Durante
la larga noche que precedió al Concilio Vaticano II,
fueron cayendo innumerables víctimas de su fe.
Los verdugos: un Pontífice llamado Eugenio Pacelli;
un Comisario jefe del pensamiento, llamado Ottaviani;
y el sin fin de pequeños gendarmes, cardenalitos,
arzobispitos que crecen y medran a la sombra del
poder.
Las víctimas: los de siempre, los profetas del Señor
que fueron y serán amordazados por el Templo y sus
Pontífices. (Por favor que nadie repita más la
simpleza de que ya no hay profetas. Difícilmente se
encontrará un siglo con más profetas que el siglo XX.)
La década de los años 50, en España fue una década
oscurantista, triste, miserable hasta la nausea. Los
años más tenebrosos del católico militar, arropado
por el clero más vendido de Europa.
Centroeuropa, en cambio, hervía con movimientos
cristianos comprometidos con su Dios y con los
hombres. Holanda buscaba un nuevo catecismo, una
nueva liturgia para vivir y expresar la fe; en
Suiza, Alemania, Francia las cátedras de teología
fueron capaces de plantearse una nueva dogmática o
una nueva manera de plantear la Fe de los
cristianos.
Roma padece, periódicamente, crisis de pánico
ante el viento del Espíritu. A nadie teme tanto
el Vaticano como al Espíritu Santo. Y quizá
tenga razón, como siempre, el Vaticano. El
Espíritu es el único que puede acabar con el
tinglado.
En Francia se había ido instalando, poco a poco,
un pequeño vendaval profético en torno a un
grupo de dominicos y jesuitas. Todos fueron
masacrados por Pacelli y Ottaviani.
Son hombres a los que la Iglesia les debe mucho.
Les debemos mucho. Ellos fueron los iniciadores
de un clima de inquietud cristiana que acabó en
la convocatoria de un Concilio.