¿BUENO O TIRANO?
Juan de Burgos RománAsistíamos a una conferencia y el orador estaba narrando el siguiente relato:
«Cuentan que, cierto día, en tiempos ya muy remotos, un rey decretó que, cuando una mujer quedase viuda y careciese de bienes, se le habría de ceder en usufructo un huerto, del patrimonio real, para que pudiera allí cosechar lo suficiente para poder sobrevivir. Pero el rey no pudo llevar a efecto este precepto, ya que murió al poco tiempo; ahora bien, como el rey había repartido el reino entre sus dos hijos, Átrion y Úbeon, les pidió que aplicasen el Decreto de Donación a Viudas en sus respectivos reinos. Los hijos respetaron el deseo de su padre, pero aplicaron el decreto de maneras muy diferentes, cada uno según su modo de ser, que eran muy desiguales, como veremos:
Átrion, llamado el Tirano, que era, además de tirano, engreído, jactancioso y gustaba mucho de adulaciones, actuaba de modo arbitrario, no se alcanzaba a ver cuáles eran sus criterios, si es que los tenía, y procedía con gran arbitrariedad y total secretismo, sin dar la menor explicación sobre las resoluciones que tomaba; así que, en lo que al Decreto de Donación a Viudas se refiere, las gentes dieron en pensar que todo dependía de si Átrion estaba de buen o de mal humor, de si la viuda le caía bien o le caía mal o de si había recomendaciones de por medio. Así que, transcurrido un tiempo, las gentes habían terminado por montar todo un ritual, para la petición de huerto, en el que se incluían alabanzas al rey Átrion, cantos de súplica, petición de perdón por las maldades cometidas en el pasado y promesa de buen comportamiento en el futuro, procesión de las solicitantes, acompañadas de sus valedores, que portaban avales de la reina, del príncipe, de los ministros, o de otras gentes importantes, e iban ataviadas con traje de viuda, esperando que así suscitarían compasión. En tales ocasiones, los súbditos rendían pleitesía al rey Átrion, que mucho les convenía tenerle contento.
Por su parte, Úbeon, llamado el Bueno, que, además de bueno, era prudente, discreto y gustaba de proceder con equidad, aplicó el Decreto de Donación a Viudas de tal modo que terminó adquiriendo fama de haber procedido siempre con rectitud y buen criterio, sin dejarse llevar por ninguna consideración ajena a lo que fuera la búsqueda de la resolución más acertada, huyendo de cualquier tipo de favoritismo; era sabido que todas las viudas que necesitaron de asistencia habían sido ayudadas, sin que se hubiera tratado mejor a las buenas, por ser buenas, que a las malas, por ser malas, que, decía Úbeon, tanto las unas como las otras necesitan recursos para sobrevivir. Así que venía a suceder que, en cuanto una mujer enviudaba, el rey disponía que se estudiase su caso, lo que se hacía con diligencia, discreción y eficacia; y así, cuando Úbeon se acercaba al velatorio, a dar sus condolencias a la viuda, podían ya, hablando entre ellos dos, dejar zanjado el tema del huerto. En tales ocasiones, el rey aprovechaba su visita al velatorio para establecer relaciones personales, alguna de ellas realmente entrañables, con las gentes del reino».
Llegados a este punto del relato, los altavoces dejaron de funcionar y, durante un rato, mientras que se arreglaba la megafonía, hubo de interrumpirse la conferencia. Beltrán, que estaba sentado a mi lado, aprovechó aquella pausa para preguntarme, mientras ponía cara maliciosa: “El Dios en el que creemos y que se nos predica en las iglesias, ¿cómo es?, ¿cómo Úbeon o cómo Átrion?, ¿cuál de los dos es: es el Bueno o es el Tirano?” Y, sin darme tiempo a responder, me dijo su parecer: «Aunque los católicos pregonábamos que Dios es amor y que aplica una justicia misericordiosa, la realidad es que, en nuestro día a día, lo que parece es que nos las estamos viendo con un Dios tiránico».
Como yo me revolviera, disponiéndome a rebatir lo último que él me había espetado, Beltrán me atajó y me dijo que solo quería señalarme alguna de las cosas que le habían llevado a pensar de ese modo y que le dejase exponerlas. Yo me resistía, pero él dijo que sería breve, que se limitaría a hablar de cómo rezamos a Dios por los difuntos, ya que se puede establecer un gran paralelismo entre el “conceder un vivir glorioso tras la muerte”, que se desea para los que fallecen, y el “conceder un huerto para que una viuda pobre pueda sobrevivir”, que se maneja en el relato que nos estaban contando. Yo cedí y él me dijo:
«Cuando pedimos a Dios por un difunto, diciendo: “concédele el descanso eterno”, “recibe a tu siervo en el paraíso”, “descanse en paz por los méritos de todos los santos y las tribulaciones de María Santísima”, “concédele la vida eterna por la intercesión de la Bienaventurada Virgen María y la de todos los santos” o cuando celebramos una eucaristía al objeto de que el difunto “alcance el gozo eterno de la resurrección”, estamos procediendo como si Dios se comportase al estilo de Átrion, el Tirano, que era tornadizo e influenciable, pues, fíjate –me dijo– en que nosotros pretendemos influir en Dios para conseguir, acudiendo a rezos e intercesiones, que se incline hacia el lado que a nosotros nos interesa. Observa que, añadió Beltrán, si a Dios le tratáramos como a Úbeon, el Bueno, diríamos simplemente “gracias, Señor, muchas gracias”, que tendríamos la certeza de que Dios, anticipándosenos, ya habría recibido, amorosamente, a nuestro difunto y habría resuelto, sobre él, del mejor modo posible, que Dios es bueno, muy bueno; y ello, sin necesidad de que anduviésemos nosotros, o los santos del cielo, o todos a una, enredando con nuestras súplicas».
Ya para acabar, Beltrán me apuntó que como en la base de su fe estaba el convencimiento de que Dios es bueno, muy bueno, entendía que la gran bondad que representaba el personaje Úbeon no podía ser más que un reflejo, débil reflejo, de la bondad de Dios, por lo que, el que Úbeon, con la concesión de los huertos, posibilitara el vivir de las viudas en necesidad, había de ayudarnos a percibir como Dios concede la vida eterna, con él, al acabar la vida de aquí, a todos, qué necesidad tenemos, y mucha, de ese maravilloso renacer. Maravilloso renacer que, remachó Beltrán, «no es otra cosa que una donación de Dios, que no se trataba de premiar el buen comportamiento de nadie, ni de que alguien se haya ganado algo o se lo pudiera merecer, que es, simplemente, que Dios ha resuelto concederlo, motu propio, porque Él es bueno, muy bueno».
Cuando Beltrán terminó de hablar y yo me disponía a replicarle, entonces se reanudó la conferencia, que los altavoces ya funcionaban. Sentí un gran alivio por no tener que verme en la necesidad de replicarle, que mis argumentos se habían desvanecido, de todo lo cual, en el fondo, me alegré, que no me gustaba verme yendo en contra de la gran conclusión de Beltrán, yendo en contra de que Dios es extremadamente bueno.
Juan de Burgos Román
ECLESALIA