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NINGUNA REVOLUCIÓN ES INSTANTÁNEA, TAMPOCO LA DEL CONCILIO

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Cuando se abrió, hace hoy 60 años, el Concilio Vaticano II comenzaba yo tercero de Teología. Estábamos hartos de la teología (?) que se nos enseñaba; tanto, que tuvimos la idea de fundar la revista ‘Selecciones de teología’, para mostrar a nuestros profes que había otra teología.

Pero el curso anterior, mientras se preparaba el Concilio, un profesor (el único un poco abierto) nos había ido diciendo por cartas que le llegaban de Roma, que la preparación del Vaticano II era bastante carca, Total: esperábamos poco de aquel acontecimiento eclesial.

En este ambiente se inauguró el Concilio y recuerdo el comentario de un compañero de curso tras el discurso inicial del papa Juan XXIII: ¡qué buena cenestesia me ha dejado el papa Juan! con aquella triple tarea: sustituir el bastón por la misericordia; que la tarea de la Iglesia no es solo "conservar" su tesoro, sino inculturarlo para las gentes de cada época; y promover la unidad de la familia cristiana y humana. Ahí formuló eso que nosotros buscábamos un poco a ciegas.

Las cosas iban para largo

Después aprendí que estas grandes luces son solo momentáneas; continuaron las dificultades (vg. con el esquema de las fuentes de la revelación -que solo se superó por un golpe de timón de Juan XXIII-). Dos años después, cuando se estaba celebrando la última sesión, estaba yo en Roma estudiando en el Bíblico y asistíamos alguna vez a la llegada de los padres conciliares al Vaticano. Ver a aquellos señores con sus vestimentas tan ridículas y sin darse cuenta de su ridiculez, me hizo pensar también que las cosas iban para largo, que ninguna revolución es instantánea (y que ese grito tan chulesco de "Podemos" solo vale si decimos: podremos, si aguantamos).

Y el último recuerdo: un obispo español que estaba en Bolivia pasó por Barcelona a su regreso y pude oírle decir que venía decepcionado del Concilio: "Nosotros esperábamos que se declarara algún ‘dogmita’ en honor de la Virgen María, nuestra madre, y nada de eso". Allí aprendí lo que luego he trabajado bastante más: que la culpa no era suya, pobre hombre, sino de quien le había nombrado obispo. Y que, como dijo Trento y otro concilio anterior cuyo nombre ya no recuerdo, quien nombre a los obispos puede jugarse su salvación eterna, si no elige a los que el pueblo necesita...

 

José I. González Faus

Religión Digital

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