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LA RENUNCIA DEL PAPA

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La Iglesia vuelve a ser espectáculo, no buena noticia. Y así seguiremos en los próximos meses. ¡Qué pena en un mundo tan necesitado de consuelo y esperanza!

Que un papa, a los 85 años y enfermo, se despoje de la tiara y descienda del trono, renunciando al poder religioso más arbitrario y absoluto jamás imaginado, ¿qué tiene de extraño en los tiempos que corren? Tiene de extraño que se limite a eso: a una renuncia personal. Y, sin embargo, ha sido celebrada por clérigos y laicos bien intencionados como un gesto de libertad, valentía y dignidad, e incluso de humildad.

No niego que lo sea. Es digno y humano decir: "No tengo fuerzas, no puedo más", o decir también: "Estoy harto de este mundo vaticano y me voy". ¿Y quién sabe si no ha sido más lo segundo que lo primero? Ha sido valiente y libre al hacer frente a las presiones de muchos curiales que querrían seguir aprovechando la debilidad del pontífice para seguir ejerciendo su poder en la sombra. Pero ¿su renuncia no constituye a la vez un acto de rendición frente a esa oscura maquinaria de poder que es el Vaticano? Es humano que un papa anciano y enfermo se retire a un monasterio de clausura para dedicar sus últimos años a disfrutar en paz orando, leyendo, escuchando música y tocando el piano. Pero ¿no es también una dejación haberse retirado sin antes saldar de una vez las pesadas cuentas del papado ante la Iglesia y la historia?

No reprocho nada a su persona. Es un hombre de gran calidad humana. No hay más que mirar sus ojos limpios llenos de inteligencia, su sonrisa diáfana, su estilo discreto, su falta de ambición, su trato bondadoso y afable. Pero la persona es inseparable del papel que desempeña dentro de un sistema, y en el caso del papa es inevitable que la persona, por admirable que sea, quede aplastada por un papel y un poder desorbitado, dentro de un sistema perverso: un papa elige a los cardenales que elegirán al siguiente papa, el cual impondrá a todos como voluntad divina lo que son en realidad sus propios criterios personales. Así es como Benedicto XVI, primero por mano de Juan Pablo II y luego por su propia mano, ha enterrado lo mejor del Vaticano II y ha ahondado el abismo entre la Iglesia y el mundo de hoy. Todo por voluntad divina.

Ahora se va del Vaticano dejando intacto un sistema esencialmente corrupto. La tiara y el trono, la terrible infalibilidad, el terrible poder absoluto, siguen intactos, esperando al siguiente candidato. Y no faltarán aspirantes. Ya se traman oscuras estrategias, ya se urden alianzas, ya se hacen quinielas. Se maquina y se conspira. Es pura farsa mediática, pura pornografía religiosa. Y cuando salga la fumata blanca dirán: "El Espíritu Santo ha elegido". Más obsceno todavía.

¿Qué ha sido de las palabras de Jesús, el profeta de Galilea libre, itinerante y compasivo, amigo de los últimos? "A nadie llaméis santo, a nadie llaméis padre, a nadie llaméis señor. Todos vosotros sois hermanos. Buscad cada uno el último puesto".

Yo hubiera deseado que Benedicto XVI, antes de renunciar, hubiera hecho uso de sus poderes absolutos para poner fin a este sistema, promulgando un escueto decreto que rezara más o menos así: "En virtud de los poderes divinos que se han atribuido al obispo de Roma solo a partir del siglo XI y que el Concilio Vaticano I en el s. XIX elevó a categoría de dogma, yo, Benedicto XVI, un hombre como otro cualquiera pero papa todavía, defino solemnemente que el poder universal y la infalibilidad atribuidos al papa son doctrina humana y errónea. Y por este decreto declaro abolido el modelo monárquico del papado como contrario al Espíritu que animaba a Jesús de Nazaret y que sigue inspirando a hombres y mujeres de todos los tiempos y culturas, más allá de confesiones y religiones, para respiro y salud de la vida".

Todo esto puede parecer un delirio. Pero la renuncia de un papa servirá de muy poco mientras siga en pie el modelo medieval del papado.

 

José Arregi

(Publicado en DEIA y los periódicos del Grupo Noticias)


Para orar

DEJA LA CURIA, PEDRO


Deja la curia, Pedro,

desmantela el sinedrio y la muralla,

ordena que se cambien todas las filacterias impecables

por palabras de vida, temblorosas.

 

Vamos al Huerto de las bananeras,

revestidos de noche, a todo riesgo,

que allí el Maestro suda la sangre de los Pobres.

 

La túnica inconsútil es esta humilde carne destrozada,

el llanto de los niños sin respuesta,

la memoria bordada de los muertos anónimos.

 

Legión de mercenarios acosan la frontera de la aurora naciente

y el César los bendice desde su prepotencia.

En la pulcra jofaina Pilatos se abluciona, legalista y cobarde.

 

El Pueblo es sólo un «resto»,

un resto de Esperanza.

No Lo dejemos sólo entre guardias y príncipes.

Es hora de sudar con Su agonía,

es hora de beber el cáliz de los Pobres

y erguir la Cruz, desnuda de certezas,

y quebrantar la losa—ley y sello— del sepulcro romano,

y amanecer

de Pascua.

 

Diles, dinos a todos,

que siguen en vigencia indeclinable

la gruta de Belén,

las Bienaventuranzas

y el Juicio del amor dado en comida.

 

¡No nos conturbes más!

Como Lo amas,

ámanos,

simplemente,

de igual a igual, hermano.

Danos, con tus sonrisas, con tus lágrimas nuevas,

el pez de la Alegría,

el pan de la Palabra,

las rosas del rescoldo...

...la claridad del horizonte libre,

el Mar de Galilea ecuménicamente abierto al Mundo.

 

Pedro Casaldáliga

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