EL PAPA FRANCISCO, PAPA UNIVERSAL
José María CastilloAcabamos de enterarnos que el papa Francisco piensa canonizar a Juan Pablo II y a Juan XXIII. Ya antes se había dicho que tiene también la idea de beatificar a monseñor Romero. Y ahora sabemos que el papa está pensando beatificar a Álvaro del Portillo, el sucesor de san Josemaría Escrivá de Balaguer en la prelatura del Opus Dei.
Si reflexionamos, por un momento, en que los difuntos, que son elevados al honor de los altares, representan -entre otras cosas- el modelo de la Iglesia que se quiere poner como ejemplo para todos los cristianos, resulta inevitable preguntarse qué idea tiene el papa Francisco sobre el tipo de Iglesia que, en este momento, le conviene al mundo. Porque es evidente que no es lo mismo la Iglesia de Polonia (la de Juan Pablo II) que la Iglesia del Vaticano II (la de Juan XXIII). Ni se parecen mucho la Iglesia que promovía Mons. Romero y la Iglesia que propugna el Opus.
Hace unos días, escribía que "el papa Francisco no tiene marcha atrás". ¿De verdad que no? ¿No estamos viendo que el papa Bergoglio da un paso en una dirección con la misma facilidad con que parece que lo da en la dirección contraria? ¿En qué quedamos, por tanto?
Lo primero, que parece razonable responder a estas preguntas, es que, según la definición del concilio Vaticano I (DH 3064) y la enseñanza del Vaticano II (LG 22), el papa tiene potestad suprema sobre la Iglesia universal. Esto quiere decir lógicamente que el obispo de Roma, en cuanto sucesor de Pedro, es papa de todos los cristianos por igual. Lo mismo de los que se sienten identificados con las ideas de Juan Pablo II o Álvaro del Portillo que quienes se identifican con Juan XXIII o mons. Romero.
Por supuesto, en todo cuanto no toca a la fe, uno se puede sentir más próximo a la manera de pensar, de vivir y de aparecer en público de este papa o del otro. Pero la clave de todo lo que estamos tratando aquí no son cuestiones dogmáticas de fe. Estamos hablando de presuntas intenciones papales. Intenciones que darían pie para sospechar que el papa Francisco quiere un modelo de Iglesia o prefiere otro.
Esto supuesto, lo que está fuera de duda es que el papa Francisco ha dado pruebas sobradas de que prefiere un modelo de ejercer el papado que pretende inspirarse en la sencillez y humildad del Evangelio de Jesús de Nazaret, lo que supone irse despojando de manifestaciones de pompa y boato que poco o nada tienen que ver con la imagen de Jesús que nos ofrecen los evangelios.
Ahora bien, si el papa Francisco es para de todos los cristianos, lo es igualmente de los cristianos de una mentalidad que de los de otra. Francisco se ha encontrado, al ser elegido papa, con una Iglesia dividida y, en no pocos asuntos, una Iglesia dividida en grupos enfrentados. Así las cosas, es obligación del papa no fomentar ni mantener la división y el enfrentamiento, sino todo lo contrario, ayudar a la tolerancia, el respeto, la unión.
Si es que el papa Francisco piensa que lo mejor, para la unión de la Iglesia, es beatificar o canonizar a los personajes enumerados o a otros semejantes, lo que tenemos que hacer los creyentes en Jesús de Nazaret es respetar al papa Bergoglio en sus decisiones. Y no sólo respetarlo, sino, sobre todo, unirnos a él. Y, unidos al papa, ayudarnos todos a recomponer la unidad de la Iglesia.
Por eso -si es que la Iglesia nos importa de verdad- lo único razonable que podemos hacer es dejar de tirar cada uno de la manta con las intenciones de (por lo que sea) quedar por encima de aquellos a quienes consideramos nuestros adversarios. Sólo la unión de todos con todos, en torno a la bondad que aprendemos en el Evangelio de Jesús, podrá ser decisiva para la renovación de la Iglesia.
Sólo quiero añadir, para terminar, que tomar en firme esta postura en la vida nos puede costar mucho, quizá demasiado. Jesús nos enseñó, en el Sermón del Monte, incluso a renunciar al ejercicio de nuestros propios derechos humanos.
En la medida en que nos unamos al papa en esta postura fundamental, en esa misma medida estaremos haciendo lo más eficaz que podemos hacer, en este momento, para el futuro de esa Iglesia por la que todos soñamos. Y que será -si es que se realiza este proyecto- una fuerza de reconstrucción y humanización de este mundo en el que se hará posible vivir con paz y esperanza.
José M. Castillo