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EN MEMORIA DE

LOS PROFETAS CAÍDOS

 

Yves Congar

Henri de Lubac

Durante la larga noche que precedió al Concilio Vaticano II, fueron cayendo innumerables víctimas de su fe.

 

Los verdugos: un Pontífice llamado Eugenio Pacelli; un Comisario jefe del pensamiento, llamado Ottaviani; y el sin fin de pequeños gendarmes, cardenalitos, arzobispitos que crecen y medran a la sombra del poder.

 

Las víctimas: los de siempre, los profetas del Señor que fueron y serán amordazados por el Templo y sus Pontífices. (Por favor que nadie repita más la simpleza de que ya no hay profetas. Difícilmente se encontrará un siglo con más profetas que el siglo XX.)

 

La década de los años 50, en España fue una década oscurantista, triste, miserable hasta la nausea. Los años más tenebrosos del católico militar, arropado por el clero más vendido de Europa.

 

Centroeuropa, en cambio, hervía con movimientos cristianos comprometidos con su Dios y con los hombres. Holanda buscaba un nuevo catecismo, una nueva liturgia para vivir y expresar la fe; en Suiza, Alemania, Francia las cátedras de teología fueron capaces de plantearse una nueva dogmática o una nueva manera de plantear la Fe de los cristianos.

Roma padece, periódicamente, crisis de pánico ante el viento del Espíritu. A nadie teme tanto el Vaticano como al Espíritu Santo. Y quizá tenga razón, como siempre, el Vaticano. El Espíritu es el único que puede acabar con el tinglado.

En Francia se había ido instalando, poco a poco, un pequeño vendaval profético en torno a un grupo de dominicos y jesuitas. Todos fueron masacrados por Pacelli y Ottaviani.

Son hombres a los que la Iglesia les debe mucho. Les debemos mucho. Ellos fueron los iniciadores de un clima de inquietud cristiana que acabó en la convocatoria de un Concilio.