UNA ESPIRITUALIDAD PARA HOY
José Ignacio González FausMe tropiezo a veces con la pregunta por “una espiritualidad para hoy”. En cierto modo, la espiritualidad siempre es la misma: salida del propio ego hacia el amor. Lo que puede ser objeto de pregunta son los caminos para llegar a esa meta. Creo que es posible montar una respuesta sobre cuatro columnas, representada cada una por un maestro: dos varones y dos mujeres: D. Bonhoeffer, Oscar Romero, Simone Weil y Etty Hillesum. Ni siquiera son todos católicos de “pertenencia” pero sí lo es su espiritualidad.
Bonhoeffer y Romero nos dan la espiritualidad para una sociedad laica y plural. El primero nos recuerda que vivimos en un mundo “mayor de edad” (¡lo cual no significa más virtuoso!) y “no religioso”: lo cual tampoco significa no creyente, pero nos enseña a mirar la “religión” como una expresión cultural de la fe, no obligatoria hoy (como la circuncisión antaño). En este mundo nuestra relación con Dios es vivir “ante Dios pero sin Dios”, como una forma de “estar con Dios en su pasión”[1]. Como escribí otra vez: lo que importa no es ser religioso o no-religioso sino ser hombre de otro modo.
Del segundo aprendemos que los pobres, hambrientos y maltratados por ser justos, son los preferidos de Dios y encarnan la presencia y la voluntad de Dios en este mundo no religioso. El compromiso con ellos, y la voluntad de hacer públicos sus sufrimientos (que el mundo tiende a ocultar), encarnan el culto que Dios quiere y nuestra forma de conocer a Dios.
Comprometidos con el mundo “no religioso” y con la causa de las víctimas, estos dos testigos eran además muy eclesiales. A Bonhoeffer, su viaje a Roma (y su tesis sobre la “sanctorum communio”) le descubrieron el carácter comunitario de la fe y del seguimiento de Jesús. Romero predicaba que una iglesia que no sufra persecución allí donde los pobres son perseguidos y maltratados, “no es la verdadera iglesia de Cristo”. Así se complementan ambas eclesialidades. Pero en ambas, a la Iglesia hay que “amarla y sufrirla”, según preciosa formulación de M. Moore hablando del obispo Casaldáliga[2].
De entre las mujeres, S. Weil aporta algo que firmarían los dos anteriores: “lo que permite saber si en un alma está el fuego del amor de Dios no es la forma en que habla de Dios, sino la forma en que habla de las cosas terrenas”[3]. Hoy interpela además su honesta capacidad de autocrítica (desaparecida en esta era de la postverdad, de canonización de lo propio y satanización de lo ajeno); y su empeño, no solo por ayudar desde lejos, sino por “estar presente” en el mundo de los oprimidos: no solo el trabajo por las víctimas sino el contacto con ellas que tanto transfigura ese trabajo; lo que en otro lugar llamé “ecumenismo del dolor”[4]. Y a la vez, su capacidad de asombro ante la belleza como mensaje de gratuidad (de “pureza” en palabras suyas). A lo que hay que añadir su decisión de no entrar en la Iglesia (no bautizarse) aunque declara creer todo lo que confiesa la Iglesia y espera que, si Dios la quiere dentro, ya se encargará de hacerla entrar[5]. Una decisión que se apoyaba en la falta de autocrítica de la Iglesia, que prefería llamarse a sí misma santa, y pronunciar el anatema para muchos de sus críticos[6], lo que la volvía incapaz de percibir que estaba más del lado de los ricos que de los pobres. Recordemos su frase en la carta a G. Bernanos: creo que me bautizaría con solo que en todas iglesias hubiese un letrero que diga: “prohibida la entrada a quien tenga una fortuna superior a una determinada cantidad”. Y añadamos el sentido del deber, en un mundo que solo tiene sentido de derechos propios; no puede haber declaración de derechos humanos si no hay una declaración de los deberes humanos.
Etty completa a Simone porque lo que en esta parecía fruto del esfuerzo duro, en Etty parece fácil, fruto de la ayuda del Espíritu. Pero aquí habrá que distinguir la espiritualidad de lo que son condicionamientos temperamentales: la timidez afectiva de Simone (acrecentada por su experiencia laboral en la Renault) y la simpatía y el don de gentes de Etty[7]. Simone, desde su desprecio a sí misma, parece que solo pudo percibir la bondad como “ley”. Etty, desde su vida desarreglada, la descubrió como buena noticia. Por ejemplo: es llamativa en esta muchacha (que no tuvo catequesis ni formación religiosa alguna) la seguridad de que cuando rezo bien, “es Dios mismo quien habla con Dios desde mí”.
Y debemos quedarnos con los tres principios que guiaban su compromiso: “ayudar a Dios” (a que no desaparezca en el fondo de todas las personas, donde sigue presente a pesar de mil piedras y hojarascas que lo ahogan); ser además “el corazón pensante” de tantas gentes que ni pensar pueden, abrumadas por mil urgencias elementales cotidianas: pero de modo que el que piensa es un corazón. Y finalmente “ser bálsamo para tantas heridas”; lo cual no significa limitarse a las ayudas asistenciales (también puede haber, por así decir, bálsamos estructurales), sino no olvidar en nuestros compromisos, esa actitud del cuidado que hoy volvemos a descubrir
Dos últimos detalles: si nuestros testigos varones fueron personas institucionalmente creyentes, nuestras dos mujeres son las dos convertidas, desde familias no creyentes. Lo cual no sé si resulta emblemático en una hora en que se dice que la Iglesia está perdiendo a las mujeres[8].
Y además: tres de estos cuatro testigos murieron mártires: el multicultural Bonhoeffer mártir del racismo. Romero “asesinado a sueldo, a dólar, a divisa, como Jesús por orden del Imperio” (P. Casaldáliga). Etty en Auschwitz. Y Simone muere enferma a los 34 años por la austeridad solidaria que se había impuesto. Para que no creamos que la espiritualidad de hoy será una autopista en vez de aquella senda estrecha de que avisaba Jesús.
En resumen: mundo adulto, lucha por la justicia, eclesialidad, verdadera experiencia de Dios, autocrítica, contacto con el dolor, belleza, deber, facilidad, ayudar a Dios, ser corazón penante y ser bálsamo. Aquí está el título de doce largos capítulos que tendrán una configuración distinta en cada persona según su edad, su historia y sus condicionamientos concretos. Resumiendo aún más: laicidad (ausencia del Dios presente) pero con lucha por la justicia social y la igualdad. Radicalidad horizontal pero con una facilidad vertical; y una eclesialidad dialéctica. Creo sinceramente que solo el Espíritu de Dios puede hacer eso en cada uno de nosotros.
José Ignacio González Faus
Atrio
[1] Cartas del 16 y 18 de julio de 1944.
[2] Cuando la fe se hace poesía. Buenos Aires 2021, p. 102.
[3] El conocimiento sobrenatural, n. 84.
[4] Podemos aplicar aquí su frase de El amor de Dios y la desdicha: “el conocimiento de la desdicha es la clave del cristianismo”. Dice “la clave” (no la esencia o el contenido). Y la desdicha (malheur) es algo más que el sufrimiento: podría ser algo así como el sufrimiento injusto y sin sentido.
[5] Se discute si esto se cumplió, por el testimonio de una persona que dijo haberla bautizado ella, muy poco antes de su muerte, en el hospital de Middlesex, mientras Simone le decía: si quieres, hazlo. Remito a la p. 707 de la biografía publicada por su amiga S. Pétrement.
[6] Lo que Simone de ningún modo podía aceptar era la enseñanza de que los niños que mueren sin bautismo no van al paraíso. ¡Cuánta razón tenía!
[7] La única vez que Simone parece haberse abierto afectivamente es una carta a Joe Bousquet, enfermo tetrapléjico. Y en ella le confiesa que le parece imposible “que un ser humano experimente amistad por mí”.
[8] Porque no son ellas las únicas. Nombres como Dorothy Day, Madeleine Delbrel o María Skobtsov y Dorothea Sölle podrían añadirse. Y entre las todavía vivas, ahí están Lucía Ramón o Anamary Mazorra entre las que me son conocidas.