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COMUNIÓN EN LA DIVERSIDAD

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El evangelio de Juan se nos muestra siempre cargado de símbolos y de una gran hondura narrativa. Su complejidad es a veces difícil de desentrañar para los lectores y lectoras contemporáneos porque nuestros marcos culturales y sociales están ya muy lejos de los que estaban vigentes en el mundo en que vio la luz este texto.

Las comunidades cristianas, que están detrás de este evangelio, se fueron configurando entrono a un proyecto de discipulado en el que confluyeron diferentes corrientes no sin conflictos, tanto en su desarrollo interno como en sus relaciones con otros grupos cristianos. Este caminar fue dejando su huella a lo largo de todo el evangelio y posibilitó que los y las creyentes que sostenían su fe en estas comunidades fuesen progresivamente profundizando en la persona de Jesús de Nazaret a la luz de las tradiciones heredadas y de su fe en él.

El capítulo 21 que hoy comentamos, fue añadido cuando la obra ya estaba terminada y es signo de un proceso difícil de consenso que posibilitó a la comunidad joanica incorporarse plenamente a la corriente mayoritaria de la Iglesia naciente. Una corriente que posteriormente se denominó la Gran Iglesia y en la que se sustenta la Iglesia que conocemos hoy.

El relato de la pesca milagrosa se presenta como un escenario en el que van a confluir dos personajes que van a representar las dos corrientes cristianas que han de articularse para que las comunidades receptoras del evangelio puedan responder a los desafíos doctrinales y organizativos que están viviendo. Estas figuras son Pedro y el discípulo amado.

En el marco de un peculiar relato de aparición del Resucitado Juan pone las bases de la incorporación de las comunidades de su círculo a las que ya han reconocido a Pedro como el líder indiscutible de los comienzos cristianos. En el centro de la escena está Jesús invitando a sus compañeros galileos a un nuevo encuentro con él.

Los discípulos, decepcionados y cansados después de una pesca infructuosa, no son capaces de ver en el visitante que se acerca a la orilla al maestro con el que tantas veces compartieron la comida y la tarea. Solo uno de ellos, el discípulo amado, es capaz de recordar la voz y los gestos del Maestro. Él era el testigo central de la fe en Jesús para las comunidades destinatarias del cuarto evangelio. Y en el relato es él que confiesa la fe primero.

Sin embargo, Pedro, necesita una nueva llamada por parte del Maestro para tomar conciencia y asumir la nueva realidad que amanece en su vida tras el encuentro con el resucitado. Pedro va a ser confirmado como la figura que ha de liderar el nuevo comienzo de la primera comunidad de creyentes en Cristo.

El desarrollo de la escena, la actitud de los dos personajes centrales y la autoridad del resucitado ofrecen a las comunidades jónicas el fundamento y las razones para incorporarse al grupo mayoritario. Pero en esta incorporación no se difuminan las diferencias, sino que se reconocen los carismas diferentes y los valores que cada grupo representa. El discípulo amado cree y su fe sale fortalecida en el encuentro con el Resucitado. Pedro, arriesga un nuevo comienzo, confía en los resultados de la pesca y la pesca es milagrosa. Su fe necesita mas tiempo y más dialogo, pero se compromete con valentía en el seguimiento.

Esta experiencia vivida por las comunidades joanicas, sus desafíos iluminados por su encuentro con el Resucitado, nos hablan a nosotras y a nosotros hoy. Las diferencias enriquecen, pero solo el dialogo, el encuentro, el respeto nos permitirán reconocer nuestros dones diversos, nuestras miradas plurales, nuestros orígenes diferentes como una “pesca milagrosa” que nos hace comunidad, fortalece nuestra fe y nuestra esperanza y nos constituye en testimonio auténtico de Cristo Resucitado.

 

Carmen Soto Varela

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