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JESÚS ERA MUCHO MÁS JUDÍO DE LO QUE SUPONEMOS

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En su clásico Jesús (Buenos Aires, Sur, 1968), publicado en su original alemán a inicios del siglo XX, Rudolf Bultmann admitió que “ahora ya no podemos conocer nada sobre la vida y la personalidad de Jesús, toda vez que las primitivas fuentes cristianas no demuestran interés por ninguna de estas dos cosas, siendo, además de esto, fragmentarias y, muchas veces, legendarias, y no existen otras fuentes sobre Jesús”.

La autoridad intelectual de Bultmann aplastó bajo una piedra esa línea de investigación. Interesarse por el Jesús histórico era una pérdida de tiempo. Sin embargo, en 1953 Ernst Käsemann quebró este tabú en el sendero del método de estudio bíblico de Orígenes que, en el siglo III, se consideraba un cazador que andaba silenciosamente por el bosque hasta presentir alguna cosa moviéndose. Y entonces, corría en su persecución.

La ventaja de Käsemann y de todos los que se abalanzaron sobre el Jesús histórico en la segunda mitad del siglo XX, es que, ahora, muchas cosas se movían y traían luz donde antes había oscuridad. En 1947, tres beduinos pastoreaban sus rebaños al oeste del Mar Muerto. Uno de ellos vio dos grandes boquetes en una ladera de un peñasco y lazó una piedra dentro del más pequeño. Escucharon un sonido, como si la piedra hubiese impactado en jarras de barro. Días después, el más joven escaló solo el peñasco y se coló en la caverna. En las jarras no había ningún tesoro. Pero una de ellas contenía dos envoltorios de paño y un rollo de cuero. Los beduinos guardaron su hallazgo en un saco y lo amarraron, por algunas semanas, en el poste de una tienda cercana a Belén. Luego, negociaron los envoltorios a un revendedor de Belén, el zapatero Kando quien, ignorando el valor de lo que tenía en sus manos, los mostró a unas personas interesadas en antigüedades. Los dos envoltorios de paño y el rollo de cuero eran los primeros Manuscritos del Mar Muerto en ser descubiertos. Después, otros documentos fueron hallados en diversas cuevas.

James H. Charlesworth rechaza el método de la desemejanza o el principio de discontinuidad, que pretende destacar a Jesús como figura singular, fuera del común de la gente, como si fuera un pez fuera de las aguas judaicas de su tiempo. Para el autor de Jesus within judaism (1988), “Jesús de Nazaret, como hombre histórico, tiene que ser visto dentro del judaísmo” (p. 10, grifo del autor).

A pesar de interesarse, como cristiano, por las cuestiones teológicas referentes a Jesús, él se mantiene dentro de los límites de la Historiografía. Los documentos que analiza permiten conocer mejor el contexto en que vivió Jesús, y por lo tanto, el significado de alguna de sus palabras y acciones.

Jesús era mucho más judío de lo que suponemos –es lo que el libro, basada en abundante y erudita documentación, demuestra en lenguaje accesible a los lectores en general–. No se trata de enfocar a Jesús y el judaísmo, sino a Jesús en el judaísmo.

El autor argumenta que ya disponemos de recursos científicos suficientes para tener alguna idea de la comprensión que Jesús tenía de sí mismo. Comprueba, por ejemplo, que el título “Hijo de Hombre”, frecuente en boca de Jesús, no es una creación cristiana, ya que es encontrado en documentos judíos anteriores a la destrucción de Jerusalén por los romanos, entre los años 66 y 70. Todos los evangelios son posteriores a aquella fecha. En una exégesis detallada de la intrigante parábola de los Viñadores Homicidas (Marcos 12, 1-12), no duda en defender que Jesús se sentía adoptado como hijo de Dios. 

Charlesworth no investiga a Jesús para mostrarlo “como un héroe del pasado para ser admirado” (p. 31), sino para destacar la veracidad de ciertos hechos de su vida, como la elección de los discípulos en un contexto en el que lo habitual era que los alumnos eligieran al maestro. Mientras sus contemporáneos rendían culto a un Dios distante, Jesús trataba a Dios como un Padre muy íntimo, repleto de compasión y amor, especialmente para con los pobres y pecadores. Esto desentonaba con los de la época, que clamaban por venganza divina y exigían punición para los malos.

Habiendo convivido con grupos esenios –pues 4.000 de ellos se distribuían por la Palestina–, de ellos Jesús habría heredado el celibato “por amor al Reino” (Mateo 19, 10-12). Sin embargo, criticaba las purificaciones formalistas de los esenios, que les impedía amar al prójimo y reconocer que en el corazón de una prostituta puede haber más pureza que en todas las abluciones rituales. Y con ellos tenía en común, más allá del tiempo y el lugar (Palestina), las mismas antiguas tradiciones hebreas, como la lectura de Isaías y el rezo de los Salmos.

La conclusión del autor aplaca el recelo de los que temen la verdad histórica. “El hecho de examinarse documentos contemporáneos a Jesús y de estudiar arqueología, contrariamente, nunca debe ser encarado como una tentativa de probar o dar soporte a alguna fe o teología. Una fe autentica no necesita de eso. Filólogos, historiadores y arqueólogos no pueden dar a los cristianos un Señor resucitado, pero sí pueden ayudar a comprender mejor la vida, el pensamiento y la muerte de Jesús” (p. 142).

Lo curioso es que, de los tres documentos analizados en el libro de Charlesworth –Pseudo-epígrafos, Manuscritos y Nag Hammadi– no fueron descubiertos por arqueólogos ni investigadores, sino por gente simple del pueblo. Hoy, en las Comunidades Eclesiales de Base de América Latina, es esa misma gente simple que relee la Biblia y, gracias a la asesoría científica de exégetas como Carlos Mesters, descubre que el Jesús de la fe, el Cristo, se hace de nuevo presente en la historia a través de los que oran “Padre Nuestro” porque, juntos, buscan el “pan nuestro”.

 

Frei Betto

Religión Digital

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