23 DE 35
Ricardo OlmedoNo conté casi nada de aquello, cuando nos tirotearon al norte del lago Kivu, en el Congo más bello y hostil. Quizá fueran las tropas de Laurent Nkunda, aquel generalote rebelde y sanguinario. A saber. Pero lo cierto es que ese día, camino de la frontera con Uganda, la historia podría haber acabado muy mal. 23 de 35.
Me callé la peripecia de Brasil, cuando la avioneta que nos llevaba hasta el corazón de la selva se metió de lleno en una tormenta. Aquel papel de fumar con alas comenzó a dar volteretas conmigo dentro hasta que llegó la calma…para mí, no para el piloto que, aterrorizado, comprobó que estaba perdido sobre el inmenso tapiz amazónico. Por fin vio una quebrada que reconoció y pudo enderezar el rumbo hasta nuestro destino. Unos días antes se había extraviado la avioneta de unos universitarios, tragados por la selva. 23 de 35.
Poco dije de lo de Sudán, cuando fuimos al final de la guerra, dormíamos en chozas espantando alacranes, comíamos espaguetis tres veces al día y nos engañaron con un coche sin tracción con el que tardamos veinte horas en recorrer un camino que se hacía en tres y por poco tenemos que pasar la noche – mal asunto– bajo un árbol y no muy lejos de grupos rebeldes. 23 de 35.
No hice mucha literatura de lo de El Salvador, cuando me empeñé en entrevistar a varios mareros y uno de ellos se puso nervioso, muy nervioso, al final de la charla, y sacó un pistolón tamaño XL. O cuando también me empeñé en grabar en uno de los mercados de Soyapango, territorio de los pandilleros de la Salvatrucha, y tuvimos que salir bastante más deprisa de lo que habíamos entrado. 23 de 35.
Tampoco le di mucho carrete a lo de Mozambique, cuando un par de tipos nos estuvieron siguiendo en un coche de forma más que amenazante mientras hacíamos un reportaje sobre niños de la calle que desaparecían y cuyos cadáveres se encontraban después… pero sin riñones o sin hígados, presuntamente destinados al tráfico de órganos. 23 de 35.
A pocos les conté- y menos a mi madre- las fatiguitas que pasamos bajando en coche por la cordillera peruana, ya en ceja de selva, cuando un camionero con malas pulgas nos obligó a pasar por el filo de una curva, asomada una rueda a un barranco de los que no se ve el fondo. 23 de 35.
No hice una novela con aquello de Filipinas, cuando nos llevaban a toda velocidad por las carreteras de una isla del sur del archipiélago, no fuera a ser que los terroristas de Abu Sayyaf se dieran cuenta de que estábamos por allí y aumentaran con nuestros nombres la lista de extranjeros secuestrados. 23 de 35.
Tampoco fue motivo de novela aquella noche en Guatemala, en la que un motorista borracho se incrustó bajo el parachoques de nuestro vehículo y cuando salí me encontré media pierna en el asfalto, un tipo agonizando en el arcén y, a la media hora, había cientos de personas buscando al “culpable” para lincharlo. 23 de 35.
Ahora me vienen a la memoria estas batallitas. Ojo, que también recuerdo muchos, muchísimos buenos ratos. ¿Y por qué ahora? Porque dejo de trabajar en Pueblo de Dios, el programa de TVE donde he estado 23 de los 35 años que tiene este histórico espacio. El motivo es sencillo: viene un nuevo equipo tras la jubilación del director. Y claro, es el momento en que los recuerdos vienen en cascada, muy claros. Con la misma nitidez con la que sé por qué no conté esas historias ni hice de ellas pólvora para fuegos narcisistas. Simplemente, porque no eran relevantes.
Lo importante, lo que conté y volví a contar, lo que escribí, lo que resalté, de lo que hice algo de literatura y mucho de periodismo fue de esas vidas de película que me encontré por las decenas de países de África, América y Asia que he pisado. Vidas de hombres y mujeres, en su mayoría misioneros y misioneras, que no son héroes ni personajes de cuentos, sino personas que han llegado a una plenitud de humanidad gracias a esa fe que les hizo entregarse incondicionalmente a los que habitan en los abismos de la pobreza, el hambre, la violencia, la esclavitud, la enfermedad…
Y la suerte –inmerecida– fue que esos hombres y mujeres a los que conocí me hicieron mejor persona, aunque en pago tuviera que meterme en esos abismos y mirar a los ojos a quienes viven en ellos y traerme, para siempre, parte de ese dolor con el que procuro convivir, que a veces se escapa en las noches de insomnio y en los días de desesperanza.
La otra gran suerte no fue visitar selvas, cordilleras, cataratas, desiertos, sabanas y mares lejanos sino hacerlo con otros. Con los compañeros he reído y cantado por las carreteras de Uganda, me he bañado junto al lago Turkana, he contado estrellas en el cielo de Bolivia, comido cocodrilo en Congo, camello en Kenia, serpientes en Mozambique, tortugas en Brasil y roedores varios en Ecuador.
Con ellos lloré una noche en un hospital infantil en Angola o una tarde entrevistando a las niñas a las que los rebeldes dejaron ciegas con plástico fundido en la guerra de Sierra Leona. Con ellos compartí malos y buenos humores. Juntos nos aliviamos picaduras de arañas y mosquitos, cazamos tarántulas, dormimos en el suelo de un barco en el Amazonas, nos cosimos brechas y bebimos ron para despejar los malos ratos.
Ellos me animaron y ayudaron en esos momentos en que no sabes por dónde tirar o cuando estás tan exhausto que ya todo te da igual porque te estás friendo a 46 grados, como en Chad; o porque llevas desde las cinco de la mañana dando tumbos por los caminos del norte de Perú o porque los problemas que dejas en casa no te dejan centrarte o por tantos motivos que me recuerdan mi fragilidad. Y claro, a estos compañeros les tendré siempre el cariño que el corazón reserva para esas personas especiales que la vida te pone en el camino.
23 años dan para mucho. Sobre todo, para dar gracias.
Ricardo Olmedo
ECLESALIA