En memoria de los PROFETAS CAÍDOS    

                             
                 cristianos siglo veintiuno
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HENRI DE LUBAC

 

 

Profesor de la facultad de teología de Lyón-Fourviere

Silenciado por Ottaviani

Nombrado teólogo del Concilio.

Con 87 años es nombrado –año1983- Cardenal.

 

Jesuita. Con enorme peso teológico y espiritual. Sometido por la mordaza de los incompetentes y ensoberbecidos monseñores de Roma.

 

La virtud característica de un dominico (Congar) es la búsqueda de la verdad. La específica de un jesuita es la obediencia. Roma no lo olvida. Y a veces se ha aprovechado, hasta con sadismo, de ese voto específico jesuítico. El ejemplo más reciente de ese aprovechamiento cruel es Karol Wojtyla: se aprovechó de la “santa obediencia” ignaciana para aplastar a uno de los hombres más geniales de la Iglesia del siglo XX, Pedro Arrupe, antítesis del vedetismo holliwoodiense y trasnochado de Wojtyla.

 

Henri de Lubac, sometido al silencio en esa era negra de Pacelli – Ottaviani, creyó que su salida sólo era la obediencia: “La Iglesia, a pesar de todo, es nuestra madre”. Actitud muy ignaciana, que responde a una eclesiología, hoy muy discutible. Al menos esa presunta maternidad no se merece tanta sangre de sus presuntos hijos.

 

A este Vaticano católico le encanta vivir en el monte “Yahvé provee”, en el territorio de Moria. Sin caer en cuenta (el Vaticano no sabe Escritura) de que Abrahán subió allí para aprender que Yahvé no quería ya nunca más la sangre de sus hijos.

 

Pero seguimos con el pietismo ignorante y pagano de que cuanto más sacrificio personal, más salvación. Y olvidamos que la cruz es invento de hombres. Nuestro Dios no es Dios de sangre, ni de muerte. Si Wojtyla, Ottaviani, Pacelli hubieran hecho el papel de Abrahán, seguro que hubiesen matado a Isaac.

 

 

 

Mantener la piedad hasta la superstición, decía Pascal, es destruirla. Mantener la ortodoxia hasta el integrismo, es también destruirla.

 

Credulidad, sectarismo y pereza son tres tendencias naturales en el hombre. Con demasiada frecuencia, éste las canoniza bajo vocablos más nobles.

 

Una fe puede tender a cero sin ser ni siquiera quebrantada por la duda.

 

Vaciándose, exteriorizándose, pasando gradualmente de la vida al conformismo, puede también endurecerse y tomar la apariencia de la más hermosa firmeza. La corteza se ha endurecido, el tronco se ha ahuecado. 

“Non quia durum aliquid, ideo rectum

aut quia stupidum, ideo sanum”.  

S. Agustín, en la ciudad de Dios, citada por de Lubac.

Para huir de los trastos viejos que se presentan como tradición, es necesario remontarse a un pasado más lejano, que se revelará como el presente más cercano.

 

Creer que rehusando el progreso del propio siglo se asegura la herencia de todos los tesoros de los siglos anteriores, es vanagloriarse.

 

La fe es abandono.

 

El creyente no debe embarazarse de teorías. Que use de ellas, ¡nada mejor! Si desea pensar su fe, las teorías les son indispensables. Las necesita sólidas y duraderas. Pero que procure no quedar pegado a ellas, como el bien propio de su inteligencia.

 

La fe debe participar del privilegio de la caridad: no intenta en modo alguno tomar su objeto, acapararlo; al revés, se disuelve en él.

 

La fe no nos proporciona una teoría más bella que las ideadas por los filósofos; nos eleva por encima de las teorías. Por ella nos evadimos de los limites de nuestro propio espíritu. Por encima de todas las opiniones sublimes sobre Dios, nos lleva a alcanzar al mismo Dios. Nos instala en el Ser.

 

Ahora bien, todo esto, lo único importante, lo hace ella sola.