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UN DOMINGO PLURIRRELIGIOSO

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Suelo compartir en la eucaristía participativa que celebra la Comunidad de santo Tomás de Aquino, en Madrid, pero este domingo ha amanecido frío y nuboso, y no me siento animado a salir de casa; prefiero unirme a la ronda plurirreligiosa que ofrece TV 2.

La Iglesia evangélica presenta la actividad humana y social de sus misioneros y termina invitando a unirse a los amigos de la Biblia; me gustaría, aunque no creo que llegue a hacerlo. La comunidad judía reproduce su presentación en la Feria del Turismo; en otro momento me habría interesado, pero hoy esperaba participar en algo más propio de la espiritualidad que ofrece su religión. Los musulmanes han dado a conocer las actividades de su Gran Mezquita de Valencia, y me he sumado a las breves secuencias de sus oraciones, aunque no a sus profundas y repetidas inclinaciones. Me gustaría que este espacio de TV 2 transmitiera también algunos actos de culto de las diversas religiones asentadas en España.

El tiempo dedicado a los católicos –yo diría al Patriarcado de Roma– se triplica con Últimas preguntas, Testimonio, y el Día del Señor. En ellos he tenido la satisfacción de apreciar cuánta gente buena realiza silenciosamente obras de gran valor humano y social. La autora de “Un cuerpo deshabitado” comenta entusiasmada sus conversaciones con adolescentes, que han servido de base a su novela; los ancianos sin casa ponderan la acogida en el comedor que rige la Orden de Malta en la Plaza Castilla; la fundación san Bernardo y la “casa abierta” de los jesuitas desarrollan diversas actividades sociales. Utópicamente he sentido deseos de colaborar con todos ellos.

Este espacio termina cada domingo con la celebración... –iba a decir de la eucaristía–, pero quizás sea más exacto decir “de la santa misa”. Mi impresión fue semejante a cuando se congela la imagen en la televisión. Pasamos del atrio al templo.

El pueblo –que debe ser el protagonista en la conmemoración eucarística– quedó en imagen fija; ante él, como en una pantalla, iba pasando como una cinta en la que el clero –y algún representante del pueblo– desarrollaba un ritual; ritual ancestral de signos que han perdido su conexión emocional con el significado que deberían sugerir. El celebrante principal era el obispo –esta vez a mi parecer menos acertado que otras veces– que inició su homilía citando a las destacadas dignidades presentes, y continuó leyendo –o declamando– su comentario a los textos sagrados.

Admiré a las familias que llenaban el templo, fieles creyentes ligados a las actividades educativas y sociales de la Fundación san Bernardo. Reconocí en ellos al pueblo sencillo que –igual que los creyentes evangélicos, judíos o musulmanes– siguen los impulsos de su corazón, estimulados por su propia fe o creencias.

Sentí pena por otros muchos que quedan fuera, porque ya no se reconocen en los signos desgastados por el tiempo, por la ciencia y por la cultura. Esos otros muchos que necesitan nuevos símbolos que alienten los buenos impulsos de su corazón. Soñé con pequeñas comunidades cristianas –Iglesias domésticas o locales– que vayan sacando de su vida familiar y profesional nuevos símbolos y acciones que revivan y realicen el mensaje de Jesús.

 

Gonzalo Haya

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