creer que las cosas son como ella las ve, y caemos en la trampa de confundir la realidad con la interpretación que la mente nos ofrece de la misma. Esta es la mayor ignorancia en que podemos caer, al asumir como real lo que no es sino una proyección mental. De esa ignorancia inicial solo podemos esperar confusión y sufrimiento.

Para “ver”, necesitamos aprender a acallar la mente, dejándonos entrar en una actitud de respeto, asombro, admiración y gratuidad. Percibiremos ahí que la supuesta separación que la mente nos refleja es solo un espejismo: la realidad es que no hay nada separado de nada.

Y poco a poco, en la medida en que nos empezamos a familiarizar con esa otra sabiduría, previa a la razón, aprenderemos a descansar en la consciencia-sin-pensamientos, como “lugar” (o no-lugar) de nuestra verdadera identidad.

No importará que nuestra mente no tenga respuesta para todas las preguntas (¿cómo una parte del todo podría saber el funcionamiento de la totalidad?). Habremos experimentado que podemos descansar en lo que es, de una forma directa e inmediata. Y, cuando eso se vive, estamos, como Jesús con los discípulos, en el monte Tabor –el no-lugar de la divinidad-.

Si nos percibimos agitados, alterados o molestos, es señal de que estamos identificados con la mente, con los pensamientos y sentimientos que aparecen en nuestro campo de consciencia, hasta el punto de creer que somos esos pensamientos.

Cuando eso ocurra, toma distancia de ellos. Son solo objetos que, igual que han aparecido, desaparecerán. Con la ayuda de la respiración o del cuerpo, entra en contacto con tus sensaciones más profundas. Nota cómo, al no seguir los vericuetos de la mente errática, aparece una consciencia desnuda de pensamientos en la que puedes descansar, sin necesidad de “llenarla” con nada. Ese “puro estar” es otra forma de nombrar la “nube del no-saber”: es el silencio contemplativo, la visión de la sabiduría.

Quien lo experimenta, puede exclamar con san Juan de la Cruz: “Quedéme y olvidéme, / el rostro recliné sobre el Amado, / cesó todo y dejeme, / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado”.

 

Enrique Martínez Lozano

www.enriquemartinezlozano.com

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