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DOS IGLESIAS (ENTRE OTRAS)

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Esta mañana asistí a una eucaristía en una parroquia de Madrid, céntrica. Éramos unas cuarenta personas. El sacerdote salió, leyó “ritualmente” todos los libros y no hubo ni un momento de contacto directo con los fieles, ni referencia a ellos. Yo diría que es una liturgia a cargo de un funcionario, que lee unos libros y realiza unos ritos (en este sentido no hay que preocuparse de la crisis de sacerdotes… se pueden contratar funcionarios de ese estilo).

Los textos de las lecturas hacían referencia a Sam 4, 1-11 (escaramuza de Israel con los filisteos, en la que pierden la batalla y el arca de la alianza), y el Evangelio de Mateo 1, 4-5 (donde un leproso se acerca a Jesús de forma delicada y no manipuladora).

La brevísima homilía del celebrante, antes de la oración de los fieles, fue un salirse por los cerros de Úbeda, como decían los antiguos.

Acabó la eucaristía y me sentía un poco disgustado, la verdad, por la pobreza pastoral del hecho en sí. Seguidamente vi que un grupito de monjas se quedaban para rezar laudes. La antífona del Cántico final me dio la clave y me serenó un poco: “Sirvamos al Señor con santidad todos nuestros días”.

Pero no pude resistir la tentación, y acabos los laudes les dije a las monjas que las lecturas de hoy nos suponían una gran lección, que eran una gran pedagogía de vida cristiana (como lo es siempre la lectura bíblica proclamada en la celebración litúrgica).

A veces somos como los hebreos en sus múltiples batallas: queremos manipular a Dios, y creemos que porque llevemos a ellas los “signos sagrados” Dios nos va a proteger. Y no es así. Dios solo nos protege cuando llevamos una vida de santidad y justicia.

El ciego del Evangelio no exige a Jesús la curación (admite la posibilidad de que no sea posible…); pero le plantea a Jesús la cuestión de una forma tan sutil y refinada (posiblemente meditada) que Jesús no puede resistirse.

La pena que sentí (y ¡ojalá me equivoque!) es que las personas que estaban en la “misa” (ahora no digo eucaristía) se fueron a sus trabajos y sus batallas pensando que llevaban consigo un arca que les iba a proteger… pero sin caer en la cuenta de que hay que ponerse ante Jesús con una actitud indigente.

Las monjas, ya mayores en general, y que habrían consumido sus vidas en múltiples servicios de caridad, me dieron la razón, y me confiaron que solo cuando se sirve al Señor con santidad y justicia se cosechan frutos de vida eterna. Y cuando ponemos la esperanza en las “arcas” que creemos contienen nuestras riquezas, nuestra herencia, nuestra fuerza… pues los enemigos nos pueden (incluso reconociendo a nuestros dioses).

Hay una Iglesia que cree en la fuerza de las arcas, y hay otra que vive en santidad y justicia.

 

Francisco Rafael de Pascual

Monje cisterciense (Abadía de Viaceli)

Eclesalia

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