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EL DIOS PENSADO, EL DIOS HALLADO

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Lc 18, 1-8

Estamos ante una parábola que puede inducir a engaño, por cuanto, en una lectura literal de la misma, se equipararía a Dios con un juez "al que no le importan los hombres", y al que parece que hay que "conquistar" a fuerza de insistencia, hasta que, por hartazgo, se decide a intervenir.

Se trata de un dios que se ha grabado extensamente en el imaginario colectivo, y que ha sido alimentado por no pocas predicaciones y teologías. La imagen de dios como "señor todopoderoso", ególatra y celoso, juez impasible y castigador, ha dominado no pocas conciencias que han crecido bajo el peso de la culpa y del temor.

Pues bien, frente a tales imágenes divinas, es necesario rebelarse con contundencia: un tal dios no es digno de fe. No se puede creer en un dios que sería peor que nosotros: insensible ante la necesidad humana y capaz de condenar a alguien por toda la eternidad.

Un tal dios es solo un invento de la mente, sostenido por el miedo y la debilidad humana, que ha creído esos mensajes culpabilizadores como provenientes de la misma divinidad (y, por tanto, "palabra de Dios").

Esta parábola solo puede entenderse adecuadamente si la leemos como una parábola de contraste. Es decir, la imagen del juez sería justo lo opuesto al comportamiento de Dios. De modo que, si hasta un juez inhumano es capaz de ceder ante la petición de la mujer, cuánto más Dios –que es todo lo opuesto- estará siempre a nuestro favor, incluso aunque no le pidamos nada.

Con esta clave, la parábola puede ser asumida desde la perspectiva de Jesús, que anunciaba a Dios como Gracia y Compasión.

Pero sigo preguntándome por qué, entre las personas religiosas, hay tantas que defienden aquella imagen de dios como juez severo. Más allá de la formación recibida, me parece intuir que se trata, simplemente, de una proyección (inconsciente) de la propia "severidad", que es frecuente entre quienes viven una religiosidad exigente, basada en la idea del mérito y de la "perfección".

Por eso, creo que no se trata solo de cambiar una imagen por otra: la de un dios severo por la de un dios amoroso. Uno y otro seguirían siendo construcciones de nuestra mente, es decir, ídolos proyectados.

Todo dios "pensado" no puede ser sino una caricatura de Dios. Dios no cabe en nuestra pequeña mente, como expresan estos versos magníficos de Charo Rodríguez:

"Solo el Dios encontrado,

ningún dios enseñado puede ser verdadero,

ningún dios enseñado.

Solo el Dios encontrado

puede ser verdadero".


(C. RODRÍGUEZ, Luces en la niebla,

edición de la autora, Madrid 2012).

 

Si nos postramos ante un dios pensado, no actuaremos desde Dios, sino en nombre de nuestra propia idea: es el fanatismo, más o menos arrogante o disimulado. Y de ese "dios separado" no puede nacer sino una heteronomía rígida, que nos hace sentirnos como marionetas en manos ajenas.

Quizás por ello, por la peligrosidad que tal idea encierra, el Maestro Eckhart repitiera: "Le pido a Dios que me libre de Dios"; que el Dios verdadero me libere de toda idea mía sobre él.

¿Qué camino queda? Acallar la mente. Alguien ha dicho que "Dios es el espacio que hay entre dos pensamientos". Lo cierto es que, al silenciar la mente, quedamos absortos ante aquello que, para nuestra mente, es Nada y que, sin embargo, paradójicamente, lo es Todo.

Ahí, descalzos como Moisés (Ex 3,5) y desnudos de nuestras etiquetas mentales, estamos en condiciones de abrirnos al Misterio que, aunque no separado, trasciende el mundo de nuestros pensamientos y de nuestros sueños.

Y, en ese Silencio, venimos a descubrir que Dios no solo no es alguien separado, sino que constituye nuestro mismo Fondo, y el Fondo de todo lo que es.

Nuestra mente no tendrá conceptos ni palabras para expresarlo adecuadamente, pero habremos experimentado esa otra Dimensión que da sentido a todo lo demás.


Enrique Martínez Lozano

www.enriquemartinezlozano.com

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