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JESÚS SE IDENTIFICÓ CON DIOS DURANTE SU VIDA Y PARA SIEMPRE

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ASCENSIÓN (C)

Lc 24,46-53

Tratemos de entender la oración de Pablo. “Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de revelación para conocerlo; ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cual es la esperanza a la que os llama.” No pide inteligencia, sino espíritu de revelación. No pide una visión racional sino que ilumine los “ojos” del corazón. El verdadero conocimiento no viene de fuera, sino de la experiencia interior. Ni teología, ni normas, ni ritos sirven de nada si no nos llevan a la vivencia más profunda.

Hemos llegado al final del tiempo pascual. La Ascensión es una fiesta que intenta recopilar todos lo que hemos celebrado desde la muerte de Jesús el Viernes Santo. La mejor prueba de esto es que Lucas, que es el único que relata la ascensión, nos da dos versiones: una al final del evangelio y otra al comienzo del los Hechos. Para comprender el lenguaje que la liturgia utilizan para referirse a esta celebración, es necesario tener en cuenta la manera mítica de entender el mundo en aquella época y posteriores, muy distinta de la nuestra.

El mundo dividido en tres estadios: el superior, habitado por la divinidad. El del medio era la realidad terrena en la que vivimos los humanos. El tercer estadio es el inframundo donde mora el maligno. La encarnación era concebida como una bajada del Verbo, desde la altura a la tierra. Su misión era la salvación de todos. Por eso tuvo que bajar a los infiernos (inferos) para que la salvación fuera total. Una vez que Jesús cumplió su misión salvadora, lo lógico era que volviera a su lugar de origen. Todo desde una perspectiva mítica.

No tiene sentido seguir hablando de bajada y subida. Si no intentamos cambiar la mente, estaremos transmitiendo conceptos que hoy no podemos comprender. Una cosa fue la predicación de Jesús y otra la tarea de la comunidad, después de la experiencia pascual. El telón de fondo es el mismo, el Reino de Dios, vivido y predicado, pero a los primeros cristianos les llevó tiempo encontrar la manera de trasmitir lo que habían experimentado. Tenemos que continuar esa obra, transmitir el mensaje, acomodándolo a nuestra cultura.

Resurrección, ascensión, sentarse a la derecha de Dios, envío del Espíritu, apuntan a una misma realidad. Con cada uno de esos aspectos se intenta expresar la vivencia de pascua: El final del hombre Jesús no fue la muerte sino la Vida en Dios. El misterio pascual es tan rico que no podemos abarcarlo con una sola imagen, por eso tenemos que desdoblarlo para ir analizándolo por partes y poder digerirlo. Con todo lo que venimos diciendo durante el tiempo pascual, debe estar ya muy claro que después de la muerte no pasó nada en Jesús.

Una vez muerto pasa a otro plano donde no existe tiempo ni espacio. Sin tiempo y sin espacio no puede haber sucesos. Todo “sucedió” como un chispazo que dura toda la eternidad. El don total de sí mismo es la identificación total con Dios y por tanto su total y definitiva gloria. No va más. En los discípulos sí sucedió algo. La experiencia de resurrección sí fue constatable. Sin esa experiencia, que no sucedió en un momento determinado sino que fue un proceso que duró muchos años, no hubiera sido posible la religión cristiana.

Una cosa es la verdad que se quiere trasmitir y otra los conceptos con los que intentamos expresarla. No estamos celebrando un hecho que sucedió hace 2000 años. Celebramos un acontecimiento que se está dando en este momento. Los tres días para la resurrección, los cuarenta días para la ascensión, los cincuenta días para la venida del Espíritu, son tiempos teológicos. Lucas, en su evangelio, pone todas las apariciones y la ascensión en el mismo día. En los Hechos habla de cuarenta días de permanencia de Jesús con sus discípulos.

Solo Lucas, al final de su evangelio y al comienzo de los “Hechos”, narra la ascensión como un fenómeno externo. Si los dos relatos constituyeron al principio un solo libro, se duplicó el relato para dejar uno como final y otro como comienzo. Para él, el evangelio es el relato de todo lo que hizo y enseñó Jesús; los Hechos es el relato de todo lo que hicieron los primeros seguidores. Esa constatación de la presencia de Dios, primero en Jesús y luego en los discípulos, es la clave de todo el misterio pascual y la clave para entender la fiesta que estamos celebrando. Para visualizar esa presencia nos narra la venida del Espíritu.

El cielo en la Escritura no significa un lugar físico, sino una manera de designar la divinidad sin nombrarla. Así, unos evangelistas hablan del “Reino de los cielos” y otros del “Reino de Dios”. Solo con esto tendríamos una buena pista para no caer en la tentación de entender este relato literalmente. Es lamentable que sigamos hablando de un lugar donde se encuentra la corte celestial y en ella Jesús sentado a la derecha de Dios. Podemos seguir diciendo “Padre nuestro que estás en los cielos”. Podemos seguir diciendo que se sentó a la derecha de Dios, pero sin entenderlo literalmente.

Hasta el s. V no se celebró la Ascensión. Durante todo ese tiempo se consideraba que la resurrección llevaba consigo la glorificación. Ya hemos dicho que en los primeros indicios escritos que han llegado hasta nosotros de la cristología pascual, está expresada como “exaltación y glorificación”. Antes de hablar de resurrección se habló de glorificación. Esto explica la manera de hablar de ella en Lucas. Lo importante del mensaje pascual es que el mismo Jesús que vivió con los discípulos, es el que llegó a lo más alto en Dios, no como ser separado de Él. Llegó a la meta. Alcanzó la identificación total con Dios.

La Ascensión no es más que un aspecto del misterio pascual. Se trata de descubrir que la posesión de la Vida por parte de Jesús es total. Participa de la misma Vida de Dios y por lo tanto, está en lo más alto del “cielo”. Las palabras son apuntes para que nosotros podamos entendernos. Hoy tenemos otro ejemplo de cómo, intentando explicar una realidad espiritual, la complicamos más. Resucitar no es volver a la vida biológica sino volver al Padre. “Salí del Padre y he venido al mundo; ahora dejo el mundo para volver al Padre”.

Nuestra meta, como la de Jesús, es ascender hasta lo más alto, el Padre. Pero teniendo en cuenta que nuestro punto de partida es también, como en el caso de Jesús, el mismo Dios. No se trata de movimiento alguno, sino de toma de conciencia. Esa ascensión no puedo hacerla a costa de los demás, sino sirviendo a todos. Pasando por encima de los demás, no asciendo sino que desciendo. Como Jesús, la única manera de alcanzar la meta es descendiendo hasta lo más hondo de mi ser. El que más bajó es el que más alto ha subido.

El entender la subida como física es una trampa muy atrayente. Los dirigentes judíos prefirieron un Jesús muerto. Nosotros preferimos un Jesús en el cielo. En ambos casos sería una estratagema para quitarlo del medio. Descubrirlo dentro de mí y en los demás, como nos decía el domingo pasado, sería demasiado exigente. Mucho más cómodo es seguir mirando al cielo… y no sentirnos implicados en lo que está pasando a nuestro alrededor. Es hora de preocuparnos de lo que puedo vivir yo, aquí y ahora, como lo vivió Jesús.

 

Fray Marcos

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