NO DEJA DE ESCANDALIZARME QUE UNA BUENA PARTE DE LOS TEÓLOGOS ESPAÑOLES DE LA ÉPOCA FUERAN LLAMADOS A CAPÍTULO POR EL PAPA
José LorenzoEl 1 de noviembre de 1982, el papa Juan Pablo II visitaba Salamanca. Era el segundo día de su primer viaje a España y dedicó la mayor parte de jornada a la causa que le había traído en ese viaje apostólico, programático en tantos sentidos: los 400 años de la muerte de santa Teresa de Jesús.
En olor de multitudes, Karol Wojtyla peregrinó a la cuna de la santa andariega, en Ávila, con una visita al monasterio de la Encarnación, una misa al lado de las murallas y, siguiendo su huella, una visita a Alba de Tormes, en Salamanca. También en Salamanca, el Papa reservó un encuentro con los profesores de Teología de la Universidad Pontificia.
Se presentó como un docente más y les animó a una actitud "creativa" en su quehacer teológico, además de buscar las formas para hablarle al creyente de ese tiempo. Cuarenta años después, da la sensación de que aquel discurso lo había escrito alguien que esperaba que la investigación teológica podría ser algo muy distinto de lo que finalmente fue.
Para Jesús Martínez Gordo, profesor de la Facultad de Teología de Vitoria-Gasteiz y del Instituto Diocesano de Teología y Pastoral de Bilbao, el pontificado de Juan Pablo II "primó la fidelidad al magisterio pontificio", por lo que destaca el papel de que lo que denomina “generación de oro” de teólogos españoles durante ese pontificado, que sí se adentró con “fidelidad y creatividad” en casi todos los campos de la teología. Aunque a un alto precio, también personal.
Juan Pablo II, en su encuentro con los profesores de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca (UPSA), les pedía que siguiesen a los grandes teólogos del histórico centro universitario, que se habían distinguido “por su fidelidad y creatividad”.
¿Cuáles de esos dos aspectos cree que primaron más en el quehacer teológico durante el pontificado de Karol Wojtyla? ¿Realmente era bienvenida la creatividad teológica?
No mucho. Quiero decir que “la creatividad teológica” no fue muy bien recibida, a pesar de que en este tiempo hubo grandes aportaciones, también en castellano, en los campos de la teología fundamental, de la exégesis bíblica, de la sistemática, de la eclesiología, de la moral y de la pastoral. En el equilibrio existente entre una fe, por un lado, creativa y, por otro, fiel a la tradición, autentificada por el magisterio de la Iglesia, prevaleció la estima por la segunda de las referencias.
Juan Pablo II y quienes le acompañaron en esta tarea, entendieron que ya había habido demasiada creatividad teológica en el Concilio y en el tiempo inmediatamente posterior al mismo y que había llegado la hora de “poner orden”, sobre todo en lo referente a la moral sexual y a la autoridad del ministerio ordenado. Por eso, su pontificado fue un tiempo más de “fidelidad”, por supuesto al magisterio pontificio, que de “creatividad”. Así lo veo.
Juan Pablo II se presentó en la UPSA como un docente más. ¿Fue un Papa que promovió la reflexión teológica?
No. No creo que mientras presidió la Iglesia católica promoviera una reflexión teológica que -fiel a lo dicho, hecho, acontecido y encomendado por Jesús de Nazareth- fuera, a la vez, cercana e interpelante a los hombres y mujeres de su tiempo. Es lo que aprecio cuando releo, entre otras, la crítica que merece a un nutrido grupo de teólogos, sobre todo, centroeuropeos, su gestión al respecto en la famosa “Declaración de Colonia (1989): ya entonces, no solo les disgustaban sus actuaciones autoritarias y excluyentes, sino también su magisterio, nada atento al “sensus fidelium”; ayuno de misericordia y con dificultades para eludir -por un insuperable temor al relativismo- el riesgo del rigorismo.
Desgraciadamente, esta crítica, no tuvo recepción alguna. Más bien, fue comprendida como la reacción previsible de un colectivo teológico que, en su gran mayoría, se encontraba altamente “mundanizado” porque había capitulado “al espíritu del tiempo” (el famoso zeitgeist) y que, por ello, prestaba poca o nula atención a “la revelación recibida en la tradición de la Iglesia, autentificada por el magisterio pontificio”.
Importó poco o nada que estos teólogos -y otros muchos, en otras partes del mundo- reivindicaran que sus aportaciones eran el resultado de una atenta escucha de los “signos de los tiempos” -en los que también se transparenta el misterio de Dios entregado en Jesús- por supuesto, a la luz del Nazareno y de “la tradición viva” de la Iglesia.
En resumen: no, no creo que Juan Pablo II promoviera la reflexión teológica, a la vez fiel y creativa. En su pontificado, primó la fidelidad al magisterio pontificio y al diagnóstico sociocultural en el que fundaba sus legítimas acentuaciones que, visto lo visto, no creo que fueran tan acertadas como algunos -teológicamente muy cercanos a él-, pudieron creer entonces que lo eran; y siguen creyéndolo en la actualidad.
También proponía el Papa en aquel encuentro al teólogo “buscar una comprensión y expresión de la fe, que hagan posible su acogida en el modo de pensar y de hablar de nuestro tiempo”. Sin embargo, el intento de aproximación que en ese sentido hicieron algunos teólogos, entre ellos algunos españoles, chocó con el celo de una Congregación para la Doctrina de la Fe dirigida por el entonces cardenal Ratzinger. ¿Se les iba un poco la mano a los teólogos o le podía el celo al prefecto?
No voy a decir, movido por una especie de “corporativismo teológico”, que no hubiera aportaciones que, entonces, objeto de un encendido debate teológico, algunos otros teólogos -y no solo tradicionalistas- percibieron como poco o escasamente acertadas o deficientemente argumentadas o, incluso, extrapoladas. Tengo presentes, por lo menos, un par de ellas. Eran aportaciones cuya posible fragilidad – escriturística o dogmática- el mismo colectivo teológico mostraba, analizaba y, en la medida de lo posible, intentaba mejorar.
Pero, salvo estas y algunas otras aportaciones que ahora se me escapan, las contribuciones, en concreto, de la inmensa mayoría de los teólogos españoles o, si se prefiere, de las escritas en español durante el pontificado de Juan Pablo II, fueron las propias de una generación única y excepcional que constará volver a encontrar. No en vano se llegó a tipificarla, en más de una ocasión, como la generación de oro de la teología en el postconcilio. Y no en vano hubo algunos grandes teólogos centroeuropeos -y también estadounidenses- que aprendieron castellano para poder leerlos en la lengua en la que venían publicando sus aportaciones.
Tengo que silenciar, bien a mi pesar, sus nombres, entre otras razones porque tengo la convicción de que más de uno se me quedaría en el tintero. Y eso, además de injusto, no me parece de recibo. En todo caso, quien esté particularmente interesado en este asunto, puede cotejar alguna de las historias de la teología española contemporánea; que “haberlas, haylas”.
Entiendo que, más allá de este asunto, lo sorprendente de esta “generación de oro” durante el pontificado de Juan Pablo (y también en el de Benedicto XVI) fue que se adentró con “fidelidad y creatividad” en casi todos los campos.
Pienso, por citar algunos, en los esfuerzos realizados por repensar el misterio de Dios y su llamada “revelación, así como por ofrecer nuevos imaginarios del mismo (la “teo – logía” como teología fundamental sobre lo que decimos cuando decimos “Dios” y también como “uni-trinidad” o comunión de lo que siendo uno, es, a la vez, diferente).
O en la enorme cantidad de aportaciones sobre lo dicho, hecho, entregado, acontecido y encomendado por Jesús y sobre su reconocimiento como el Cristo (la cristología, la “jesu-logía” y la “jesu-cristología” como articulación entre ambos saberes).
Imposible no acordarse de tantos maestros como hemos tenido -y todavía contamos- ocupados en repensar la moral sexual y la pastoral familiar y los malos tragos que tuvieron que pasar por no haber prestado la debida atención -como se les acusaba- a “la” verdad de la llamada “ley moral natural” o a la doctrina tradicional del magisterio papal al respecto
Imposible no acordarse de tantos maestros como hemos tenido -y todavía contamos- ocupados en repensar la moral sexual y la pastoral familiar y los malos tragos que tuvieron que pasar por no haber prestado la debida atención -como se les acusaba- a “la” verdad de la llamada “ley moral natural” o a la doctrina tradicional del magisterio papal al respecto.
Y cómo no tener presente los nervios que desataba cualquier propuesta eclesiológica en la que hubiera sitio, -aunque fuera nimio- para el debate sobre las diferenciadas interpretaciones de Mt, 16, 19 acerca de quién es Pedro: ¿la Iglesia de Roma o toda la comunidad de bautizados?
Y, al hilo de tal debate mayor, todo el diagnóstico -defendido por Juan Pablo II y su Curia- sobre la supuesta desacralización conciliar del presbiterado; la absolutización postconciliar, igualmente supuesta, del sacerdocio bautismal y laical (además del de la mujer) y el encendido debate -que tanto desagradaba a Joseph Ratzinger- acerca de que la Iglesia universal existe “en” y “a partir de” las iglesias locales; por cierto, una importante aportación “olvidada” en el tan traído y llevado Código de Derecho Canónico, al parecer, incuestionable para los “nuevos eclesiásticos” y también para no pocos de nuestros actuales obispos; incluso, por encima de las mismas actas conciliares.
Pues bien, recordadas algunas de sus muchas aportaciones, (en sintonía, por supuesto, con lo mejor de la comunidad teológica mundial) no deja de seguir escandalizándome que una buena parte de ellos fueran “llamados a capítulo” por la Congregación para la Doctrina de la fe o por la Comisión Episcopal correspondiente de la Conferencia Episcopal Española.
Y tampoco deja de seguir escandalizándome, conocidos los entresijos de algunos casos, la indefensión y el trato recibido por los acusados, la fragilidad de las imputaciones vertidas y a las que los obispos responsables prestaban una desmedida e igualmente sorprendente atención y, ¡cómo no!, la existencia de “Torquemadas mediáticos” movidos, a veces, por intereses espurios que -en más de un caso- nada tenían que ver con el debate teológico en libertad y sí mucho con la imposición de diagnósticos socioteológicos siempre mejorables o con legítimas articulaciones de la fe que no se pueden imponer como si fueran irrefutables actualizaciones contemporáneas del credo nicenoconstantinopolitano.
Y, a veces, hay que decirlo todo, con filias y fobias personales y otra serie de fragilidades que pertenecen más al ámbito de la condición humana que de la verdad revelada y autentificada por el magisterio.
Afortunadamente, todo esto ha desaparecido -al menos, de momento- del actual horizonte eclesial, gracias a Francisco. A diferencia de lo sucedido en el pontificado de Juan Pablo II, los teólogos que actualmente no están de acuerdo con los diagnósticos o articulaciones teológicas o con la espiritualidad del sucesor de Pedro, pueden expresarse con toda libertad, sin temor a ser objeto de denuncias o conscientes de que, si lo son, van a acabar en el cesto de los papeles y que, por tanto, no van a tener que pasar por las horcas caudinas de un dicasterio o comisión episcopal ocupada en evaluar la fiabilidad doctrinal de sus aportaciones.
Con Francisco, lo que se podrían llamar “asuntos teológicos”, están volviendo a su cauce. Y éste no es otro que el del debate teológico en libertad y pluralidad. Ojalá aprendieran esto, por lo menos, quienes, agazapados, parecen estar esperando un cambio de época papal que les permita revivir la alianza -marcadamente autoritativa, desmedidamente celosa, además de desafortunada no solo para la teología, sino, sobre todo, para la Iglesia- entre Karol Wojtyla y Joseph Ratzinger.
A pesar de esa invitación de Juan Pablo II a que “el criterio que debe guiar la reflexión teológica es la búsqueda de una comprensión renovada del mensaje cristiano en la dialéctica de renovación en la continuidad, y viceversa”, hubo varios teólogos españoles a los que se puso bajo vigilancia de Doctrina de la Fe. ¿Por qué da la sensación de que la investigación teológica era más un quebradero de cabeza para el Pontificado que un soporte buscado “como participación en la misión evangelizadora de la Iglesia”?
Sencillamente, porque tanto Juan Pablo II como Joseph Ratzinger entendían que el ministerio teológico no pasaba de ser, en el mejor de los casos, sino una correa de transmisión o un difusor del magisterio pontificio. Nada que ver, con quienes -a diferencia de ellos- entendían que el teológico era, y sigue siendo, un ministerio para, entre otras tareas, ayudar a elaborar y madurar determinadas decisiones magisteriales o, si fuera el caso, pastorales.
Siempre ha habido -y habrá, por poco que pueda gustar- una tensión entre la imprescindible autonomía de la investigación y de la docencia teológica y el servicio de presidencia de la comunidad cristiana.
Este fue el debate habido en los primeros momentos de la Comisión Teológica Internacional, venciendo -frente a quienes entendían que la razón de ser de dicha CTI era la de contribuir a elaborar un magisterio teológico actualizado y bien fundado, la posición de quienes defendían que su razón de ser era la de ayudar a difundir y propagar el magisterio jerárquico. Ratzinger sintonizaba con este grupo de teólogos. Y, con él, Juan Pablo II.
Y, por si eso fuera poco, conviene no perder de vista otros dos datos muy importantes que ayudan a explicar por qué la investigación teológica ha sido más un quebradero de cabeza para el pontificado de Juan Pablo II que un soporte buscado “como participación en la misión evangelizadora de la Iglesia”. En primer lugar, como no se cansaba de recordar Ratzinger, el papel de los teólogos en el concilio creó en ellos “una nueva conciencia de sí mismos: comenzaron a sentirse como los verdaderos representantes de la ciencia y, precisamente por esto, ya no podían aparecer sometidos a los obispos”. En la iglesia, al menos en la opinión pública, “todo parecía objeto de revisión, e incluso la profesión de fe ya no parecía intangible si no sujeta a las verificaciones de los estudiosos”. Pero, solía proseguir el ya entonces prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la fe de Juan Pablo II, “tras esta tendencia del predominio de los especialistas se percibía otra cosa: la idea de una soberanía eclesial popular en la que el pueblo mismo establece aquello que quiere entender con el término Iglesia, que aparecía ya claramente definida como pueblo de Dios”.
Y el segundo, es el referido al protagonismo magisterial de las Conferencias Episcopales que, tímidamente implementado por Pablo VI, el papa Juan Pablo II anuló prácticamente mediante el Motu Proprio “Apostolos suos” (1998) al entender que un magisterio con alcance universal era competencia suya y solo suya.
Como es sabido, los obispos norteamericanos de los años inmediatamente posteriores al Concilio Vaticano II entendieron que una Conferencia Episcopal era, siguiendo las indicaciones conciliares, una asamblea de prelados de una nación ejerciendo conjuntamente su responsabilidad pastoral. Probablemente su iniciativa más audaz fue la búsqueda, a lo largo de la década de los ochenta, de la colaboración de los fieles en la redacción de sus cartas pastorales.
Al proceder de esta manera, activaron -juntamente con el CELAM- la recepción más creativa de lo que también puede -y debe- ser el magisterio eclesial según el Vaticano II, es decir, un magisterio que articula, de manera sinodal, la colegialidad episcopal y la corresponsabilidad bautismal. La reacción a este modo de impartir magisterio teológico fue, como he adelantado, el Motu proprio “Apostolos suos” por el que se retiraba a las conferencias episcopales la capacidad de emitir magisterio auténtico que recogía el Código de Derecho Canónico de 1983, en continuidad con la decisión adoptada en su día por Pablo VI, recibiendo el Vaticano II.
A partir de este momento se asistió a una progresiva irrelevancia eclesial del magisterio regional y a un imparable declive del enorme prestigio social de la autoridad moral de que gozaban algunas conferencias episcopales en el período inmediatamente posterior al Concilio. Y, como resultado buscado durante mucho tiempo, la Santa Sede quedó autorizada, a partir de esta carta apostólica, para ejercer un control sobre toda la Iglesia y en todos los aspectos.
A la luz de estos datos, creo que se puede sostener, de manera fundada, que, desde 1998, la investigación teológica -y, con ella- el magisterio de las Conferencias Episcopales dejó de ser “un quebradero de cabeza” para Juan Pablo II y el cardenal Ratzinger.
No dudo de que buscaran una comprensión renovada del mensaje cristiano en la dialéctica de “renovación y continuidad”, pero las decisiones que fue tomando el papa Wojtyla evidencian una concentración desmedida de dicha “comprensión renovada del cristianismo” en el Vaticano y en sus aledaños, así como un intento de imponer dicha comprensión, apoyados en las diferentes comisiones doctrinales de las Conferencias Episcopales; entre ellas, obviamente, la española. Creo haber reseñado al respecto algunos puntos -que, probablemente no sean los más relevantes- en la pregunta anterior.
¿Cómo entender que, por ejemplo en España, bajo ese Pontificado, se creasen facultades de teología en algunas diócesis para hacer una especie de ‘contrarreforma’ a las ya existentes y que los obispos quisieran controlar, algunos con descaro, el patronato de centros teológicos nacidos de algunas congregaciones religiosas?
No conozco lo referente a la segunda parte de la pregunta. Sobre la primera parte, puedo decir, consciente de que me he alargado ya mucho, que he conocido dos tipos de obispos como cancilleres o vicecancilleres de facultades de teología: los que -porque confiaban- dejaban todo -en nombre de la bienvenida autonomía universitaria- en manos de los órganos de gobierno pudiendo dar la impresión -a veces, de hasta un cierto desinterés.
Y también conozco a quienes, recelando de tanta autonomía y, en general, de la teología impartida, no se limitan a “seguir” la marcha del centro universitario, sino que, si se me permite la expresión, lo “persiguen”, cuidadosos, por supuesto, de no ser acusados de violentar la autonomía universitaria, pero con la clara intención de propiciar un cambio de época en línea claramente contrarreformista. Y eso es, al menos en las facultades de teología, un proceso lento que pasa por el relevo generacional del profesorado, pero que se intenta hacer promoviendo a personas, a veces, más fieles al obispo que teológica y académicamente capaces.
Supongo que una facultad de teología “contrarreformada” (sea de “nueva planta”, como se hizo en España durante el pontificado de Juan Pablo II, o de “vieja planta”, “asaltada” como parece que se pretende hacer en otros sitios) no será, para nada, celosa, de su autonomía universitaria y acabará corriendo un alto riesgo de presentar “tics” más sectarios que católicos, además de autoritarios.
Son los riesgos de seguir vertiendo la autoridad del ministerio episcopal en un modelo medieval de ejercicio del poder. Por ello, me alegra que el Camino Sinodal alemán haya abierto este melón, por más que en estas tierras solo mentar ese asunto provoque dentera a más de uno. Pero esto es ya harina de otro costal que, necesariamente, ha de quedar para otra ocasión y momento.
José Lorenzo
Religión Digital