RECONOCER LA PERMANENTE PRESENCIA DIVINA
Enrique Martínez LozanoLc 24, 13-35
Nos hallamos ante un modelo de catequesis sobre la resurrección, lleno de contenido y entrañable. Nacido de la experiencia y de la esperanza, conecta fácilmente con la sensibilidad cristiana de todas las épocas: "Quédate junto a nosotros, que la tarde está cayendo...", dice la letra de una canción, que ha encontrado un profundo eco entre los creyentes.
La resurrección asegura la presencia del Maestro compartiendo nuestra vida. Y todos necesitamos sentirnos acompañados, sobre todo por una compañía que puede darnos sentido, confianza, amor y salvación.
Sucede que, mientras estamos identificados con el yo, esa presencia buena la buscamos "fuera"..., como les ocurría a los dos discípulos de Emaús: "Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador...". Lo cual nos hace vivir alienados y, lo que es más grave, potencia y fortalece el engaño de un yo separado, causa de toda nuestra confusión y sufrimiento.
En el nivel mental de conciencia, no puede ser de otro modo: el yo se percibe a sí mismo como "identidad definitiva", y hace que todo gire en torno a él. Incluso a la hora de pensar a Dios, lo hace proyectándolo a su propia imagen: si soy un "yo separado", Dios debe ser un "Tú separado". Y, mientras permanecemos en ese nivel, todo ello, no sólo es legítimo, sino que puede ser hasta "beneficioso".
Pero comporta un riesgo grave que, antes o después, empieza a manifestarse. El riesgo consiste en que alimenta la idea de "separación" –que no se corresponde con la realidad, sino que es sólo una lectura de la propia mente, desde su inevitable dualismo- y nos mantiene en una insatisfacción permanente, la insatisfacción típica del yo. La causa no es otra que el engaño del que parte, al considerar al yo como nuestra identidad última.
Sin embargo, en cuanto empezamos a ser capaces de observar la mente (y nuestro yo-psicológico o mental), caemos en la cuenta de que nuestra identidad no es lo observado, sino Eso que observa. Y ahí se nos empieza a mostrar que Eso, no sólo no está separado de nada, sino que constituye la "Identidad compartida".
A partir de esa experiencia, todo queda radicalmente modificado: el modo de vernos y de ver la realidad; como si nos hubieran cambiado el cerebro. Y algo de eso ha ocurrido: hemos pasado del "modelo dual de conocer" (mental) al "modelo no-dual".
El rasgo más característico de este nuevo modelo es la no-separación. Siguen estando las diferencias, pero abrazadas en una Unidad no-dual. Y venimos a descubrir, no sólo que siempre estamos –y hemos estado- "acompañados" por la Presencia divina, sino que Ella misma nos constituye en nuestra realidad más íntima. A partir de aquí, la comprensión da lugar a una transformación: se trata, sencillamente, de permanecer conscientemente conectados a Ella y permitir que fluya a través de nosotros.
Descubrimos, entonces, que no nos falta nada; que, a ese nivel, todo está bien... Que soy perfecto, tal como soy, porque soy expresión de esa Realidad Original..., y que los demás también lo son.
Cuando se nos regala experimentar esto, sentimos que "nuestros corazones arden": nos hemos encontrado con el Resucitado, con la Vida, con la Unidad que compartimos con todos los seres, naciendo en permanencia de la Fuente misma.
El paso de un modelo de conocer a otro (del mental al no-dual) requiere una "traducción" de los textos que hemos recibido. La misma, para que sea rigurosa, debe tratar de comprender lo que quisieron expresar con ellos para, después, "releerlos" desde este nuevo "idioma".
¿Qué quería transmitir el autor de la catequesis que leemos este domingo? Parece que sus destinatarios eran cristianos de la segunda generación, que no habían conocido al Maestro ni habían participado de aquella primera experiencia de la resurrección.
No es raro que estos discípulos se preguntaran cómo encontrar al Resucitado. Pues bien, Lucas les ofrece tres "lugares" donde ese encuentro puede producirse: en la acogida al extraño, en las Escrituras judías y, de un modo particular, en la Eucaristía.
Cada vez que acogemos a una persona y compartimos lo nuestro con ella, estamos encontrándonos con el Resucitado. Lo había dicho el propio Jesús: "Tuve hambre y me disteis de comer...; lo que hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis" (Mt 25,35.40). Pero, desde el nuevo modelo, lo comprendemos mucho mejor: Jesús se encuentra en cada ser humano, y en cada rostro vemos su rostro. Desde esta "nueva" conciencia –transmental o transpersonal-, todo es "reflejo" y "guiño" de Dios. Y lo vemos siempre..., a condición de que nosotros mismos permanezcamos conectados conscientemente a esa Realidad primera.
Otro lugar de encuentro, para aquellos hombres y mujeres, eran los textos sagrados, en concreto, "Moisés y los Profetas", es decir, la Escritura hebrea. Desde el principio, la incipiente comunidad había mostrado un particular interés por "releer" la vida y la muerte de su Maestro a la luz de la Escritura..., con el objetivo de ver cómo lo escrito se "cumplía" en su persona. Hasta el punto de que, desde lo que era su propia cosmovisión religiosa, llegaron a interpretar que todo lo ocurrido con Jesús era sencillamente "para que se cumpliera la Escritura", así como que "era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria". Desde nuestra perspectiva, sabemos que ese "era necesario" no es sino una lectura "a posteriori" –no significa que Dios lo exigiera así necesariamente-, con la que se intenta superar el escándalo de la muerte a manos de paganos.
Un tercer "lugar" de encuentro es, probablemente, el más "querido" para aquellas primeras comunidades: la eucaristía ("fracción del pan" o "cena del Señor"). Era en el encuentro comunitario donde, al recordar la acción del Maestro, "conectaban" con su Presencia. No es casual que los relatos de apariciones las sitúen en "el primer día de la semana" (el domingo) y tampoco lo es que usen la fórmula clásica, ya estereotipada, de la eucaristía: "Tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio".
Es entonces, al "caer en la cuenta" de su Presencia, cuando "se les abren los ojos" y "lo reconocen". El texto no dice que lo vieran ni que lo tocaran (un resucitado no se puede ver ni tocar) –al contrario, lo que dice es que "desapareció"-, sino sencillamente que lo "reconocieron", percibieron su Presencia, la que siempre había estado con ellos, aunque su "ceguera" les había impedido captarla.
Es un texto totalmente aplicable a nuestra situación. También nosotros estamos compartiendo su misma Presencia e Identidad, no-separados del Misterio que es la Fuente de todo lo que existe. Nunca hemos estado ni podemos estar "fuera" de él. En todo se está expresando y manifestando. ¿Qué nos impide verlo?
Probablemente, nuestra identificación con el yo..., como los discípulos de Emaús. Ellos esperaban..., en una expectativa propia del ego, que busca obtener un beneficio palpable que lo afiance y consolide. Lo que sucede es que, mientras permanecemos en esa identificación, estamos tan "cegados" en el yo, que eso mismo nos impide "ver". El yo únicamente puede captar lo que cabe en la mente..., pero se le escapa todo el Misterio que la trasciende y que, sin embargo, nos constituye.
Suele ser habitual que vayamos por la vida "esperando" que, en otro momento y en otro lugar, conseguiremos –o se nos regalará- aquello que finalmente nos haga sentir bien.
Eso mismo nos impide caer en la cuenta de que ya se nos ha dado todo. Que no somos el yo carenciado y vacío –siempre insatisfecho- que pensamos ser, sino el mismo Espíritu divino que vive en la forma de un yo particular. Nuestro "yo particular" –nuestra identidad relativa- es un sabor peculiar del Único Sabor.
Al percibir nuestra identidad más profunda, nuestro corazón se amplía hasta el infinito e, inundado de Presencia y de Gozo, puede proclamar con el místico Ibn 'Arabi:
He conocido a mi Señor por mi Señor, sin confusión, ni duda.
Mi "naturaleza íntima" es la Suya,
realmente, sin falta ni defecto.
Entre nosotros dos no hay tiempo
y en mi alma el mundo oculto se manifiesta.
Después de haber conocido mi alma
sin mezcla ni desorden,
he llegado a la unión con el objeto de mi amor,
sin largas ni cortas distancias.
He recibido las gracias, sin que nadie a mí descienda,
sin reproches ni motivos.
No he destruido mi alma por Su causa,
ni tengo duración temporal que pueda destruirme.
¿No es éste el significado profundo de la "resurrección"?
Enrique Martínez Lozano
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