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¿QUÉ QUEREMOS DECIR CUANDO DECIMOS INFIERNO? (II)

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4. Lo que cabe conjeturar

En realidad, la reflexión podría detener su paso en las conclusiones del apartado anterior. Con toda probabilidad, sería la opción mejor y más prudente. Pero también es cierto que, una vez puestas, las cuestiones no pueden ser esquivadas. Y son muchas las que la historia ha suscitado en este punto. Se impone afrontarlas.

Sin embargo, ya se comprende que ahora el estilo debe cambiar. En el plano objetivo, entramos en el terreno de lo secundario y no decisivo. En el subjetivo, intentamos adentrarnos en problemas acerca de los que carecemos de evidencias, en los que nuestra comprensión tiene pocas agarraderas y donde, por tanto, las certezas deben ceder el lugar a las conjeturas.

Se trata, pues, de un discurso modesto, que busca una claridad más bien indirecta: apoyándose, como decía ya el mismo Vaticano I, "en la conexión mutua de los miste­rios entre si y con el destino último del hombre" (DS 3016). De este modo, los dogmatismos doctrinales quedan, obviamente, fuera de lugar. Aunque también es cierto que el mismo enfoque indica también que las posturas no carecen de importancia, pues apunta, por un lado, a la coherencia objetiva en la propuesta de la fe, y por otro, al modo de su vivencia subjetiva.

El tratamiento se comprende por sí mismo. Supuesto lo anterior, se trata ahora, por modo tan sólo conjetural, de analizar las principales posibilidades de concretar nuestro "saber" acerca del infierno, intentando lograr una visión que guarde la mayor coherencia posible con el amor salvador de Dios y con la dignidad de la persona humana. Examinaré las tres que me parecen fundamentales, sin ocultar mi preferencia, indecisa, por la tercera.

4.1. El infierno como "auto-condena"

Cabe considerar esta interpretación como la más común entre los teólogos, por lo menos hasta el momento. Como queda indicado en el apartado anterior (3.2), tiene el mérito evidente de reconocer la necesidad de una nueva visión, ajena a la "lógica punitiva", jurisdicista y objetivante que hacía tan inhuma­nas -y tan antidivinas- gran parte de las teorías tradiciona­les. Por otra parte, hizo de clara mediación histórica, pues responde a la nueva conciencia de la modernidad acerca del valor de la libertad y autonomía humanas.

Salva de ese modo valores fundamentales e irrenunciables. Dios aparece como el salvador que sólo quiere el bien y la felicidad de los hombres y mujeres; al mismo tiempo, estos son respetados en su dignidad de sujetos responsables, que escogen y deciden su destino: el infierno aparece así como obra de la propia libertad. Más aun, siempre que se excluya toda idea de venganza, parece salvar un aspecto importante en la lógica de la justicia: aquel que no parece recuperable por ninguna instancia intrahistórica. En efecto, como dice P. Berger, existen "aquellas acciones que no son malas, sino monstruosa­mente malas", acciones que "claman al cielo", rompiendo todas las posibilidades de reparación humana y que, por tanto, parecen merecer una condenación eterna.

Sólo desde una postura que no toma en toda su inevitabilidad el problema del mal, cabría, como hace John Hick, argumentar que esa visión hace imposible la teodicea, porque pondría en peligro o bien la bondad de Dios (no querría que todas las personas se salven) o bien su omnipotencia (queriéndolo, no podría salvarlas). Sin embargo, cuando se tiene en cuenta el carácter inevitable del mal, la acusación carece de base o por lo menos no es concluyente: Dios es bueno puesto que quiere la salvación de todos, pero es absurdo salvar a alguien a la fuerza; y es omnipotente, pues puede hacer todo lo que sea "algo", pero un absurdo no es "nada" (carece de sentido decir que Dios no lo puede todo porque "no puede" hacer un círculo-cuadrado).
Las dificultades vienen más bien por otra parte. De dos capítulos principales.
El primero, aparte de un indudable fundamento teológico, tiene una fuerte carga psicológica: una parte de la humanidad que permaneciera condenada para siempre -como una sombra terrible de la felici­dad de los justos- representa algo que parece insoportable.

Recordemos la lógica de Orígenes: ¿puede Cristo, puede Dios, pueden los bienaventurados ser felices sabiendo que existen personas condenadas para siem­pre (personas que son en definitiva hijos e hijas de Dios y, además, siempre seres queridos para alguien)? Por otro lado, toda una línea de pensamiento en la Escri­tura apunta a una reconciliación final y definitiva, en donde "Dios será todo en todos" (1 Cor 15,28). Esta idea es tan fuerte que a lo largo de la historia constituye el fundamento, siempre latente y nunca borrable, que hace pensar en la posi­bilidad de la apocatástasis, desde Orígenes hasta, en el fondo, Karl Barth y Hans Urs von Balthasar.

La percepción de esta incomodidad de fondo posee tal poder de convicción, que acaba manifestándose en los mismos que sostienen la opinión que estamos comentando. Pero, al no afrontarla con toda claridad, recurren de ordinario a la "lógica de los atenuantes": una lógica bien intencionada y cordial, pero incómoda y, en defi­nitiva, siempre ineficaz. Se hizo muy corriente, por ejemplo, la afirmación de Teresa de Lisieux: "creo en el infierno, pero pienso que está vacío". Me parece un mal camino: sí, pero no; existe, pero no funciona...

Más incómodos resultan aún razona­mientos, igualmente cordiales, pero que acaban sonando a disculpa desesperada: el infierno sería nada menos que una prueba del amor de Dios, pues, "si Dios amase menos, el condenado sería menos torturado por el odio". ¿No sería mejor reconocer clara y sencillamente que algo no funciona, que esa postura no resulta sostenible?

Pero más fuerte es aún el segundo motivo. En el fondo de esa interpretación está latente un presupuesto que, por tradi­cional, no se cuestiona y se da como obvio: la inmortalidad natural del alma humana. Desde él la consecuencia puede pare­cer inevitable: un ser inmortal que se agarra al mal, no puede existir más que condenado; o por lo menos se comprende bien que así pueda ser.

En cambio, todo resulta distinto cuando no se admite este presupuesto. Y conviene reconocer que cada vez son menos los que lo hacen. A nivel filosófico resulta muy difícil comprender cómo un ser que nace no va a estar destinado naturalmente a la muerte. Algo que, por lo demás, confirma la terrible evidencia del cadáver: lo evidente es la muerte, la inmortalidad es su preciosa pero oscura y difícil posibilidad. Tan difícil, que únicamente por el rodeo de Dios -de su amor poderoso- cabe conjeturar la posibilidad de que el hombre supere ese destino. Y por ahí va justamente la lógica de la revelación: el hombre es mortal; la inmortalidad en la Biblia es siempre un don de Dios. Por eso estar unido a Dios equivale a estar unido a la vida; apartarse de Él significa permanecer en el dominio de la muerte.

Se comprende que desde este presupuesto la perspectiva cambia de modo radical. Porque entonces una "inmortalidad para la condenación" resul­ta, si no estrictamente contradictoria, cuando menos muy difícil de comprender y de aceptar. Que Dios, acogiendo nuestro esfuerzo y nuestro deseo, nos haga inmortales para ser eternamente feli­ces, está en la lógica de su creación por amor y constituye el sentido mismo de la salvación. Pero que Dios hiciese inmortal a alguien con el fin de poder condenarlo, que lo librase de su natural caída en la nada y lo mantuviese en su ser sólo para hacerlo su­frir... a mí, al menos, me resulta inconcebible.

Por eso parece mejor avanzar hacia los otros intentos de interpretación.

4.2. El infierno como "muerte definitiva"

Continuando el razonamiento anterior, parece seguirse con lógica espontánea otra conclusión: si la vida eterna es un don, quien no lo acepte queda privado de él, no se salva, muere. Y desde luego difícilmente cabe negar que esta consecuencia se sitúa en la línea más íntima de todo el dinamismo de la visión bíblica. Desde el principio al final aparece la alternativa: la vida o la muerte. En el Deuteronomio se dice de modo tajante: "Pongo delante de ti la vida y la muerte" (Deut 30,19­; cf. 30,15-20;11,26-28; Jr 21,8). Y al final, en la gran síntesis que es la Carta a los Romanos: "El pago del pecado es la muerte, pero el regalo de Dios es la vida eterna en Cristo Jesús nuestro Señor" (Rom 6,23).

En idéntica dirección va todo el pensamiento acerca de la resurrección. Esta aparece, fundamental y prioritariamente, para explicar y compensar la muerte violenta de los justos (Macabeos y Daniel) y también como intuición de la imposibili­dad de que la muerte pueda romper definitivamente la unión con Yavé (cf., por ejemplo, Sal 73). En el Nuevo testamento resulta aún más claro:

La resurrección de los pecadores sólo se menciona en Juan 5,28; Hch 24,15. Esto depende del hecho de que la noción de resurrección está enteramente condicionada por la concepción según la cual la vida (y por tanto también la vuelta a la vida) es una bendición incomparable (Mt 16,26). Así, pues, no era lógico hablar de resurrección a propósi­to de los pecadores, ya que estos habían perdido el derecho a la vida como consecuencia de su perversidad; su suerte definitiva se señalaba preferentemente como ‘perdición' y ‘ruina'.

La idea de salvación va igualmente por el mismo camino. Si se me permite una alusión personal, debo decir que el intento de pensar en todas las consecuencias de la experiencia cris­tiana de la salvación me llevó, ya en 1977, a sacar esta conclusión:
Dios anuncia y realiza la salvación; de la condenación no sabemos más -ni tenemos derecho a saberlo- que el hecho puramente negativo de que ella es la no-salvación. Hasta el punto de que, posiblemente, sería muy acorde con el espíritu más genuino de la Biblia el concebirla como la negatividad total: a este ser impotente y mortal que es el hombre, Dios le ofrece la gracia infinita de la vida eterna; aceptarla es la salvación, vivir para siempre; no aceptarla es la condenación, la muerte.

Y aseguraba ya también la legitimidad cristiana del razona­miento:

Y no se tema que pensar así llevaría a ‘aguar' el cristianismo. Sólo una concepción mezquina del valor de la existencia y de la salvación, sólo la trágica miopía de quien no se da cuenta de lo irreparable e inmenso que es exponerse a perder la Vida, podría sacar una conclusión de este estilo. Unamuno, que sabía algo de las verda­deras angustias del hombre, llegó a decir: ‘prefiero el fuego eterno del infierno al frío absoluto de la nada'.

Después, mis lecturas me llevaron a comprobar que, en realidad, esta idea tiene una presencia muy fuerte en la tradición.

Ya San Ireneo insinúa lo fundamental: "La comunión con Dios es la vida, la luz y el gozo de los bienes que vienen de Él. Al contrario, a los que se separan voluntariamente de Él, les inflige la separación que ellos mismos escogieron. Ahora bien, la separación de Dios es la muerte". Si bien, como señala el Padre Orbe, Ireneo no saca la conclusión de la caída en la nada, sino la de una "muerte paralela a la eterna vida de los jus­tos".

Fue sobre todo a partir de la Ilustración, influida en este punto por los socinianos, cuando la idea se extendió con fuerza, principalmente en la tradición inglesa. Vale la pena expresar este estado de opinión nada menos que con las preci­sas y limpias palabras de Jorge Luis Borges:

Dos argumentos importantes y hermosos hay para invalidar esa eternidad. El más antiguo es el de la inmortalidad condicional o aniquilación. La inmortalidad, arguye ese comprensivo razonamiento, no es atributo de la naturaleza humana caída, es don de Dios en Cristo. No puede ser movilizada, por consiguiente, contra el mismo individuo a quien se le otorga. No es una maldición, es un don. Quien la merece la merece con cielo; quien se prueba indigno de recibirla, muere para morir, como escribe Bunyan, muere sin resto. El infierno, según esta piadosa teoría, es el nombre humano blasfematorio del olvido de Dios. Uno de sus propagadores fue Whately, el autor de ese opúsculo de famosa recordación: Dudas históricas sobre Napoleón Bonaparte.

En nuestro días la idea se va extendiendo con cierta fuer­za. Christian Duquoc, aunque sólo como hipótesis, la expuso con fuerza en 1984. Entre nosotros le dedica mucha atención Andrés Tornos, que se esfuerza sobre todo en elaborar con exquisi­to cuidado el contexto hermenéutico en que deben ser leídos hoy los datos tradicionales. Después de pasar revista a las diversas teorías, se inclina por interpretar la no-salvación como "no-existencia", como "no-existencia total".

Últimamente la expone E. Schillebeeckx con su habitual finura teológica. Lo hace con modestia -"aunque con cierto temor esto es lo que me represento como solución cristiana más plausible"-, pero con fuerza de convicción. Insiste en la asimetría entre salvación y condenación, en el carácter no bíblico de la idea de inmor­talidad natural, en la consiguiente coherencia de la "muerte segunda", que responde a la lógica interna del mal, y en el triunfo final del bien sin la terrible sombra de un mal posi­tivo que lo flanquee por toda la eternidad: los condenados "sencillamente, ya no son, y no pueden tener ni siquiera noción de la dicha que están gozando los buenos. Pero no existe reino infernal de las sombras junto al reino eternamen­te feliz de Dios".

Espero que el lector se habrá dado cuenta de que, si hago ­tan densas las referencias en este punto, es porque la delica­deza y seriedad del tema así lo postula. No se trata de una opinión ligera o que no tenga en cuenta la fuerza de la tradi­ción. Igual que lo hecho para la opinión anterior, digo para ésta: nadie tiene derecho a acusarla de poner en peligro los datos fundamentales de la fe. Más bien ofrece una coherente visión de ella, al mismo tiempo que preserva el respeto para la dignidad de la libertad humana.
Personalmente durante tiempo me ha parecido la salida más plau­sible. Hoy concedo más importancia a una dificultad, que me hace pensar en la posibilidad de ir aún más allá de ella, tal como pretende la tercera opción.

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4.3 El infierno como "condenación" de lo malo en cada uno

4.3.1 Sentido de la propuesta

El punto más crítico de la primera postura radicaba en el problema de la inmortalidad natural: sin ella resulta muy difícil pensar en una existencia de tormento eterno, pues tendría que ser mantenida directamente por Dios con esa fina­lidad. El punto crítico de la segunda está en el problema de la finitud de la libertad. Dada la delicadeza y complejidad de la cuestión, enunciaré primero de manera global la intención de esta postura. Luego será más fácil seguir los razonamientos de detalle.

La cuestión es esta. Se entiende bien que Dios no quiera ni "pueda" forzar la libertad humana: si alguien libremente se niega a acoger la Vida, Dios tiene que respetarlo y, con dolor de Padre, dejarlo desaparecer, caer en la "muerte segunda", pues eso es lo que el no-salvado ha escogido. Aquí radica la fuerza de la postura anterior. Pero ahora surge otra dificultad: ¿puede una liber­tad finita, y por tanto condicionada, tener una opción tan abso­luta que la lleve a escoger la nada? ¿Non resultará más plausible una salida intermedia?

Ahí radica, en efecto, el fundamento principal para una tercera opción: la libertad es algo muy serio y tiene consecuencias graves y terribles, pero no tan incondicionada que pueda llevar a la negatividad absoluta de la nada. De ese modo conjugando los dos polos -un Dios que lo quiere hacer todo por salvar y una libertad que es tan sólo limitada- se llegaría a una auténtica mediación: Dios salva cuanto "puede", es decir, cuanto la libertad finita le permite. Dado que ésta no es total, Dios salva aquel resto de bondad que parece no poder quedar nunca anulado por ninguna acción mala. 
Habría, pues, condenación real y definitiva, pues se pierde todo aquello que no se le permite salvar a Dios; pero desaparecería la despro­porción que parece intolerable entre lo finito de la culpa y lo infinito de las consecuencias.

La visión final de "Dios todo en todos" alcanzaría así toda su gloria objetiva y toda su positividad subjetiva, pues no habría por toda la eternidad ni la sombra tremenda de los condenados (primera postura) ni siquiera el hueco doloroso e irreparable de la ausencia para siempre de tantos seres queri­dos (segunda postura). Sería la gloria total, y en ella la desigualdad real no sería impedimento: asumida en la gratitud reconocida y en la comunión sin rivalidades, sería para todos el modo de la felicidad, pues cada uno se lograría a sí mismo en la medida total de su propio ser ya plenamente aceptado, gozado, y reconocido. Ya lo dijo San Pablo, hablando de la resurrección: "Aún entre estrella y estrella hay diferencia de brillo" (1 Cor 15,41), sin que eso merme en nada la gloria y la felicidad de la plenitud definitiva.

Intentemos ahora aclarar algo los problemas de detalle.

4.3.2 Transcendencia y finitud de la libertad

El punto clave está en la transcendencia decisiva de la libertad: frágil, pero que representa, sin duda, el consti­tutivo más fundamental de la libertad humana. Algo en lo que insistió siempre con especial énfasis Karl Rahner, y que no deja de aplicar a este problema. Hasta el punto de que -aunque no sin ciertas vacilaciones- explica para él la posibilidad de la condenación total. La ve, en efecto, como la "facultad de lo definitivo":

Por esto, la libertad no es precisamente la capacidad de revi­sar siempre de nuevo, sino la única facultad de lo definitivo, la facul­tad del sujeto que mediante esa libertad ha de ser llevado a su situación definitiva e irrevocable; por ello, y en este sentido, la libertad es la facultad de lo eterno. Si queremos saber qué es ‘defi­niti­vo', entonces hemos que experimentar aquella libertad transcen­dental que es realmente algo eterno, pues precisamente ella pone un carác­ter de­fi­ni­ti­vo, que desde de­n­tro ya no qu­ie­re ni puede ser otra co­sa.

Cierto, pero cuando se baja a lo concreto, no re­sul­ta­ tan fá­cil ­definir el alcance de tal definitivi­dad. ¿Pu­ede­ una li­ber­tad f­i­n­ita llegar a disponer totalmente de si misma? ¿Puede una libertad que, como ya había observa­do Kant, es "retorcida" pero no "demo­níaca", es decir, capaz de que­rer el mal por el mal, optar por la infelici­dad total, por la nada absoluta? ¿Puede, dicho en térmi­nos más con­cretos, hacer­se tan totalmen­te mala, que no quede en ella nada bueno? Hoy, cuando la psico­logía de las pro­fundidades nos ha hecho tan conscientes de los condi­cionamien­tos tan hondos y nunca totalmente clarifica­bles de nuestra liber­tad, per­cibimos bien la gran fuerza de estas preguntas.

De hecho, el mismo Rahner reconoce, de manera muy clara, la imposibilidad de una total transparencia de la libertad finita en sus actuaciones concretas: "el sujeto nunca tiene una seguridad absoluta en relación con el carácter subjetivo y, en consecuencia, con la cualidad moral de tales acciones particu­lares"; hasta el punto de que "bajo el crimen aparente­mente más grande puede a veces no ocultarse nada, por tratarse tan sólo de un fenómeno propio de una situación que todavía no es personal". Más aún, insiste en un aspecto que por su calado ontológico tiene especial relevancia para la cuestión: "la desigualdad del sí frente al no", en el sentido de que el "sí" representa la fuerza y dinamismo constitutivos de la libertad, mientras que el "no" es por naturaleza algo secundario, en cuanto responde tan sólo a un desvío o a una impotencia de ese dinamismo:

El no de la libertad frente a Dios, puesto que está llevado por un sí transcendentalmente necesario a Dios en la transcendencia, y de otro modo no podría existir en absoluto -o sea, significa una autodestruc­ción libre del sujeto y una contradicción interna de su acto-, no puede concebirse como una posibilidad de la libertad igualmente poderosa en el plano ontológico-existencial que el sí a Dios. (...) todo ‘no' recibe un préstamo del sí a la vida que tiene, ya que el ‘no' se hará siempre comprensible desde el sí y no a la inversa.

A través del difícil texto de Rahner tal vez no resulte imposible intuir la figura de la tercera posibilidad: la de que el no de la libertad humana a la salvación de Dios, sea real sin ser total, sea rechazo terrible y destructivo sin llegar a la anulación: sea condenación real y verdadera -por la inmensa pérdida que, en todo caso, supone- sin aniquilar el resto de bondad que existe siempre en toda persona.

Si también aquí se me permite una alusión de carácter personal, debo decir que esta posibilidad me fue sugerida por primera vez en una charla de Tony de Melo. Con su incomparable capacidad de fabulación parabólica, él lo expresaba diciendo que las ovejas y los cabritos del juicio final no se refieren a dos clases de personas, sino a dos realidades dentro de cada persona. Se salvará, pues, lo bueno que hay en cada uno y se perderá, anulándose, lo malo. Lo curioso es que, más tarde, pude aprender en Hans Urs von Balthasar que esta idea había sido expuesta ya a la letra nada menos que por San Ambrosio de Milán: idem homo et salvatur ex parte, et condemnatur ex parte, "la misma persona se salva en parte y se condena en parte". O, como el mismo Balthasar explicita con palabras de Adrianne von Speyr: "Cada pecador escuchará ambas palabras: ‘apártate de mí al fuego eterno', y: ‘venid, benditos de mi Padre'".

Rahner mismo, que no saca la conclusión, pone, con validez adaptable al presente contexto, la base para la posibilidad de esta inter­pretación:
Si aplicamos correctamente una hermenéutica exacta de los enunciados escatológicos, estas descripciones bíblicas del final del individuo y de la humanidad entera pueden enten­derse de todo punto como enunciados sobre posibilidades del hombre y como advertencia sobre la seriedad absoluta de la decisión.

Un pensador tan agudo como Juan Luis Segundo, que sintoni­za muy bien con Rahner, estima que desde su concepción de la libertad -"si se examinan cuidadosamente sus palabras, más allá de su apariencia"- cabría muy bien defender esta tercera postura. La "seriedad mortal" de la libertad no implica "la posibilidad de opción por el mal absoluto por parte del hom­bre". El mismo Rahner había mostrado en su estudio sobre el concepto teológico de la concupiscencia que la libertad humana no es capaz de personalizar todo lo que hay en ella de naturaleza, es decir, siempre queda algo que no resulta transparente a su dominio ni moldeable por sus opciones.

De forma más positiva, el teólogo sudamericano ya había buscado antes un apoyo en aquel conocido texto en donde San Pablo enseña que todas las personas tienen algo que salvar, incluso aquellas cuyas malas obras quedan anuladas en el jui­cio: "quedará sin paga, pero él personalmente se ha de salvar, aunque como quien ha escapado del fuego" (1 Cor 3,15). Expresa así la coherencia cristiana de su postura:
La libertad del hombre no consigue nunca personificar totalmente el mundo natural (y a la segunda naturaleza que es la sociedad). (...)

La gracia increada, ilimitada, del amor divino se vuelve gracia creada que se abre paso, con dificultad, en el mundo de los determi­nismos naturales. Dios es amor sin medida, pero, al darse a nosotros, entra en el mundo de la medida, propio de todos los seres finitos.

Se explica así, a la vez, que el amor salga siempre vencedor. Lo que hay de vida divina en el hombre es indestructible, irreversible,­ fiel. Y ni la muerte ni el pecado pueden destruir ese amor. Esa es la base de la certeza de la resurrección".
Cabe pensar que de esta manera está dicho lo fundamen­tal. Pero podría quedar aún la impresión injusta de que se trata de una opinión no suficientemente fundada o carente de todo apoyo en la tradición. Vale la pena consagrar unas breves reflexiones a clarificar, aunque sea de modo esquemático, algunos aspectos más relevantes.

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4.3.3 El "agradecimiento" de Dios

Pensar "de arriba abajo", es decir en este caso, pensar desde Dios, poniéndose de algún modo en su lugar, resulta siempre una tarea osada y debe hacerse con suma cautela. Sólo puede conseguir una cierta legitimidad cuando se apoya en intuiciones claramente seguras desde la experiencia de la revelación y trata de no salirse de los concretos aspectos iluminados por ellas.

En este sentido hay algo que, en perfecta consonancia con todo lo anterior, llama la atención en la actitud divina tal como se nos refleja en textos fundamentales que pueden tener relación con nuestro problema. Se trata de lo que pudiéramos llamar el agradecimiento de Dios. Recuérdese simplemente la motivación que aparece en la simbología del Juicio Final: "porque tuve hambre..., porque estaba [yo] enfermo...". Palabras que hacen eco estrictamente simétrico a las que acompañan a la llamada central del amor: "a mí me lo hicisteis", "a mí me acoge"... y que delatan por parte de Jesús una implicación personalísima, una identificación total y agradecida con la persona beneficiada.

El Nazareno agradece como propios los beneficios hechos a los demás, sea cual sea su magnitud: "ni siquiera un vaso de agua quedará sin recompensa". Y es obvio que en estas expresiones él aparece con especial intensidad como la "parábola de Dios", como la expresión más genuina de su actitud para con nosotros. Reflejo, pues, de ese Dios que se preocupa únicamente del huérfano y la viuda, del oprimido y el marginado; en definitiva, de todo hombre y mujer a quien, como "hijo" e "hija", prefiere a cualquier sacrificio u holocausto en su honor (recuérdense los profetas en el Antiguo Testamento y la palabra de Jesús en el Nuevo: "deja tu ofrenda delante del altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano": Mt 5,23).

Pues bien, es evidente que no existe nadie que alguna vez no haya hecho el bien a alguien. Ni el más perverso de los humanos ha estado sin ningún tipo de amor, ni el peor de los criminales dejó de hacer en muchas ocasiones el bien a algún prójimo, es decir, a un hijo o hija de Dios...; en definitiva, a Dios. La conclusión se comprende, y cabría expresarla así, aunque sea en palabras demasiado humanas: el Dios que agradece y recuerda -la memoria amorosa del Señor como fuente de vida constituye un motivo muy importante de la visión bíblica- hará todo lo posible, aprovechará todo resquicio, para mantener viva por siempre cualquier brizna de bondad que en algún momento haya germinado en la más apartada de sus creaturas.

Repitámoslo: salvará lo posible, rescatará, aunque sea "como a través del fuego", todo cuando le permita la libertad humana, en ese juego misterioso que sólo Él resolverá -en la infinita gratuidad del amor- entre la comprensión infinita por su fragilidad y el respeto exquisito por su autonomía. En cualquier caso, parece que por aquí recibe un refuerzo importante y cordial la tercera posibilidad que estamos examinando.

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4.3.4 El "infierno" como salvación definitiva de lo real

A estas alturas y debidamente contextualizada, cabe incluso aventurar la paradoja: el infierno así entendido acaba revelándose como el último rostro de la salvación. Para que se entienda debidamente esto, que mal entendido pudiera sonar o a barata bisutería conceptual o a cruel sarcasmo psicológico, adelantemos ya el sentido de la proposición: eliminado el mal, es decir, extinguida toda negatividad y rescatado hasta el último resto del bien, es decir, todo lo positivo del esfuerzo humano y del dinamismo creador, se instaurará la plenitud definitiva, como gozo y gloria para todos. Será la "plenitud" largamente esperada, el "cumplimiento" de los tiempos, el "pléroma" anticipado en Cristo.

En la carta a los Romanos aparece como espera en trance de alumbramiento: 
De hecho, la creación entera otea impaciente aguardando a que se revele lo que es ser hijos de Dios; porque, aunque sometida al fracaso (...), esta misma creación abriga una esperanza: que se verá liberada de la esclavitud a la decadencia, para alcanzar la libertad y la gloria de los hijos de Dios.

Sabemos que hasta el presente la creación entera sigue lanzando un gemido universal con los dolores de su parto. Más aún: incluso nosotros, que poseemos el Espíritu como primicia, gemimos en lo íntimo a la espera de la plena condición de hijos, del rescate de nuestro ser, pues con esta esperanza nos salvaron (Rm 8,19-24).

En el Apocalipsis la esperanza se convierte ya en visión anticipada de lo que será todo, cuando la negatividad haya sido anulada y no quede ya sombra de ningún tipo: ni lo que sería el hueco oscuro de los para siempre desaparecidos ni, peor, lo que sería el abismo espantoso de los para siempre atormentados. Limpiado lo caduco, purificado lo torcido, rescatado el sufrimiento y plenificado el gozo, todo "se hará nuevo" y será "un cielo nuevo y una tierra nueva". Más allá del juicio y por encima de cualquier matemática de premio o castigo, la voz proclama para toda la eternidad:
Esta es la morada de Dios con los hombres; Él habitará con ellos y ellos serán su pueblo; Dios en persona estará con ellos y será su Dios. Él enjugará las lágrimas de sus ojos, ya no habrá muerte ni luto ni llanto ni dolor, pues lo de antes ha pasado (Ap 21,3-4).

Largos siglos de tradición alertan contra todo dogmatismo, impidiendo afirmar que sólo la tercera alternativa, a que nos estamos refiriendo, puede dar cuenta de estos datos y conservar una cierta coherencia. Pero ciertamente no parece en exceso aventurado decir que en ella brillan con luz más espontánea y pueden ser mantenidos en todo su esplendor.

El "infierno" comprendido de ese modo, por lo que supone de pérdida irreparable de plenitud posible, deja sentir su aspecto trágico, su dura y apremiante llamada; pero al mismo tiempo pierde su absolutización estática, para acabar integrado como un momento dinámico en la plenitud real que, ya sin sombra de ningún tipo, constituirá el gozo y la gloria en que, cada cual a su modo, vivirán todos los seres que un día se han abierto a la conciencia y con ella al ansia de felicidad total. El sueño del Creador se verá cumplido, pues, aunque -como el Cordero del Apocalipsis- no haya podido evitar las heridas de la historia, al final, con toda verdad y con seguridad irreversible, "Dios será todo en todos" (1 Cr 15,28).

4.3.5 Anticipaciones y presencia en la tradición

Para terminar esta ya larga exposición, vale la pena volver de nuevo a la historia, para restablecer de algún modo esa dialéctica de continuidad en la novedad que es tan típica de la fe cuando se renueva desde sus raíces más auténticas. Porque lo cierto es que, siendo minoritario, este modo de ver no estuvo nunca ausente de la tradición.

Todo lo contra­rio: ha habido siempre una corriente de profundo calado, que no renunció a esta posibilidad. Basta con traer a la memo­ria la doctrina de la apocatástasis o "restauración de todas las cosas" por medio de Cristo (cf. Hech 3,21). Orígenes fue el gran defensor, pero no estuvo solo; lo siguieron muchos y no pequeños: Gregorio Nacianceno, Gregorio Niseno, Dídimo el Ciego, Evagrio Póntico, Diodoro de Tarso, Teodoro de Mopsues­tia, quizás Juan Crisóstomo. EL rechazo oficial cortó el movi­miento; pero, aun así, aparecerá más tarde en Escoto Eriúgena, Amalrico de Bene, los Hermanos y Hermanas del Libre Espíritu y los Anabaptistas.

A partir de la Ilustración, aunque de ordinario con cierto aire esotérico, fueron muchas las perso­nalidades teológicas que defendieron la idea o simpatizaron con ella: Schleiermacher fue acaso el más influyente. En la teología actual las sostenidas y complejas reflexiones de Karl Barth y Hans Urs von Balthasar le han conferido una matizada pero fuerte presencia. Desde la filosofía de la religión -muy marcada por el diálogo con las religiones no cristianas- se les une John Hick, con un pensamiento de resonancia creciente.

La fuerza de esta postura, que en realidad la convierte en una raíz nunca desarraigable del todo y siempre dispuesta a rebrotar, está, por un lado, en la percepción del poder de la gracia de Dios y de su voluntad salvadora, siempre dispuesta al perdón; y, por otro, en toda una línea de la Escritura que sugiere de diversos modos una reconciliación total para el final de los tiempos. Su debilidad -tal como suele presentarse- puede venirle de dos puntos principales, que por eso vale la pena aclarar.

1) El primero consiste en su (excesivo) verticalismo teocén­trico. Los defensores dan muchas veces la impresión de razonar casi en exclusiva desde Dios: desde su sabiduría y su poder. Pero, a mi parecer, no está ahí el polo decisivo del proble­ma. Porque es obvio que de Dios siempre podemos estar seguros. Él obra por amor y hace cuanto está en su mano para salvarnos: si "puede" -es decir, si es posible, si no es algo contradic­torio, una nada, un sin-sentido-, ha demostrado que lo hace. La dificultad real radica en saber lo que es posible desde nosotros: de qué es capaz nuestro ser finito, en qué medida le permite a Dios que lo salve.

Obviamente, tratándose de autores de esta categoría, habría que matizar mucho. Pero acaso no sea del todo injusto afirmar que, al proceder "desde arriba", tienden a colocar el problema allí donde no está. Sus soluciones, dentro de una cierta grandeza, resultan entonces artificiosas y poco convin­centes. Barth insiste en la predestinación, aunque transformán­dola radicalmente: el pecador, a pesar de su apartarse de Dios, es un predestinado; la condenación que él merece cae sobre Jesucristo, que la supera soportándola en la cruz (incide así en su típica y peligrosa retórica del castigo y abandono del Hijo por parte del Padre, que, bien mirado, puede llegar a lo teológicamente horrible).

Urs von Balthasar realiza un esfuerzo admirable por la tenaz generosidad de su intención, que llegó a causarle serios disgustos; pero más de una vez se tiene la impresión de que sólo la fuerza de su genio le impide caer en un discurso "gnóstico". Difícilmente puede convencer cuando razona que el pecador abandonado en su perdi­ción puede, más allá del tiempo, ser convertido por Dios que le presenta a Cristo aún más abandonado que él:

Cabe -dice citándose a sí mismo- ‘reflexionar si no le es posible a Dios salir al encuentro del pecador, que se apartó de Él, en la figura del Hermano crucificado y abandonado por Dios; y hacerlo de tal modo que el que se apartó comprenda: éste que (como yo) está abandonado por Dios, lo está por mi causa. Aquí ya no se podría hablar de una violación de la libertad (Vergewaltigung), si Dios a aquel que escogió (o acaso debamos decir cree que escogió) la total soledad de ser-sólo-para-sí, se le aparece en su soledad como el más solo aún. El pobre, dice Claudel en una poesía, no tiene amigo más fiable que aquel que es aún más pobre.

John Hick es más concreto, pero gasta también mucho esfuerzo en cuadrar el círculo de mostrar cómo le es posible a Dios lograr que el hombre acabe haciendo libremente lo que Él quiere que haga. Distinguiendo entre el aspecto "lógico" y el aspecto "moral" del problema, concluye:

Parece imposible moralmente (aunque no lógicamente) que los recursos infinitos del amor infinito actuando en el tiempo ilimitado puedan ser frustrados eternamente y que la criatura rechace su propio bien, que le es presentado en una serie ilimitada de recursos.

Tal tipo de argumentos y razones puede resultar agudo. Pero suena demasiado artificioso. En su lugar, resulta mucho más sencillo -y creo que más realista y verdadero- partir de que Dios hace, efectivamen­te, todo lo que le es posible; después, apoyados en esta confianza, concentrarse en las posibili­dades de la creatura. De este modo, por un lado, respetamos la transcendencia y el amor divino y, por otro, operamos con datos, siempre de algún modo verificables, de nuestra expe­riencia. Es lo que aquí hemos intentado al partir de la limitación de la libertad humana -dato cierto y evidente-, para desde ella explorar las posibilidades concretas: desde una libertad no absoluta parece, en efecto, posible concebir -sin artificio lógico de ningún tipo- que siempre quede en ella algo de bondad que le permita a Dios ejercer la fuerza absoluta de su amor.

Y aquí tal vez convenga aprender, sobre todo de Hick, a tener más en cuenta una posibilidad, presente en la tradición, pero poco explotada: la de que después de la muerte quepa aún un ejercicio efectivo de la libertad. Al hablar de esto, nos movemos en lo desconocido y por principio inverificable; pero por eso mismo acaso no debemos descartar a priori tal posibi­lidad. Sobre todo, cuando en la propia tradición encontramos intuiciones que apuntan por ahí: tal el tema medieval -renova­do últimamente por Ladislao Boros- de la iluminación en el momento de la muerte; y, con mucho más calado teológico, el del purga­torio, como posibilidad transmundana de conversión (uso a propósito conversión y no "purificación", para insistir en la necesaria participación de la libertad, sin la cual, aún su­puesta la iniciativa de Dios, no puede existir un real proceso salvífico). Idea que, como se sabe, tiene profundas raíces en la tradición de las religiones orientales, y en la que Hick pone especial énfasis. (Aquí prefiero dejarla como sugerencia posible, sin hacer depender de ella el razonamien­to).

2) Pero hablábamos de dos puntos débiles en la propuesta ordinaria de esta tercera postura. Pues bien, el segundo consiste en la tendencia a ver la apocatástasis como una simple restauración, como un volver al principio igualando todo. Con lo cual quedaría muy desdibujada la seriedad existencial de la libertad. La consecuencia más grave sería entonces que el lenguaje dual acerca de la salvación y de la condenación quedaría completamente vacío de sentido.
Bien mirado, este punto va íntimamente unido al primero, a su exagerado verticalismo. La visión desde arriba, al fijarse casi en exclusiva en lo que Dios hace, pierde de vista la base antropológica, es decir, el hecho de que la salvación divina sólo puede salvar lo que la libertad humana le permite (aunque sea, claro está, en la intensificación inconmensurable de la gracia). Pero ese simple cambio en el énfasis hace ver que en esta perspectiva ya no se trata de una mera restauración: en la medida en que la libertad se cierra, se produce pérdida real en la posibili­dad de la salvación. Pérdida, por un lado, irreparable -eterna- y, por otro, enorme, dado el valor supremo de lo perdi­do -de lo que resulta condenado-.
Comprendo que a primera vista esto pueda dar la impresión de una interpretación artificiosa, casi de un juego con las pala­bras. Y lo sería, si en estos asuntos rigiese una lógica "comercial", que interpretase la salvación de una manera objetivante y mezquina: "si me salvo, ya está; lo demás no importa: me he librado del castigo". En cambio, en una "lógica del amor", donde lo que importa es la profundidad de la comunión, el avance en la intimidad, el gozo en la alegría del otro... la mínima pérdida tiene siempre algo de tragedia irreparable. Porque no se trata de un premio añadido desde fuera, sino de la realización del ser en lo que tiene de más íntimo y precioso.
Sólo quien ama de verdad intuye lo tremendo de la oportu­nidad perdida, de la frustración infligida al amor, de la riqueza que se le sustrae a la esencia del mundo... Cuando lo que está en juego es el Amor fundante, la realidad última, la felicidad definitiva, nuestras medidas resultan literalmente incapaces de calibrar la transcendencia inmensa de lo perdido, de lo ya para siempre frustrado. Eso no anulará la realidad de la salvación, pues ya aquí la misteriosa lógica del amor permite intuir la paradoja de la felicidad de sentir­se perdonado a pesar de todo, de gozarse en la dicha que ya no puede ser la propia, pero que otros -los que se aman sin rivalidad posible en la luz de la verdad definitiva- disfrutan y que por eso de algún modo es también nuestra... Pero también nadie mejor que los que aman sabrá qué seriedad mortal -qué "condenación"- significa para siempre la pérdida eterna de lo no realizado en el tiempo, la frustración definitivamente irrepa­rable de la oportunidad que no podrá volver.
De nuevo, palabras que se exponen a no significar o, peor, que corren el riesgo de la retórica. Pero acaso también, pala­bras que nos juzgan, porque no asomarse siquiera a lo que ellas intentan anunciar, puede delatar que, en el fondo, todavía no sabemos -no saboreamos- nada de lo que es la salvación. Presos en el juego infantil del premio y del castigo, o acaso víctimas inconscientes del espíritu de resentimiento o deseo de venganza, no intuimos siquiera de lejos, ni la misterio­sa maravilla de la salvación ni la terrible apuesta de la libertad. Como esos cristianos que cuando descubren que Dios salva de verdad en todas las religiones, piensan que entonces ya no sirve para nada la dicha de descubrirlo como el Abbá que ha logrado revelársenos en Jesús de Nazaret...
* * *

Pero la misma dificultad de estas palabras nos trae a la memoria la cautela fundamental de la que partía toda esta parte final. Estamos en el terreno de la conjetura. Hablamos de lo que, por definición, sobrepasa nuestra capacidad de certeza y que, por tanto, sólo nos es lícito proponer en la modestia de una propuesta en diálogo. La seguridad está únicamente en lo fundamental, en lo que verdaderamente importa: que Dios es amor y que sólo quiere y busca por todos los medios nuestra salvación; que lo hace en el respeto, exquisito y absoluto, a nuestra libertad, la cual, sí, puede resistirse a su salvación; que sólo de esa resistencia procede la no-salvación o "infierno"; que, sea éste lo que sea y consista en lo que consista, tiene siempre algo de terrible e irreparable para nosotros, pero que no es nunca un castigo de Dios, sino ante todo un dolor y una "tragedia" para Él.

A partir de ahí, todo es conjetura que únicamente puede aspirar a la legitimidad en la medida en que trata de aclarar la seguridad de fondo; de tal manera que, por un lado, deje patente del mejor modo posible el amor incondicional de Dios y, por otro, preserve la frágil pero irrenunciable dignidad de la libertad humana.

 

Andrés Torres Queiruga

Teólogo

Religión Digital

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