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DIOS NO TIENE QUE JUSTIFICARME NI CONDENARME

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DOMINGO 30 (C)

Lc 18,9-14

Hoy tenemos dos inconvenientes. Primero, que se trata de una parábola y la parábola tiene un único mensaje. El resto es relleno. Segundo, en todo el NT enseña la patita el maniqueísmo. Lo tenemos metido hasta el tuétano. Bueno/malo, espíritu/materia, luz/tiniebla. Pero resulta que nada es banco o negro. La realidad es una serie infinita de grises. Hoy se nos invita a ponernos de parte del publicano y en contra del fariseo y nos quedamos todos tan anchos. El fariseo tiene muchas cosas buenas que pasamos por alto y el publicano tiene muchas cosas malas que voluntariamente olvidamos.

Lucas, en la introducción a la parábola, lo deja claro: “por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás” El fariseo se siente excelente y falla en su apreciación. El publicano se siente pecador y falla al considerar que Dios está lejos de él, por eso tiene que insistir en pedir un perdón que Dios ya le ha otorgado. Lo más normal del mundo sería alabar al que era bueno y criticar al malo, pero a los ojos de Dios todo es diferente. Dios es el mismo para los dos, uno le acepta por su gratuidad, el otro pretende poner a Dios de su parte por la bondad de sus obras.

Este mensaje se repite muchas veces en los evangelios. Recordemos la frase de Mateo: “Las prostitutas y los pecadores os llevan la delantera en el reino de Dios”. ¿A quién dijo eso Jesús? A los cumplidores de toda la Ley, que hoy serían los religiosos de todas las categorías. Aún hoy, desde nuestra visión raquítica del hombre y de Dios, nos resulta inaceptable esta idea. Seguimos juzgando por las apariencias sin tener en cuenta las actitudes personales, que son las que de verdad califican las acciones de las personas. Y lo que es peor, nos preocupa más lo que hacemos que lo que sentimos.

Dios está cerca de los dos, pero el publicano reconoce que la cercanía de Dios es debida a su amor incondicional. En consecuencia el publicano está más cerca de Dios a pesar de sus pecados. El fariseo cree que Dios tiene la obligación de amarle porque se lo ha ganado. “Los buenos de toda la vida” tienen mayor peligro de entrar en esta dinámica. Si nos atreviésemos a pensar, descubriríamos lo absurdo de esa postura. Todo lo bueno que puedo descubrir en mí viene de Él, que desde lo hondo de mi ser lo posibilita.

Dios no me quiere porque soy bueno sino porque Él es amor. Si parto del razonamiento farisaico, resultaría que el que no es bueno no sería amado por Dios, lo cual es un disparate. Este razonamiento parte de la visión ancestral que los seres humanos tenían de Dios, pero tenemos que dar un salto en nuestra concepción de un dios separado y ausente, que exige nuestro vasallaje para estar de nuestra parte. Dios no me puede considerar un objeto porque nada hay fuera de Él. El fallo más grave que podemos cometer como seres humanos es precisamente considerarnos algo al margen de Dios.

Dios me está aportando lo que soy antes de empezar a existir, es ridículo que pueda merecerlo. Lo que sí puedo y debo hacer es responder conscientemente a ese don y tratar de agradecerlo, desplegándolo en mi vida. Si no respondo adecuadamente a lo que Dios es para mí, la única actitud adecuada es reconocerlo, pedirle perdón y agradecerle que siga amándome a pesar de todo. Estas simples reflexiones me llevarán a la consecuencia de que no tengo que ser bueno para que Dios me ame, porque Él me quiere y no puede fallarme. Voy a intentar ser agradecido fallándole menos.

También tendrían consecuencias para nuestra relación con los demás. Amar al que se porta bien conmigo no tiene ningún valor. Es lo que hacemos todos, pero tenemos que revisar esa actitud. Si me porto humanamente con aquel que no se lo merece, estaré dando un salto de gigante en mi evolución hacia la plenitud. Ser más humano me hace a la vez, más divino. Hemos interiorizado que debíamos actuar divinamente, aunque ese intento llevara consigo el olvidarse de nuestra humanidad. Los altares están llenos de santos que se olvidaron por completo de las relaciones verdaderamente humanas.

El evangelio nos propone dos modos de orar, no solo distintos sino completamente contrarios. Cada oración manifiesta la idea de Dios que tiene uno y otro. Para uno, se trata de un Dios justo, que me da lo que merezco. Para el otro, Dios es amor que llega a mí sin merecerlo. Ojo al dato, porque todos estamos más cerca del fariseo que del publicano. Una vez más tengo que advertir de la importancia de hacer una reflexión seria sobre este asunto. No basta ser bueno por una acomodación estricta a la norma. Hay que ser humano, respondiendo a las exigencias de nuestro auténtico ser.

He tenido problemas serios cada ver que he dicho que Dios ama a todos de la misma manera. La respuesta automática era: “Dios es amor, pero es también justicia”. Implícitamente me estaban diciendo: ¿Cómo me va a amar Dios a mí, que cumplo su santa voluntad, igual que a ese desgraciado que no cumple nada de lo que Él manda? Una vez más estamos exigiendo a Dios que sea justo a nuestra manera. Para superar esta tentación debemos abandonar la idea de una religión que me viene de fuera. El hecho de que venga de Dios no cambia la mezquindad de la perspectiva.

Debemos descubrir la bondad de lo mandado y no conformarnos con el cumplimiento de la norma. Ese descubrimiento no es tan fácil como parece. Ningún acto u omisión son buenos porque están mandados. Están mandados porque lo exige mi ser más profundo, más allá de mi ego superficial. Para descubrir esas exigencias tengo que aprovecharme de la experiencia de aquellos que lo han descubierto, pero en ningún caso quedo dispensado de experimentarlo por mí mismo. Sin esa experiencia, toda la religiosidad se queda reducida a un puro ropaje externo que no toca lo profundo de mi ser.

El desaliento, que a veces nos invade, es consecuencia de un desenfoque espiritual. Nada tienes que conseguir ni por ti mismo, ni de Dios. Dios ya te lo ha dado todo y te ha capacitado para desplegar todo tu ser. No tengas miedo a nada ni a nadie. Tu ser profundo no lo puede malear nadie, ni siquiera tú mismo. Tus fallos son solo la demostración de que no has descubierto lo que eres, pero las posibilidades de descubrir esa plenitud siguen intactas. Las limitaciones que descubro cada día, y que tanto nos hacen sufrir, no pueden malograr todas las posibilidades que me acompañan siempre.

Cuando te sientas abrumado por tus fallos, descubre que para Dios eres siempre el mismo, único, irrepetible, necesario para el mundo y para Dios. La autoestima es imprescindible para poder desarrollarte, pero nunca puede apoyarse en las cualidades que puedes tener o no tener. Esa pretensión de apoyar la autoestima en las cualidades, adquiridas o por adquirir, nos llevará siempre a un rotundo fracaso. Tomar conciencia de que lo que soy no depende de mí es la clave para una total seguridad en lo que soy.

 

Fray Marcos

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