EL VALOR DE SER MAYOR
Gabriel Mª OtaloraA finales del ya pasado 2014, la ciudad de Buenos Aires designó a un nonagenario "personalidad destacada en el ámbito de las ciencias jurídicas". Lo que sorprende es que el galardonado seguía en activo como juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación desde que el presidente Alfonsín le nombrara hace ya treinta años. El juez Fayt, que así se llama el provecto, no tiene vejez sino juventud acumulada, que diría Carlos Fuentes con humor. La noticia me ha hecho reflexionar sobre las personas mayores; viejos me parece un término más apropiado para los cacharros.
¿Cuántas personas alcanzan la tercera o ahora cuarta edad haciendo gala de su lucidez? Es una etapa a la que no deseamos llegar y cuando se ha ingresado en ella, la mayoría no quiere abandonarla porque significa la muerte. Pero no todo es un camino de pérdidas. Lo que vamos dejando al cumplir muchos calendarios podemos compensarlo con sabiduría, lo cual equivale a experiencia y prudencia. Los jóvenes pueden ser competentes pero no sabios. Les falta vivencia precisamente por ser jóvenes. La edad madura en cambio, posee el equilibrio de acumular experiencias suficientes manteniendo todavía las capacidades físicas. Ahora bien, no somos maduros por el mero hecho de cumplir años, sino por las actitudes que uno elije cuando las circunstancias mandan.
Los antiguos valoraban a sus mayores precisamente por eso, por su sabiduría, que viene del latín sapere: sabor, conocer aquello que hemos experimentado. Y Cicerón es un buen ejemplo de esto. Cuando la vida media de un romano era los 45 años, él escribió Sobre la vejez (De senectute), un tratado de autoayuda por una vejez más saludable y difundir el cómo lograrlo. Llama la atención que el mundo romano, tan severo con los ancianos, haya generado esta apología de las personas mayores, única en muchas de sus reflexiones.
¿Es que no hay actividades propias de la ancianidad -afirma Cicerón- que se realizan con la mente, a pesar de estar débiles los cuerpos? El ensayo simula un diálogo entre tres personajes históricos: Catón el viejo, entonces con 84 años muy lúcidos, y dos jóvenes: Escipión menor y Cayo Lelio. Éstos se asombran de que el estadista hubiese alcanzado esa edad tan provecta en plenas facultades. Catón les da sus razones al tiempo que desbarata los motivos según los cuales la senectud resulta miserable: La vejez limita las fuerzas físicas; pero las grandes cosas no se hacen con la fuerza, sino con la autoridad. La decadencia física es inevitable; pero puede atemperarse mediante ejercicios, alimentación adecuada y una actitud espiritual del ánimo. La senectud limita ciertos placeres, es cierto, pero disminuye también el deseo y se modela la capacidad de disfrutarlos. Está cerca la muerte, pero tenemos la experiencia para aceptar lo inevitable y cultivar la serenidad de ánimo. "La culpa no está en la edad sino en las costumbres".
Cicerón lo tenía claro: si tras la muerte nada nos aguarda, no hay por qué temerle; y si es la puerta para la vida eterna, entonces deberíamos desearla. Es una calculada dosis de epicureísmo y estoicismo que muestra lo lejos que él se sentía de la muerte. De hecho, con 62 años, se divorció de Terencia, su esposa de toda la vida, para casarse con una jovencita y continuó escribiendo como si tal cosa. En aquellos tiempos, las edades del hombre se distribuían en periodos de siete años, ya que el número siete era sagrado. Los 63 años solía entenderse como el último periodo vital en unas condiciones aceptables, puesto que en el siguiente septenario, sólo quedaba esperar la muerte.
Mi admiración a tantas personas que rondan los ochenta años demostrando un coraje y una alegría ante la vida, imposible de no compararse con tantos jóvenes llenos de vida, sí, pero sin coraje ni alegría, al ritmo de la crisis. Las comparaciones a veces no son odiosas, son necesarias, como lo es la relectura del evangelio para entender toda la vida como un gran regalo cargado de frutos pontenciales.
Gabriel Mª Otalora