EL PELIGRO DE LA INDIFERENCIA
Gabriel Mª OtaloraDecía Elie Wiesel, Premio Nobel de la Paz en 1986 y superviviente de los campos de concentración nazis, que lo contrario del amor no es el odio, es la indiferencia. Lo contrario de la belleza no es la fealdad, es la indiferencia. Lo contrario de la fe no es herejía, es la indiferencia. Y lo contrario de la vida no es la muerte, también es la indiferencia ante la existencia.
Al fin y al cabo, quien odia a otra persona muestra un interés por ella… La razón de fondo sobre lo que alertaba Wiesel es sencilla de exponer: la persona que se comporta con indiferencia no ha desarrollado un sentimiento de empatía que le permita conectar con las necesidades de los demás. Es una respuesta –negativa– en toda regla a la necesidad de un semejante. A veces basta solo con mirar para otro lado y consentirlo. Esta peligrosa actitud de la sociedad actual, poco visualizada, no mide el destrozo que provoca tanto en el orden social como en lo individual, a gran y a pequeña escala.
Un ejemplo a gran escala es el desinterés que ejerce el primer mundo con los países pobres, aunque esto ocupe menos espacio en los medios de comunicación de lo que supone este problema. “Nuestra indiferencia los condena al olvido” es el lema adoptado por Manos Unidas para su campaña 2022, que pretende sacudir conciencias recordando la durísima realidad que viven cientos de millones de seres humanos, cada día invisibles y abandonados a su suerte mientras otros nadan en la abundancia y el despilfarro. Concretando, algo más de 800 millones de personas padecen hambre por culpa de la desigualdad que azota al planeta. Y no es una noticia relevante.
Wiesel, que vivió en un infierno donde los asesinos y víctimas convivían con los indiferentes, en su conferencia Los peligros de la indiferencia, afirma que la actitud de indiferencia es un estado innatural en el cual, las líneas entre la luz y la oscuridad, el anochecer y el amanecer, el crimen y el castigo, la crueldad y la compasión, el bien y el mal, se funden. Por supuesto, la indiferencia puede ser tentadora; más que eso, seductora. Es fácil alejarse de las víctimas.
En cierta forma, ser indiferente a ese sufrimiento es lo que hace al ser humano, inhumano. La indiferencia, después de todo, es más peligrosa que la ira o el odio. La ira puede ser a veces creativa e incluso el odio a veces puede obtener una respuesta. La indiferencia, no. Y por lo tanto, afirma Wiesel, la indiferencia es siempre amiga del enemigo.
Los ejecutores del exterminio nazi, y los indiferentes, también son individuos corrientes, que excepcionalmente son monstruos asesinos. Lo que ocurre es que la indiferencia cala de manera imperceptible hasta que se borra el reconocimiento del semejante y la responsabilidad ética que se tiene con él. Freud esbozó algo similar sobre la indiferencia y el amor cuando afirmó que, “tomados conjuntamente, se oponen a la indiferencia”.
Por otra parte, la indiferencia es otra forma de increencia en la que el sujeto no acepta ni rechaza a Dios, sino que prescinde de Él desde el desinterés y la desafección hacia lo trascendente. Indiferencia que se extiende hoy entre personas que se consideran creyentes, al ser incapaces para mostrar a los demás, a través de su vida y de manera convincente, la importancia de Dios para los seres humanos. Con frecuencia parecen vivir, ellos también, como si Dios no existiera, convirtiendo la fe en algo insignificante o inútil.
La dinámica de su dimensión religiosa está bloqueada, cegada. Viven en la despreocupación insensible ante ciertos valores y experiencias de sentido y de totalidad. Sin afirmarlo explícitamente, han sucumbido al deslumbrante presente de los objetivos profesionales, el poder, el éxito, el dinero.
El problema principal es que no nos tomamos en serio la auto-evangelización de la Iglesia, como ya advertía Pablo VI en su Evangelii nuntiandi; sobre todo en Occidente por haberse convertido en verdadera tierra de misión en la que urge rehacer el tejido cristiano de las comunidades cristianas para hacer creíble la Buena Noticia, sobre todo ante el descrédito institucional eclesial y la indiferencia que esta concita. Y lo peor es que contagia su descrédito al Mensaje que dice servir.
El Papa Francisco lo sabe bien y está empeñado en implantar la sinodalidad a fondo para recuperar el rumbo del Evangelio.
Gabriel Mª Otalora