NUESTRA PERSONAL EXPERIENCIA PASCUAL
José Enrique GalarretaJn 20, 19-31
Se trata de la "conclusión" del cuarto evangelio. (Más tarde, como sabemos, se le añadirá una segunda conclusión). Recordemos que, tras la escena de Tomás, el Evangelio termina así:
"Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de sus discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre."
Juan termina, por tanto, invitándonos a la fe en Jesús, finalidad básica de los cuatro evangelios. Esto define claramente el argumento de estos textos. Son historia de la fe: el autor está contando cómo nació la fe en el resucitado. Hay en este final del cuarto evangelio cuatro "crónicas" del acceso a la fe en Jesús:
- La del mismo Juan: llega al sepulcro, entra, ve los lienzos y el sudario y "entonces vio y creyó".
- La de María Magdalena: no reconoce a Jesús hasta que Jesús le llama por su nombre.
- La de los discípulos: Jesús les muestra las manos y el costado y ellos "se alegraron de ver al Señor"
- La de Tomás. No le basta el testimonio de los otros, no le basta con ver, quiere tocar. Jesús le invita a hacerlo. El Cuerpo del Resucitado es "tocable".
La fe de Juan nos ofrece, en boca de Tomás, el testimonio de fe en Jesús más elaborado del Nuevo Testamento: "Señor mío y Dios mío", fórmula tomada del Antiguo testamento, "mi Señor y mi Dios", aplicada aquí a Jesús.
Se cierra por tanto el cuarto evangelio con la misma profesión de fe con la que empezó (La Palabra hecha carne), continuando con las expresiones que jalonan todo este evangelio:
· "para que todos honren al Hijo como honran al Padre"...
· "cuando levantéis en alto al Hijo del Hombre, entonces comprenderéis que YO SOY"...
· "Yo estoy en mi Padre y el Padre en Mí"...
· "El que me ha visto ha visto a mi Padre"... "Como el Padre me envió así Yo os envío."
Se trata por tanto de un doble mensaje, sencillo y vital: por una parte, una avanzada profesión de fe en Jesús. Por otra, la conclusión del evangelio mirando a todos los que creerán sin ver a Jesús, por el testimonio de otros.
Así se explica también que Juan no "describa" la partida de Jesús. Para Juan, Jesús "no se va". Sigue presente en los discípulos, en el Espíritu y en la Misión. Ninguna importancia tiene la presencia física, tocable, de Jesús.
Partiendo de los relatos de la resurrección nos podemos hacer innumerables preguntas: ¿cuánto tiempo duraron las manifestaciones de Jesús? ¿Un día, como parece en Lucas, cuarenta, como en Hechos, una semana como en el primer Juan...?
Ese cuerpo que se podía tocar podía también comer (Lucas)... ¿tenía por tanto las funciones orgánicas normales de un cuerpo normal? ¿Atravesaba paredes? ¿Era visible a cualquiera que estuviese por casualidad allí donde se manifestaba, o solamente era visible para aquellos a quienes quería manifestarse?
Y así, docenas de preguntas, todas inútiles. Al hacernos esa clase de preguntas suponemos que el valor preferente de estos textos es ser relatos de sucesos, pero no es así: el valor preferente es ser testimonios de fe. Y este es el tema básico de todos ellos: creyeron en Jesús.
No era fácil creer en Jesús: ellos habían creído en él, pero habían creído mal. Lo habían aceptado como el Mesías que esperaban, pero habían esperado mal. Los Zebedeos habían esperado incluso tronos a su derecha y a su izquierda, todos esperaban que él iba a restaurar la soberanía de Israel, y volverían los tiempos gloriosos del rey David, y todos los pueblos vendrían a Jerusalén a adorar a Dios en su (de ellos) santo templo. Todo eso habían esperado, y todo eso murió en la cruz. El terrible sábado de Pascua fue un día de des-esperanza, de muerte de toda la fe anterior.
Más tarde (un día, una semana, cuarenta días... toda una vida ¿quién sabe?) recuperaron la fe, renació su fe; mejor dicho, nació otra fe, porque la fe anterior estaba muerta y bien muerta, enterrada con el cuerpo de Jesús en el sepulcro y sellada con la losa.
Esta fe pudo nacer solamente porque la vieja fe había muerto. La vieja fe mesiánica davídica no podía cambiar, tenía que morir para dejar paso a la fe. Como tampoco el Templo de Caifás podía cambiar y "adaptarse" al estilo de Jesús. Tenía que ser destruido. Aun antes de que fuera destruido físicamente, los seguidores de Jesús lo fueron abandonando, porque la nueva fe no lo necesitaba; les bastaba reunirse en las casas a compartir el pan, a celebrar la cena del Señor.
La nueva fe es poderosa. Una fe que afecta al bolsillo es muy verdadera. Era capaz de hacer milagros, sobre todo que todos se sintieran hermanos y vivieran como tales. Y los viejos ritos eran poderosos sólo porque manejaban dinero y poder, pero no eran poderosos para cambiar los corazones, no podían producir conversión.
Y ya hemos dado con todas las claves que necesitamos para reflexionar sobre la resurrección. Se trata de saber si también nosotros tenemos fe en Jesús, se trata de saber qué fe tenemos en él, se trata de saber si ya se nos han muerto de una vez tantas fes extrañas que nos impiden creer de verdad en él, se trata de saber en qué ha consistido y consiste nuestra experiencia pascual.
Movidos por una fe paleolítica (veterotestamentaria) suponemos que los discípulos creyeron de repente, fulminados por una gracia espectacular. Creemos que Pablo fue literalmente fulminado (hasta le pintamos derribado de un caballo), pensamos que la gente seguía a bandadas a los apóstoles cuando les veían hacer milagros... Ni al mismo Jesús le pasó eso; la gente que le seguía por sus curaciones no le siguió en la conversión del corazón.
Pero nos conviene mucho creernos todas esas cosas, porque así nos justificamos: ellos tuvieron una experiencia extraordinaria, por eso creyeron en él y cambiaron de vida. Nosotros no la hemos tenido, por eso creemos en el Jesús que más nos gusta y apenas cambiamos de vida.
Pero podemos preguntarnos: todas esas personas que sí han cambiado de vida, que comparten y compadecen, que trabajan por la paz, que no sirven al dinero, ni al status ni al prestigio, que no son esclavos de los valores de nuestra "civilización" del pasarlo bien, que son veraces, que saben perdonar... y que viven así porque siguen a Jesús ¿qué experiencia pascual han tenido? ¿Se les ha aparecido el resucitado y han metido su mano en la llaga de su costado?
La respuesta es NO. Y no puede ser de otra manera. Dios no se manifiesta desde fuera, desde arriba, con resplandores, como una excepción deslumbrante. Para experimentar a Dios no hay que buscar espectáculos. El relámpago avasallador no es una buena imagen de Dios. Una buena imagen de Dios es la levadura. Desde dentro, despacio, en silencio.
Algo, desde dentro, en silencio, insistentemente, imparablemente, nos ha llevado de un conocimiento mediocre a una intimidad profunda, de un sentimiento de lejana atracción a una adhesión personal, de una fe mítica y sociológica a un convencimiento elemental y profundo.
Nuestra experiencia pascual es un convencimiento que se va haciendo cada vez más irrenunciable, unido a un sentimiento de atracción y adhesión cada vez más vinculante. Nuestra experiencia pascual quiere decir que antes creíamos -de alguna manera- en Jesús, por lo que nos habían transmitido, porque estaba en nuestra cultura, porque nos parecía un buen sistema de pensamiento y prácticas religiosas... por muchas razones semejantes, todas ellas "de fuera a dentro".
Pero, progresivamente, lo hemos experimentado internamente, lo hemos vivenciado de tal manera que el conocimiento, la persuasión, la adhesión, se dan de dentro a fuera, como algo sentido personalmente, como se siente el amor a un ser querido, desde dentro, sin necesidad de demostración.
Esa experiencia se alimenta, como todo lo que crece: se alimenta en la contemplación, se alimenta en las obras y se alimenta en la comunidad. La contemplación de Jesús multiplica la fascinación y la adhesión; las obras, como puesta en práctica de sus valores y criterios, reafirman la validez del mensaje; la comunidad, la iglesia de referencia, muy especialmente en la celebración fraternal de la eucaristía, contagia la fe, nos hace vivir en común nuestra experiencia pascual.
Una vez más, necesitamos abandonar nuestras mitologías, nuestra fe en divinidades disfrazadas, nuestra afición a identificar lo religioso con lo maravilloso. Nuestra experiencia pascual es nuestra progresiva conciencia de conversión a Jesús y al Reino.
Llegamos, al final, a enlazar con el principio, con la primera palabra de Jesús cuando se lanzó a las aldeas y a los caminos de Galilea: ¡Convertíos! Esta es y será siempre la clave y la medida de nuestra fe: nuestra disposición a cambiar, a cambiar de Dios, nuestra disposición a cambiarnos al Dios de Jesús, para que Él sea el que nos cambie la vida.
José Enrique Galarreta